Anteayer murió, víctima del coronavirus, Javier Hernández-Pacheco Sanz, quien fuera mi profesor, mi director de tesis, mi mentor en tantas cosas y -me gusta pensar- mi amigo. No es fácil decir algo de quien acaba de fallecer sin que, en la maraña de anécdotas, parezca que uno está realmente hablando de sí mismo. Tal vez sea así y lo que de verdad me mueve a abrir este blog, después de años de abandono, sea decir algo de mí. Decir, por ejemplo, simplemente, que siento una gran tristeza. Hace más de veinte años que nos dio clase a los de mi promoción (la generación que se licenció en Filosofía en 2001, vaya odisea) y, aunque veinte años no es nada, es toda una vida. Todavía se fumaba en los pasillos y se hacían fiestas de la primavera. Javier hablaba de la fiesta en sus clases: de cómo Nietzsche y la religión se reconcilian allí donde la piedad se vuelve gratitud y la gratitud se manifiesta en un inmenso sí a la vida. Nos enseñó a reconocer a Fichte en el trabajo de los ingenieros contra el no-yo y a Hegel en las luchas de autoconciencias de las pandillas adolescentes. Era un pedagogo nato, uno de esos profesores que no tiene que "motivar" a los alumnos, como se dice hoy, porque no hay nada tan motivador como la verdad. Aunque sea una verdad así, discreta, con minúsculas: qué gran tesoro es tener una verdad que contar y qué cosa tan infrecuente ser una persona de verdad.
Javier nunca cayó en la retórica y el academicismo, esos mohos por los que la filosofía languidece entre las páginas de las revistas indexadas. Creía en el pensamiento, en la unidad de la tradición filosófica, en la existencia de un relato construido y custodiado a lo largo del tiempo por los grandes maestros de Occidente. Creía que la humanidad, en su caminar por la historia, había aprendido cosas y había aprendido a contarlas. Yo aprendí muchas de él. Me aguantó cuatro años de tesis doctoral y quince más de madurar, a veces a golpes, y casi lo consigo. Le debo un montón de Guinness que acompañamos, bajo los árboles de Plaza de Cuba, para hablar de novias y de política internacional, de reformas educativas y de los Heuriger de Viena. Cuando comenzó este curso, quedamos en vernos, pero lo pospusimos porque estaban confinados en casa. Le dije que seguro sería cosa leve e hice una broma sobre Donald Trump. Me respondió que tenía toda la pinta de no ser nada. La última frase que tengo de él es la de ese mensaje: "Nos vemos al final de la semana que viene. Si Dios quiere".
Dios no quiso (¿Alguien entiende a Dios? se preguntaba en cierta ocasión), pero quiso dejarme ese condicional enorme, ese abismo abierto al final de nuestra conversación de whatsapp, como recuerdo necesario de lo efímero de la vida, de lo irreversible del tiempo y de que todo está regido por una Voluntad en la que se diluyen inevitablemente nuestros proyectos y nuestros afanes. Y de que, a la vez, en esa misma Voluntad retornan todas las cosas logradas y se consuman las que quedaron por ser. En uno de los recuerdos más antiguos que tengo de él, estamos en clase, hablando sobre Marx o sobre la Escuela de Frankfurt, no me acuerdo. Javier nos explica cómo el marxismo reinventa la redención diluyendo su contenido personalísimo y dejándola reducida a una utopía colectiva en la que el individuo es lo único que no importa. Y entonces añade: "el cristianismo hará otras trampas, pero al menos no hace esa: cuando dice que te salvas, lo que dice es que te salvas TÚ". Ese "tú" ahora es él. Ya conoce, en primera persona, aquello de lo que habló tantas veces: la única utopía verdadera, el lugar donde la vida se encuentra consigo misma, el final en el que llegamos a ser lo que éramos desde el principio, la fiesta novalisiana del rejuvenecimiento del mundo. Ese Paraíso huele, seguro, a pino y a romero y a marismas.