En
1795 se publicó de forma anónima la obra de Sade Filosofía
en el tocador. La fecha es importante, porque coincide con la
publicación de otra obra crucial para el desarrollo filosófico de
la Ilustración: La educación estética del hombre, de
Schiller. En su libro, el Marqués de Sade nos cuenta la historia de
una joven, Eugenia, instruida por Dolmancé en los dolorosos placeres del BDSM y en los principios de una filosofía materialista cuyo
fundamento es la idea de que los instintos -recibidos de la
naturaleza- no pueden verse reprimidos por preceptos morales. Ambas
obras, la de Sade y la de Schiller, constituyen -vistas desde lejos-
dos formas de reivindicación de la naturaleza en el hombre: Sade, a
través de la desinhibición sexual y el cuestionamiento materialista
de la moral tradicional; Schiller, a través de la reconciliación
entre la libertad y la naturaleza en la obra de arte. Ambos
comprenden que no hay liberación, que no es posible la
emancipación, si la naturaleza no recupera su papel en la vida del
hombre: un papel que le ha sido arrebatado por la cultura, la
razón y la moral.
Viene
todo esto al caso de que, desde el año 2015, no dejo de encontrarme
en las redes sociales con intentos de boicot -a veces simples memes-
vinculando la historia de E. L. James (Cincuenta sombras de Grey)
al machismo, el heteropatriarcado y la violencia de género. La
suerte en este caso es que la autora del libro sea una mujer; porque,
de lo contrario, se añadiría a la polémica la responsabilidad del
hombre en la propagación de estereotipos falocéntricos. Por lo
demás, algo parecido ocurrió hace años con la polémica en
Alemania con el Tribunal Constitucional: la izquierda feminista ponía
en cuestión su legitimidad con el argumento de que todos sus
miembros eran hombres. Cuando las leyes igualitarias equilibraron los
sexos, el argumento pasó a ser el de la alienación femenina y el
problema del machismo en las mujeres. Porque aquí se funciona igual
que en el comunismo o en el nacionalismo, y el hecho no es casual: el
pueblo alienado es enemigo del verdadero pueblo, igual que son
enemigas de la liberación de la mujer las mujeres que se empeñan en
no ser liberadas. Ay.
A
lo que iba: Ilumina cruelmente la faz decadente de nuestra época el hecho de que el rechazo a la obra no se deba a motivos estéticos (el espanto ante la mala literatura), sino a reparos de moralidad sexual. La obsesión del totalitarismo por meterse en la cama de
los ciudadanos ha sido una constante en la historia. Por ejemplo, en
el capítulo de La ciudad del sol dedicado a la
procreación, Tomasso Campanella detalla los días de la semana en
que está permitida la unión carnal, la higiene requerida, los
permisos a las autoridades, la asignación de mujeres y hombres en
función del temperamento individual, y un sinfín de preceptos que
hoy consideraríamos, en el mejor de los casos, ridículos. Lo mismo
puede decirse de la Cristianópolis de Andreae,
donde explica que no existe delito peor que el de la impureza. El
desorden sexual lo contamina todo: “La impureza (…) difunde los
vicios, confunde las dotes, esparce las efermedades, extiende la
maledicencia, propaga la infamia, vacía la conciencia, provoca la
saciedad, cubre de inmundicias, dilapida los bienes, amontona las
amenazas del Señor, siembra la desesperación y trasfunde la pena”.
Por supuesto, el propio Platón tiene instrucciones claras sobre lo
que hace cada uno en la cama y -en su caso- la obsesión moral va
unida a un rechazo explícito a la poesía, a la escritura de ficción
que aleja de la verdad y de la virtud. Incluso Aristóteles, tan poco
dado a las utopías, se enreda en las cuestiones sexuales y se empeña
en describir edad, forma, carácter y hasta vientos favorables al
ayuntamiento sexual (v. Política, libro IV). Y por
supuesto lo encontramos -¿cómo podría no ser así?- en el camarada Lenin, para
quien el amor libre era una reivindicación burguesa y el exceso de
sexualidad, un signo de degeneración.
La
obsesión por la moral sexual es el contrapunto necesario de una
obsesión por el poder: El tabú como base del control político.
Cómo en tan pocas décadas se ha pasado del "prohibido prohibir" a una sociedad
moralmente histérica es una historia que alguien debería escribir
algún día. Casi cualquier práctica reivindicada y conquistada por
el progresismo clásico es ahora impugnada por los reaccionarios y
las reaccionarias a sueldo de partidos y medios, por los gurús del
puritanismo laico y los santos guardianes de la fe que se dice feminista: desde
el lenguaje a la pornografía, de la prostitución a los roles
sociales, prácticamente todo lo que implica dominio individual del
propio cuerpo es malo. Hay una policía religiosa, repartida por las
portavocías de los partidos políticos, las instituciones públicas,
las escuelas y las columnas de los periódicos, caracterizada por un
absoluto desconocimiento de todo cuanto puede considerarse científico en relación con el comportamiento humano (psicología, etología, neurobiología...) y que ha asumido la tarea
de solucionar los problemas de la desigualdad y la violencia
basándose en una metafísica infantil, que no solo es incapaz de
corregir lo que pretende, sino que además oculta una perversa
voluntad de dominio político. Una única idea simple (el
heteropatriarcado) como explicación de toda la realidad social y sus
defectos y como justificación de una moralidad puritana y
antiliberal que extiende sentimientos de culpa y tabúes como si tales cosas hubieran solucionado alguna vez un solo problema social.
Es
verdad que la convivencia cívica exige aguantar las ocurrencias absurdas de tu prójimo, igual que uno espera de los demás comprensión con
las estupideces propias. Pero entramos en el terreno de lo
intolerable cuando alguien pretende legislar sobre lo que hacemos en
la cama. Y si personas adultas y responsables quieren fantasear con
jaulas y esposas, azotes y vendas, pues amén y aleluya. Concluyo -pues el espíritu de la época no se lleva bien con textos demasiado largos- con una cita del Marqués de
Sade, mártir de la emancipación, noble revolucionario y defensor del papel liberador de la literatura y la fantasía: “¡Renuncia a las
virtudes, Eugenia! ¿Hay uno solo de los sacrificios que pueden
hacerse a esas falsas divinidades que valga lo que un minuto de los
placeres que se gustan ultrajándolas? Bah, la virtud no es más que
una quimera, cuyo culto sólo consiste en inmolaciones perpetuas, en
rebeldías sin número contra las inspiraciones del temperamento.
Tales movimientos, ¿pueden ser naturales? ¿Aconseja la naturaleza
lo que la ultraja? No seas víctima, Eugenia, de esas mujeres que
oyes llamar virtuosas. No son, si quieres, nuestras pasiones las que
ellas sirven: tienen otras, y con mucha frecuencia despreciables...
Es la ambición, es el orgullo, son los intereses particulares, a
menudo incluso sólo la frigidez de un temperamento que no les
aconseja nada” (Filosofía en el tocador).