domingo, 22 de agosto de 2010

Kant y mi sobrina

Carmen ha descubierto un nuevo juego: se puede preguntar el porqué de cada cosa. Así que ahí anda, escudriñando sus reglas. Da la impresión de que estuviera intentando averiguar hasta dónde se puede llegar, cuándo acaba el juego. Pero ya intuye que el juego no acaba nunca: es el juego infinito de la causalidad. Cree incluso que todo tiene un porqué. "No vine ayer porque fui al médico" -le digo. "¿E po´ qué?". "Porque estaba malito". "¿E po´ qué?". No se equivoca: hasta los microbios tienen sus motivos. Pero remontarnos a las primeras causas es complicado, sobre todo en un lenguaje tan limitado en vocabulario. Así que, al final, siempre soy yo el que termina cambiando de tema y obviando la pregunta. "Vaya filósofo" -se diría la pobre, si supiera...

Obviamente, Carmen no entiende casi nada de lo que le digo, pero sabe que cada hecho remite a un hecho anterior, y que hay una conexión sorprendente entre todos los objetos del mundo. Ver cómo mi sobrina juega el juego de la causalidad me hace pensar en Kant y en que tal vez sería posible una relectura de la filosofía trascendental desde la psicología evolutiva. Es decir, preguntándose cómo se forma la mente del hombre, histórica y biográficamente, para interpretar el mundo en términos de causa-efecto.

Que somos incapaces de ir más allá de nuestros esquemas mentales basados en el presupuesto de la causalidad lo prueba el hecho de que, cuando nos preguntamos por el origen absoluto del mundo, cualquier posible respuesta resulta incomprensible. Que no haya causa es tan incomprensible como que haya una causa última o una cadena infinita de causas. Y cada vez que la ciencia se aventura más allá del ámbito de lo perceptible, la causalidad empieza a hacerse borrosa, inestable, frágil. Así que la infinita concatenación de los efectos y las causas que maravillaba a Spinoza y a Borges posiblemente sea poco más que el juego creado por una mente demasiado joven, no preparada del todo para un universo demasiado viejo. Al menos desde el punto de vista -¿inexistente?- de aquello en que consiste verdaderamente el mundo.

2 comentarios:

Héctor Meda dijo...

Yo siempre lo he visto así: Nuestra mente desarrolló un esquema de comprensión causal para el macroentorno en donde debía desenvolverse de forma eficaz en su supervivencia pero éste macroentorno, escultor de nuestra mente, no es más que la emergencia estadística de un microentorno harto más complejo y esa es la razón de que en la cuántica el modus ponens y algunos axiomas (v.gr: el de identidad) no funciona.

Yo siempre digo lo mismo: el que no podamos descubrir un origen en la cadena causal nos podría negar cierto conocimiento del mundo pero con seguridad nos dice algo sobre nuestro comprender o ser en el mundo.

Alejandro Martín dijo...

Exacto. Justamente eso pienso yo. Mientras no se indaguen las condiciones de nuestro conocimiento, desde una filosofía trascendental pero añadiendo los avances en psicología evolutiva, volveremos a caer una y otra vez, como de hecho ocurre, en las paradojas metafísicas que ya Kant expuso en su Crítica.