Tuve un sueño: al regresar al coche, lo encuentro cubierto por una enorme montaña de leña. Una pila de ramas y troncos geométricamente dispuestos en un orden perfecto. Trato de apartarlos, pero a cada esfuerzo aparecen nuevas ramas en el lugar de las anteriores, cada vez más altas. Entonces, imagino la vida entera como un orden minucioso bajo el que se asfixia lentamente algo muy mío, algo que no consigo salvar.
Por suerte, solo es un sueño.
domingo, 2 de octubre de 2016
domingo, 21 de agosto de 2016
La decisión
“Vivir es sentirse fatalmente forzado
a ejercitar la libertad, a decidir lo que vamos a ser en este mundo. Ni un solo
instante se deja descansar a nuestra actividad de decisión. (...) Pero el que
decide es nuestro carácter”. La cita es de Ortega, a quien he estado releyendo este
verano. Si tiene razón nuestro filósofo más afamado, vivir significa elegir y
cada individuo es, en mayor o menor medida, coautor de su propia existencia.
Esta definición me lleva –lejos en el tiempo y en el espacio– a Kierkegaard, el
filósofo a quien leían Faemino y Cansado. Para el danés, la libertad va unida a
la angustia ante el infinito abanico de todo lo posible, de la que solo nos
saca la decisión. La angustia procede del miedo a renunciar a todo cuanto se
nos ofrece como pura posibilidad: el miedo a comprometerse en una relación y
renunciar a otras; el miedo a elegir una profesión en lugar de cualquier otra; el miedo en
general a la vida, que es riesgo, sacrificio y finitud. Así, el
infantilismo podría caracterizarse como la negativa a asumir esta verdad: que
vivir exige tomar decisiones que desembocarán en consecuencias, y que toda
decisión es, al mismo tiempo, una renuncia, una transmutación de la posibilidad
infinita en realidad finita.
Le daba vueltas a todo esto al contemplar un día más el panorama siniestro de la política nacional. Pensaba que alguno –yo mismo, sin ir más lejos– podría ver en el actual modo de hacer política del PSOE ciertos rasgos de este infantilismo. Respecto a la investidura, claro, pero no solo. Hace años que su vicio es el mismo: quiere ser serio y europeísta pero, al mismo tiempo, tontea con las promesas anti-sistema del populismo; quiere ser un partido español, incontestable defensor de la unidad nacional, pero hace guiños al discurso de los nacionalistas, a veces para gobernar con ellos, otras como simple muestra de su obsesión por no hacer nada con la derecha; quiere ser socialdemócrata y, a la vez, toda la izquierda; quiere ser escrupulosamente laico, pero da el salto mortal al anticlericalismo cuando puede; no quiere apoyar un gobierno del PP, no quiere llevarnos a terceras elecciones, no quiere articular un gobierno alternativo. Quiere no tener que decidir y, al no decidir, toma la peor decisión: decidir la nada.
Cuando, en el Congreso Extraordinario del año 79, se decidió abandonar las tesis marxistas, muchos pensaron que una decisión de tal magnitud haría peligrar la hegemonía del PSOE en el ámbito sociológico de la izquierda. No fue así, pero toda decisión conlleva riesgos, y la única actitud viable a la larga es asumirlos. Habrá que ver qué tipo de riesgos están dispuestos a soportar los actuales dirigentes del Partido Socialista, porque después de todo lo dicho no conviene olvidar la inquietante coda de la cita de Ortega: quien decide es siempre nuestro carácter.
Le daba vueltas a todo esto al contemplar un día más el panorama siniestro de la política nacional. Pensaba que alguno –yo mismo, sin ir más lejos– podría ver en el actual modo de hacer política del PSOE ciertos rasgos de este infantilismo. Respecto a la investidura, claro, pero no solo. Hace años que su vicio es el mismo: quiere ser serio y europeísta pero, al mismo tiempo, tontea con las promesas anti-sistema del populismo; quiere ser un partido español, incontestable defensor de la unidad nacional, pero hace guiños al discurso de los nacionalistas, a veces para gobernar con ellos, otras como simple muestra de su obsesión por no hacer nada con la derecha; quiere ser socialdemócrata y, a la vez, toda la izquierda; quiere ser escrupulosamente laico, pero da el salto mortal al anticlericalismo cuando puede; no quiere apoyar un gobierno del PP, no quiere llevarnos a terceras elecciones, no quiere articular un gobierno alternativo. Quiere no tener que decidir y, al no decidir, toma la peor decisión: decidir la nada.
Cuando, en el Congreso Extraordinario del año 79, se decidió abandonar las tesis marxistas, muchos pensaron que una decisión de tal magnitud haría peligrar la hegemonía del PSOE en el ámbito sociológico de la izquierda. No fue así, pero toda decisión conlleva riesgos, y la única actitud viable a la larga es asumirlos. Habrá que ver qué tipo de riesgos están dispuestos a soportar los actuales dirigentes del Partido Socialista, porque después de todo lo dicho no conviene olvidar la inquietante coda de la cita de Ortega: quien decide es siempre nuestro carácter.
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sábado, 30 de julio de 2016
La zorra y las uvas (el resentimiento en la política)
Hay una vieja fábula atribuida a Esopo que narra el
esforzado intento de una zorra por alcanzar un racimo de uvas demasiado alto.
Tras fracasar una y otra vez, la zorra se aleja y exclama, desdeñosa: “¡Todavía
están verdes!”. Suelo usar esta historia en clase para ilustrar el concepto de
“resentimiento” en Nietzsche: el odio que profesamos hacia todo aquello que
secretamente queremos pero no somos capaces de alcanzar. El odio de la
impotencia alterando el valor de las cosas. A veces uso otro ejemplo: esa persona
que, tras haber estado enamorada de otra de un modo no correspondido, termina
diciendo: “¡No sé cómo pude enamorarme de alguien tan feo y estúpido!”. La vida
cotidiana está llena de ejemplos de esta perversa alteración del valor que nos
permite sobrellevar la frustración y que, por eso mismo, es solo un mecanismo
psicológico de supervivencia emocional bastante simple. “Desde
su impotencia –decía Nietzsche– crece en ellos el odio hasta convertirse en
algo gigantesco y siniestro, en lo más espiritual y lo más venenoso”.
Ocurre, sin embargo, que esa inversión de los valores
(despreciar lo bueno que no está a nuestro alcance, apreciar lo mediocre que sí
lo está) no afecta solo a los bienes exteriores (las uvas maduras, las chicas
guapas, las asignaturas difíciles, la merecida fama) sino también a los bienes
interiores: así es como el tonto suele despreciar la inteligencia; el
ignorante, la cultura; el débil, la fuerza; el miserable, la honestidad. El
resentimiento –decía Max Scheler, otro de sus grandes teóricos– es una autointoxicación
psíquica: en el fondo de nuestra oscura caverna psicológica nos vengamos de una
realidad empeñada en no rebajarse a nuestra altura.
El resentimiento es un odio enmascarado hacia la vida. Una vida que no nos da lo que deseamos, que no se pliega
a la forma de nuestra voluntad. Entonces, el resentimiento conduce
necesariamente a un escenario psicológico en el que nadie es mejor que yo, en
el que no existe nada valioso que no me pertenezca de antemano, en el que las
uvas maduras nunca están demasiado altas. La jerarquía, la diferencia, es
ofensiva para el resentido. Lo decía Chesterton, a su modo: “Quizá la
mediocridad consista en estar al lado de la grandeza y no darse cuenta”. Fuera
del mecanismo del resentimiento, uno tiene dos opciones ante la grandeza: se
puede aspirar a alcanzarla por medio del esfuerzo y la obstinación, o se puede
simplemente admirarla, reconociendo que está muy por encima de uno mismo y
disfrutar del hecho de que al menos sí esté al alcance de otros. Aspirar a la
inteligencia, al saber, a la virtud, o al menos admirarlos en otros. Ambas
opciones respetan la naturaleza jerárquica de los valores: los dejan en el
lugar que merecen. “Un alma delicada –decía Nietzsche en Humano, demasiado humano– se
siente molesta al saber que hay que darle las gracias; un alma grosera, al
saber que tiene que darlas”.
Nietzsche fue el primero en percibir el modo como el
resentimiento había sido capaz de crear sistemas de valores a lo largo de la
historia, y el primero también en detectar que este mecanismo impregnaba, de
manera alarmante, toda la vida espiritual de la Europa moderna. Su intuición fue desarrollada, en diferentes sentidos, por Scheler y Ortega. El resentimiento en la moral de Max Scheler aparece en 1912 y La rebelión de las masas de Ortega y Gasset, en 1929. Ambas se
publican, pues, cuando en Europa es ya muy clara la sintomatología política y
social de una enfermedad que Nietzsche había diagnosticado veinte años antes de
que terminase el siglo XIX y que alcanza su desarrollo total en nuestra propia
época. “Aprended esto de mí –clamaba Zaratustra– en el mercado nadie cree en
hombres superiores. Y si queréis hablar allí, ¡de acuerdo! Pero la plebe
responderá, parpadeando, «todos somos iguales»”.
La moral dominante niega la diferencia, la
excelencia, el mérito, así como la grandeza intelectual y moral. Lo que Ortega
llama el "hombre masa" –es decir, el individuo en cuanto no se
diferencia de ningún otro por ninguna cualidad especial– se convierte en
prototipo de existencia. “Lo característico del momento es que el alma vulgar,
sabiéndose vulgar, tiene el denuedo de afirmar el derecho de la vulgaridad y lo
impone dondequiera”. Esto se confirma cada vez que uno se toma la molestia de
observar qué tipo humano, qué paradigma de la existencia se predica desde los programas televisivos, las
tertulias, las listas de los partidos políticos, los ídolos deportivos. Por todas partes, ocupando
los principales espacios de la vida común, hay hombres vulgares convencidos de
que su vulgaridad es la medida de todo valor. Todos somos iguales, y por tanto debemos parecerlo: he aquí la base de esta universalizada e hipócrita estética de la humildad que nos rodea. La mediocridad
es convertida en la medida de todo valor. Como dice en España invertebrada, "la rebelión sentimental de las masas, el odio a los mejores, la escasez de estos -he aquí la razón verdadera del gran fracaso hispánico". Y este fenómeno alcanza a toda la vida social europea: “El europeo que empieza
a predominar sería, relativamente a la compleja civilización en que ha nacido,
un hombre primitivo, un bárbaro emergiendo por escotillón, un «invasor
vertical»”. Este invasor vertical es también el que, en la acción política contemporánea, se manifiesta en las múltiples dogmáticas de la democracia directa: cualquiera es tan bueno como cualquier otro, no hay que encargar la política a ningún representante, pues la representación es en sí misma una jerarquía, y por tanto, el último residuo de la desigualdad.
Otro de los rasgos del resentimiento político es su amnesia
histórica. Nunca ha habido en la historia de la humanidad tanto tiempo de paz,
prosperidad y libertad como el que disfruta el mundo de las democracias
liberales actuales, y ello a lo largo de cuantos sistemas de organización
social, política, moral y religiosa han existido. Pero el resentido no puede
aceptar algo que implicaría el reconocimiento de su propia condicionalidad: que
el simple hecho de existir ya nos pone en una situación de inferioridad y dependencia respecto al pasado. Somos siempre efecto antes que causa. “Quien pertenece a la
plebe –dice Nietzsche – tiene una memoria que solo alcanza al abuelo, el tiempo
termina en el abuelo”. Es esto lo
que conduce a lo que Ortega llama “la radical ingratitud hacia cuanto ha hecho
posible la facilidad de su existencia”. La creencia infantil en que los logros históricos, los derechos adquiridos, son connaturales a la propia existencia, que no son algo conquistado y, por tanto, en permanente riesgo de pérdida. La civilización como naturaleza, no como empresa. Parecería que -en su intuición general, pues en los detalles Ortega se contradice como nadie- este es el terreno donde se juega la condición moral y política de nuestro tiempo: entre un negacionismo
del pasado revestido a veces de falso progresismo, la mediocridad elevada a virtud
colectiva, y la negativa a reconocer el valor de los mejores, la verdadera
aristocracia del mérito y de la condición –no la de la sangre o la clase
social– que siempre han guiado las grandes empresas históricas de la
humanidad.
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jueves, 28 de julio de 2016
La hemiplejía moral del populismo
Si el alcalde de Granada le dice a Teresa Rodríguez que "cuanto más tapada la boca, mejor", es un machista repugnante, pero si Pablo Iglesias dice que quiere azotar a Mariló Montero hasta hacerla sangrar, se trata de una conversación privada y una simple broma. Si en las listas de Ciudadanos va un humorista como Felisuco, es un fichaje ridículo y risible, pero si en las listas de Podemos va un analfabeto como Cañamero, con decenas de querellas a sus espaldas y que manifiesta abiertamente no someterse al poder judicial, se trata de un hombre del pueblo y criticarlo es clasista. Si España está como está, es culpa de las malvadas élites que no quieren contribuir al pago de los derechos laborales de los trabajadores, pero si Echenique contrata a un asistente sin pagarle la seguridad social, no es más que un hombre humilde víctima del sistema. Así es la hipócrita indignación de los indignados, su ética unidireccional, la hemiplejía moral del populismo.
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miércoles, 13 de julio de 2016
El caso Rajoy
Alguien debería escribir un libro que tal vez quisiera titular El caso Rajoy, inspirado en aquel que Nietzsche dedicara a la psicopatología colectiva que hizo posible el triunfo de la música de Wagner. La tesis era, en aquella obra, que la música de Wagner triunfa solo en la medida en que excita los sentimientos mientras desatiende todo lo que es propiamente música. Como las canciones de Pablo Alborán, para entendernos. Rajoy también es un caso curioso. Su triunfo político se lo debe a una genial renuncia a todo cuanto es político: la resolución, la gestión, la negociación, la representación. Rajoy funciona como una película de terror: ocultándose a sí mismo como el misterio que, al revelarse, se mostraría vano y acabaría con la tensión. Hace poco me decía una amiga alemana, al verlo en la tele, que le parecía un tipo competente y serio. En otra ocasión, alguien me comentaba que parecía un abuelillo simpático, a lo que solo habría que añadir: agredido por unos jovenzuelos insolentes y crueles. Pero esta curiosa combinación de amable ancianidad, competencia fingida y victimización no es todo. Como decía, Rajoy renuncia a dar cuenta de su gestión, renuncia a exponerse a la prensa, renuncia a sentarse en una mesa para hablar de qué piensa hacer en los próximos años y con quién. Todo ello le permite danzar sobre sí mismo mientras el universo se colapsa a su alrededor. Esta danza se repetirá en los días previos a la investidura: muchos pensamos que, dadas las circunstancias salidas de las urnas, lo más razonable sería que Rajoy encabezara el próximo gobierno. Cualquiera entiende, no obstante, que ello le exigirá, por la propia situación parlamentaria, dialogar y ceder ante otras fuerzas. Pero Rajoy usará otra vez su magia para obligar a los demás a moverse alrededor de él mientras logra evitar cualquier contacto profano con la realidad que aborrece. Con el obvio respaldo de sus 137 diputados conseguirá hacer invisible la también obvia realidad de que tiene enfrente a 213 diputados de la oposición y a un país que reclama, incluso desde sus propias filas, la renovación de muchas cosas. Él seguirá siendo el agujero negro alrededor del cual giran, mientras son engullidas, las galaxias.
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miércoles, 29 de junio de 2016
Deseo postelectoral
Corría el año 2011 y la crisis era más que incontestable. Tras un final de legislatura socialista desastroso, Rajoy ganaba las elecciones con 10,7 millones de votos y 186 escaños. Los españoles pensaban que era tiempo de cambiar, de dar a los conservadores la oportunidad de enderezar todo aquello que parecía desmoronarse: la prosperidad económica, la cohesión social, la integridad territorial, y no sé cuántas cosas más. Por aquellos entonces, Rajoy daba la sensación de ser un tipo inteligente, de discurso ágil, con una gran capacidad política. Cuatro años después, a muchos se nos presenta como un presidente incapaz, jefe de un partido político corrupto hasta la médula, que deja atrás terribles leyes medioambientales, un elevado desempleo y mucho trabajo en condiciones precarias, una ley contra la libertad de expresión, subidas generalizadas de impuestos, una ley de educación para olvidar pronto y un catálogo memorable de desplantes institucionales. Resulta ilustrativo escuchar uno tras otro dos discursos de Rajoy -en el debate sobre el estado de la nación de 2011 y, ya como presidente del gobierno, en el mismo debate de 2012- para comprobar hasta dónde puede llegar el cinismo, la manipulación, la mentira como sistema.
Sin embargo, el PP de Rajoy ha ganado las elecciones. Lo ha hecho, además, por segunda vez, y de modo aún más contundente que la anterior. No importa qué horrible pueda parecerles a algunos este hecho: su victoria es incuestionable. Con quinientos setenta y tres mil votos más que las elecciones de 2015 y con más de dos millones de votos por encima del segundo partido, el PP ha sido el único que ha mejorado su resultado respecto a la vez anterior: más de cien mil ha perdido el PSOE; un millón, la suma de Podemos e IU; más de cuatrocientos mil, Ciudadanos. Los partidos políticos tuvieron la oportunidad de presentar a la sociedad las propuestas que consideraron oportunas y, por primera vez en la democracia, tuvieron también la oportunidad de mostrar cómo conciben la conformación de mayorías parlamentarias y de acuerdos de gobierno. Después de todo ello, España ha votado mayoritariamente al PP. No importa cuánto me apene esta situación. Personalmente, hubiera preferido que Ciudadanos, un partido reformista y situado ideológicamente en el centro político, tuviera mucha más fuerza de la que tiene hoy. Mis preferencias no importan, como tampoco importan las pataletas de los que solo creen en la democracia cuando sirve para poner a sus pies las instituciones. Hay muchas cosas que aprender de lo ocurrido. Una de ellas es que hay una España que desconocemos, que está más allá de la algarabía de Twitter, de los editoriales de los periódicos, de los debates televisados, de las charlas en la Universidad. Hay muchas Españas que han votado por astucia, por miedo, por rabia, por esperanza, por fidelidad, por hastío, por convicción, por contraste, por quién sabe qué cosas. Un amigo me decía hace poco que no podía votar a Rivera porque le parecía "demasiado pulcro": el corazón del votante es inescrutable. El número de votos, por suerte, no lo es.
Rajoy debería gobernar, y los partidos que no han ganado las elecciones deberían facilitarlo. Por supuesto, ganar no es suficiente y, en una democracia parlamentaria, el PP tendrá que hacer lo que no ha hecho durante cuatro años: construir puentes. Espero que esos puentes impliquen reformas, concesiones que tendrá que hacer a cambio del gobierno, proyectos a medio plazo y políticas ambiciosas. No las que ellos, nuestros políticos, tal vez hubieran querido, sino las que España, que ha hablado por segunda vez, necesita.
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martes, 10 de mayo de 2016
Hannibal abraza a Gramsci
La jugada, maquiavélicamente hablando, ha sido magistral: un grupo de viejos comunistas, muchos de los cuales habían militado en partidos de izquierda radical, ponen en marcha un partido al calor de la crisis y el descontento social. Lo presentan como un partido nuevo y transversal, que no se sitúa ideológicamente en el eje derecha-izquierda, a pesar de lo obvio de su discurso, sus líderes, sus filias y sus fobias, y gran parte de su programa. Como tales recogen el voto de diferentes fuentes del descontento ciudadano para, al final, volver a los cálidos brazos de la Madre Revolución. Fuera de las trincheras hace demasiado frío. El acuerdo es la ejecución del imperativo gramsciano de asaltar el poder en el difícil contexto de una sociedad en la que los comunistas resultan prácticamente extraterrestres. Y es a esto, creo, a lo que, botellín en mano, se refería Pablo Iglesias al anunciar su acuerdo desde la Puerta del Sol citando a Hannibal, el del Equipo A: "me encanta que los planes salgan bien". La cuestión por aclarar es a cuántos de sus votantes les gustará constatar que la regeneración era solo la estrategia de la viejísima izquierda comunista para alcanzar el poder a toda costa.
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domingo, 8 de mayo de 2016
Conmociones
Hoy he leído una noticia que me ha conmocionado, a pesar de que cuando uno vive un tiempo en Dos Hermanas tiende a alcanzar cierta insensibilidad ante lo inverosímil: a uno llega a parecerle normal Melody o Carlos Jesús y hasta se acostumbra a escuchar reguetón saliendo de las ventanas de un carro tuneado en las horas más profundas de la madrugada, o el pasodoble de organillo sonando a todo volumen desde el centro de la plaza hasta la cama. Pero, en fin, a lo que iba: me ha conmocionado la noticia de que el papa del Palmar de Troya, Su Santidad Gregorio XVIII, haya abandonado tan alta dignidad para fugarse con una funcionaria granaína. Lo que me conmociona no es que la mujer sea funcionaria, ni granaína, sino constatar que incluso el más férreo defensor de una creencia ortodoxa pueda perder su fe y abandonarlo todo por una historia -aparentemente bastante corriente- de amor postmoderno. Me ha hecho recordar a la figura del papa jubilado que aparece en la cuarta parte de Así habló Zaratustra: tras largos años sirviendo a Dios, el papa nietzscheano descubre que ha dejado de creer en él. No sé si Gregorio XVIII llegará a tanto. De momento está viviendo una historia de amor mundano que imagino acompañada de cierta angustia en alguien que, hasta ayer mismo, dirigía una Iglesia que considera santos a Hitler y a Franco. Y fue pensando estas cosas como tuve mi última conmoción: me imaginé cuántas personas habrá en el mundo creyendo firmemente una tontería mayúscula en la que podrían dejar de creer por otro motivo aún más tonto. Lo que me conmociona no es que creamos tonterías -que todos lo hacemos- sino que las creamos firmemente sin más motivo que esa conciencia subjetiva de poseer la verdad, conciencia que carece de valor más allá de nuestro propio orgullo. Recordé, impresionado, un texto de Nietzsche que siempre he considerado un bello Evangelio. Al fin y al cabo, son a menudo los apóstatas, y no los conversos, quienes pulen las aristas soberbias de toda fe. “En algún apartado rincón del universo centelleante, desparramado en innumerables sistemas solares, hubo una vez un astro en el que animales inteligentes inventaron el conocimiento. Fue el minuto más altanero y falaz de la “Historia Universal”: pero, a fin de cuentas, sólo un minuto. Tras breves respiraciones de la naturaleza, el astro se heló y los animales inteligentes hubieron de perecer. Alguien podría inventar una fábula semejante y, sin embargo, no habría ilustrado suficientemente cuán lastimoso, cuán sombrío y caduco, cuán estéril y arbitrario es el estado en el que se presenta el intelecto humano dentro de la naturaleza. Hubo eternidades en las que no existía; cuando de nuevo se acabe todo para él no habrá sucedido nada, puesto que para ese intelecto no hay ninguna misión ulterior que conduzca más allá de la vida humana. No es sino humano, y solamente su poseedor y creador lo toma tan patéticamente como si en él girasen los goznes del mundo. Pero, si pudiéramos comunicarnos con la mosca, llegaríamos a saber que también ella navega por el aire poseída de ese mismo pathos, y se siente el centro volante de este mundo”.
viernes, 15 de abril de 2016
Locke y la tolerancia
La Carta sobre la tolerancia de Locke es
una obra muy importante, de esas que marcan y describen perfectamente una época. Un famoso fragmento dice así: "No es la diversidad de opiniones (lo que no puede evitarse), sino la negativa a tolerar a aquellos que son de opinión diferente (que podría ser permitida) lo que ha producido todos los conflictos y guerras que ha habido en la Cristiandad a causa de la religión". Releyéndola hoy para sacar algún texto que usar en clase, me ha asaltado un
pensamiento perturbador. Se me ha ocurrido que, tras la indudable buena fe de
sus ideas, se esconde una superstición: la creencia en que se puede separar lo que el
hombre piensa de lo que el hombre hace, que es posible imponer una divisoria
política entre el ser y el hacer. Por ejemplo: que podemos permitir que el
hombre piense aberraciones, exprese ideas equivocadas, pierda su interioridad,
y que ello no ha de tener repercusión alguna en nuestra convivencia social y
política. Su fórmula sería: “Piensa lo que quieras, pero actúa de acuerdo a las
leyes”. Pero, ¿no muestra precisamente nuestro tiempo que tal cosa es imposible? Desde la violencia de género al terrorismo yihadista, ¿cómo seguir creyendo que se puede mantener la paz entre los radicalmente diferentes con la sola fuerza de una ley abstracta y de unos ideales cívicos que precisamente no todos comparten? Esa idea -que es la esencia misma de la modernidad y que garantiza la separación del espacio público del privado- podría ser entonces un simple mito, uno de los últimos mitos de la Ilustración.
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jueves, 7 de abril de 2016
Emprendedores
Noto últimamente a los medios especialmente proclives a publicar las opiniones políticas y sociológicas de reconocidos expertos como Cristina Pedroche y Antonio Banderas. La primera dijo el otro día algo tan profundo como que ser de izquierdas significa querer el bien de los demás, y el segundo se quejaba hace poco de que los jóvenes españoles prefieran ser funcionarios a emprendedores. Le resulta raro a él que una persona prefiera tener un sueldo y un empleo fijos a arriesgar su vida, su tiempo y sus esperanzas en un proyecto que tendrá que darse de cabeza mil veces contra la Administración y contra la propia naturaleza del sistema. Yo, que soy funcionario, me considero emprendedor: estudié filosofía contra todas las voces que -a excepción de mis padres, benditos sean- me advertían de que moriría pobre y loco. Y, al menos en lo primero, se equivocaron. Pero a lo que iba: lo que más me llamó la atención fue ver a Banderas representando el papel de aquello que Marx consideraba ideología en el sentido más alienante del término: los Zuckerbergs, Gates y Banderas del mundo vienen a decirnos que ellos mismos son el ejemplo viviente de que es posible cualquier cosa, de que la sola voluntad, unida al esfuerzo y al sacrificio, bastan para que cualquier hombre pueda cumplir sus sueños, por muy ambiciosos que sean. En el lema del si quieres, puedes se condensa toda la falsa autoconciencia de nuestro tiempo. La gran mentira del capitalismo. Evidentemente, tras los rostros sonrientes de los triunfadores se esconden las millones de personas a las que la configuración del sistema -en sus diferentes registros, tanto culturales como económicos- impedirá cualquier tentativa de éxito. También allí se oculta que incluso la decisión de emprender no es un acto de la libre voluntad, sino que está ella misma posibilitada por condiciones sociales y económicas a las que no todo el mundo tiene acceso. Así que no me resulta tan extraño que los más listos prefieran dejar dormir sus sueños a la sombra de las palmeras.
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lunes, 28 de marzo de 2016
Filosofía contemporánea para iniciados
Obediente y servicial, ofrezco aquí una lista de libros
para quienes me han pedido -por motivos diversos e inconfesables- introducirse
en las oscuridades abisales de la filosofía contemporánea. Aún estáis a tiempo:
corred, insensatos.
KIERKEGAARD. ¿Quién no querría leer libros titulados como La enfermedad mortal, Temor y temblor o El concepto de la angustia? Tiempo, angustia, muerte, Dios, libertad: los grandes temas de un gran filósofo.
SCHOPENHAUER. El arte de insultar: altamente polémico. Parece Twitter.
NIETZSCHE. Siempre recomiendo El crepúsculo de los ídolos para empezar con Nietzsche. Otras opciones sencillas, pero igualmente valiosas, son El nacimiento de la tragedia o Más allá del bien y del mal.
MARX. Sería un sádico si recomendase El capital. Las obras de Marx son arduas y están llenas de conceptos de economía. Es mejor empezar con El manifiesto comunista, donde Marx quiso divulgar en un lenguaje más sencillo sus ideas.
FREUD. Un buen libro es El malestar en la cultura. Tiene de interesante que contiene las ideas fundamentales de Freud pero, además, las usa en una crítica a nuestra sociedad y sus múltiples represiones. Sexo, violencia y dominación: ¿quién necesita a Christian Grey teniendo a Sigmund Freud?
HEIDEGGER Y SARTRE. Dos obras breves que deben ser leídas una detrás de otra: El existencialismo es un humanismo, y la respuesta de Heidegger a esa obra, su Carta sobre el humanismo. Cómo ser humanos y cómo pensar tras "la muerte de Dios". Polémica filosófica de alto voltaje.
ORTEGA Y GASSET. La rebelión de las masas. Una crítica a los movimientos totalitarios, un gran libro de filosofía política. Otra opción es Estudios sobre el amor. Dicen que Ortega ligaba bastante, pero no esperéis demasiado romanticismo en estas líneas: Ortega es Ortega.
HORKHEIMER Y ADORNO. Un libro bastante difícil, pero fundamental en el pensamiento político del siglo XX: Dialéctica de la Ilustración. Cómo, al intentar comprender la realidad, terminamos dominando y explotando al mundo y a los otros seres humanos.
RAWLS Y HABERMAS. Estos dos importantes filósofos de nuestra época (Rawls murió en 2002, pero Habermas sigue vivo) discuten grandes temas políticos en Debate sobre el liberalismo político.
RORTY. La filosofía y el espejo de la naturaleza es un importante libro que se considera clave en el llamado "pensamiento débil", la "nueva retórica", el "neopragmatismo" y en general la filosofía contemporánea que busca itinerarios nuevos partiendo de la idea nietzscheana y heideggeriana de que la metafísica está bien muerta y enterrada.
SCHUMACHER. No, no se trata del campeón de Fórmula 1 tristemente accidentado, sino del economista alemán que publicó Lo pequeño es hermoso: economía como si la gente importara. Es una obra menor al lado de las anteriores, pero es un hito en el pensamiento ecologista y en la búsqueda de alternativas al modelo económico existente.
KIERKEGAARD. ¿Quién no querría leer libros titulados como La enfermedad mortal, Temor y temblor o El concepto de la angustia? Tiempo, angustia, muerte, Dios, libertad: los grandes temas de un gran filósofo.
SCHOPENHAUER. El arte de insultar: altamente polémico. Parece Twitter.
NIETZSCHE. Siempre recomiendo El crepúsculo de los ídolos para empezar con Nietzsche. Otras opciones sencillas, pero igualmente valiosas, son El nacimiento de la tragedia o Más allá del bien y del mal.
MARX. Sería un sádico si recomendase El capital. Las obras de Marx son arduas y están llenas de conceptos de economía. Es mejor empezar con El manifiesto comunista, donde Marx quiso divulgar en un lenguaje más sencillo sus ideas.
FREUD. Un buen libro es El malestar en la cultura. Tiene de interesante que contiene las ideas fundamentales de Freud pero, además, las usa en una crítica a nuestra sociedad y sus múltiples represiones. Sexo, violencia y dominación: ¿quién necesita a Christian Grey teniendo a Sigmund Freud?
HEIDEGGER Y SARTRE. Dos obras breves que deben ser leídas una detrás de otra: El existencialismo es un humanismo, y la respuesta de Heidegger a esa obra, su Carta sobre el humanismo. Cómo ser humanos y cómo pensar tras "la muerte de Dios". Polémica filosófica de alto voltaje.
ORTEGA Y GASSET. La rebelión de las masas. Una crítica a los movimientos totalitarios, un gran libro de filosofía política. Otra opción es Estudios sobre el amor. Dicen que Ortega ligaba bastante, pero no esperéis demasiado romanticismo en estas líneas: Ortega es Ortega.
HORKHEIMER Y ADORNO. Un libro bastante difícil, pero fundamental en el pensamiento político del siglo XX: Dialéctica de la Ilustración. Cómo, al intentar comprender la realidad, terminamos dominando y explotando al mundo y a los otros seres humanos.
RAWLS Y HABERMAS. Estos dos importantes filósofos de nuestra época (Rawls murió en 2002, pero Habermas sigue vivo) discuten grandes temas políticos en Debate sobre el liberalismo político.
RORTY. La filosofía y el espejo de la naturaleza es un importante libro que se considera clave en el llamado "pensamiento débil", la "nueva retórica", el "neopragmatismo" y en general la filosofía contemporánea que busca itinerarios nuevos partiendo de la idea nietzscheana y heideggeriana de que la metafísica está bien muerta y enterrada.
SCHUMACHER. No, no se trata del campeón de Fórmula 1 tristemente accidentado, sino del economista alemán que publicó Lo pequeño es hermoso: economía como si la gente importara. Es una obra menor al lado de las anteriores, pero es un hito en el pensamiento ecologista y en la búsqueda de alternativas al modelo económico existente.
Creo que es suficiente para empezar. Cuando os sumerjáis en sus oscuras páginas, recordad las palabras de Ortega: "sorprenderse, extrañarse, es comenzar a entender".
viernes, 25 de marzo de 2016
Política y racionalidad
De entre los
aburridos filósofos que, a lo largo del siglo XX, se dedicaron a la ciencia y
al lenguaje científico, hay uno que me resulta muy simpático. Se trata de Karl
Popper, judío austriaco, converso al liberalismo, apóstata del comunismo y el
psicoanálisis, y nombrado sir por la
reina Isabel II. Popper decía que el criterio para definir una teoría como
científica y racional es la falsabilidad, es decir, que la teoría esté
formulada de tal manera que se pudiera encontrar al menos un hecho que la
desmintiese. Consecuentemente, la racionalidad no consiste en intentar confirmar
nuestras teorías, sino en intentar refutarlas. Ello implica, además, que nunca
estamos en posesión definitiva de la verdad: la ciencia, la racionalidad, es un
proceso siempre incompleto, una aproximación infinita. Así, la física de
Einstein es científica porque predice un montón de acontecimientos que, de no
suceder, refutarían completamente la teoría. La teoría arriesga y en ese riesgo
asumido revela su racionalidad, pues solo se mantiene en la medida en que,
exponiéndose a la crítica, no sucumbe a ella. También el marxismo es una teoría
científica: describe las leyes que determinan el funcionamiento de la realidad
histórica y, como consecuencia de ese funcionamiento, predice tendencias y acontecimientos
que no se han cumplido. La teoría de Einstein es una teoría científica no
refutada de momento, mientras que la teoría de Marx es una teoría científica
que ya ha sido refutada. Como el geocentrismo, el galvanismo o la creencia en
el éter supralunar.
Popper decía que
el marxismo murió de marxismo: fue una buena teoría que predijo el advenimiento
de la dictadura del proletariado y la posterior disolución del estado como
expresión del dominio de una clase social privilegiada. Pero con la dictadura
del proletariado llegaron el hiperestatalismo, la dominación brutal, el
exterminio, la guerra, la bancarrota. Stalin, Mao Zedong, Castro, refutaron a
Marx. Por eso hizo bien el PSOE cuando, en el año 79, abandonó el marxismo como
ideología del partido y lo transformó en un mero instrumento discursivo más.
Ocurre, sin
embargo, que cuando una teoría es refutada, la inmensa estructura de poder
montada a su alrededor se rebela para evitar su propio declive. Siempre ha sido
así: la Inquisición contra Santo Tomás, los dominicos contra Galileo, los
creacionistas contra Darwin. Quienes viven del chiringuito de una teoría se
resisten a reconocer su ruina. A partir de ese momento, el carácter científico
de la vieja teoría desaparece completamente. Se la intenta apuntalar con los
modos de un fanático enfervorecido que quisiera reconstruir con sus propias
manos un templo arruinado. Es difícil mantener la honestidad cuando uno asiste
al crepúsculo de sus propios ídolos.
Ya no queda nada del marxismo como teoría científica. Entonces, sociológica
y políticamente hablando, lo que hay es el marxismo como espacio simbólico al
que referir un cierto sentido de la identidad, el marxismo como etiqueta, como
estética ideológica, como postureo. Es decir, el marxismo degradado a ideología
en el sentido marxista. El marxismo como sacralidad, como templo, como Kaaba,
como pueblo elegido, más allá del cual están los infieles, los impuros, los
idólatras. Y dentro de ese universo intelectual y emocional se dan cita todas
las actitudes reaccionarias que precisamente el marxismo combatió con las
herramientas críticas del hegelianismo: los sentimientos identitarios, la falsa
conciencia de clase, la victimización arbitraria, el desconocimiento del
sistema económico. Y entonces lo que tenemos es un marxismo degradado que
continúa insistiendo en las nacionalizaciones, en una errónea concepción de las
relaciones con las confesiones religiosas, en la estatalización, en
el control político de los medios, en la alienación ideológica, en el discurso
de la lucha de clases. Y así es como algunos siguen viviendo del marxismo en la
política española, insistiendo en el error como si no hubiera pasado nada, como
si no supiéramos ya adónde conduce y como si no se hubiera convertido, por la
evidencia de la sangre y de la bancarrota, en el fantasma de una ciencia
fracasada.
Etiquetas:
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racionalidad,
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Obra de arte total Sevilla
Las
fiestas de una ciudad son, de algún modo, las fiestas de su fundación. Una
ciudad se crea –y se recrea– en sus fiestas. Por eso la Semana Santa de Sevilla
es una dramatización de sí misma, cuyo escenario lo constituye la ciudad
entera, jerarquizando los espacios según un orden moral históricamente
impuesto, recreando las condiciones originarias de la fundación, reuniendo a
los ciudadanos fuera de los límites del orden económico convencional (marcado
por la división del trabajo) e intensificando los lazos sociales por medio de
una sorprendente y genial catarsis estética.
Mircea
Eliade hizo famosa la idea de que la religión era, ante todo, la erección de un
tiempo y un espacio sagrados. En nuestro caso, el centro de la ciudad,
normalmente destinado a los edificios públicos y al comercio, se convierte en carrera oficial, y las zonas más
históricas de la urbe se vuelven escenario de un espacio de sacralidad
compartida. Otro gran teórico de las religiones, Rudolf Otto, interpretó la
religión prescindiendo de categorías morales y racionales, y se centró en
aquello que dio en llamar “lo numinoso” (una especie de emoción ante lo
sagrado, la fuerza que late oculta bajo los objetos santos). Si unimos ambas
definiciones, la religión vendría a constituir una división simbólica del
espacio y el tiempo por medio de una experiencia de aquello que escapa a la
razón y “sobrecoge”. En cierto sentido, ambas posiciones, la de Eliade y Otto,
nos colocan en los límites: pues el espacio y el tiempo se racionalizan solo en
la medida en que erigen fronteras más allá de las cuales no hay espacio ni
tiempo, sino naturaleza, oscuridad, caos, o divinidad.
¿Sirve todo esto para clarificar y
comprender lo que ocurre en la Semana Santa de Sevilla? ¿O aquí estamos, sin
más, ante una performance propia de
una ciudad en la que se suceden sin conflicto la Semana Santa, los conciertos
de rock, la feria de Abril y la Cabalgata del Orgullo Gay? ¿O es que se trata
de la pervivencia de un rito rural en una ciudad aún no plenamente consumida
por la industrialización? ¿Debemos decidirnos entre autoridad tradicional u
ocio urbano? ¿Entre coacción religiosa o libertad hedonista?
Es
curioso, para empezar por lo aparentemente anecdótico, que aquí se celebre la
Pasión y la Muerte de Cristo, pero apenas haya referencias al misterio
cristiano celebrado por la Iglesia estos días: el Domingo de Resurrección pasa
relativamente desapercibido. Ese día no culmina el sentido de la Pasión, pues
la Pasión se explica por sí misma. El sacrificio mismo es lo que conmueve y, de
acuerdo con los esquemas de la religión natural, lo que compensa la culpa y la
salda. Lo que se persigue aquí es únicamente participar en el drama estético de
la Pasión: la emoción (la conmoción) ante el Señor sufriente es la única
redención, pues el que sufre injustamente por nosotros es digno de máximo amor,
de máxima reverencia. En cierto modo, no es la Resurrección lo que diviniza la
figura de Cristo, sino el sufrimiento que inmerecidamente sufre, por un lado, y
su majestad estética sobre el paso y sobre la ciudad entera, por otro.
Estamos ante la construcción colectiva de
una obra de arte total: la gente acaricia el paso antes o después de
persignarse, la ciudad huele a incienso y a azahar, los cirios se reflejan
sobre el ladrillo rojo de los viejos edificios de Triana y sobre los muros de
la Catedral. En cierto modo, podría decirse que el aspecto más teológico de la
Semana Santa de Sevilla es el hecho de que reactualiza el misterio nuclear de
la fe cristiana: la Encarnación. Todo el ritual estético-religioso en que
consiste está encaminado a encarnar lo sagrado en formas sublimes y numinosas,
y hacer de este un foco de emotividad y cohesión colectiva.
Hace unos años se publicó en España “Obra
de arte total Stalin”, de Boris Groys, donde el autor germano-ruso retrataba el
devenir del arte soviético desde el punto de vista de su aspiración
totalitaria: el arte debía manifestar estéticamente la plenitud moral de la
utopía socialista. Aquí, en una Sevilla que crece entre lo sagrado barroco y lo
profano postmoderno, la obra de arte total es la representación colectiva de
una ciudad que se reconoce a sí misma en el espejo de la Pasión con mayúsculas
y de las pasiones con minúsculas. La ciudad de Sevilla está indisolublemente
unida a un trato estético-festivo con lo divino, en el que este deja de ser una
instancia judicial ante la que pedir (y rendir) cuentas, transformándose, en
consonancia con el proceso mismo de la “modernidad líquida” (Bauman), en un
objeto de contemplación, de disfrute estético y de consumo social. Una
contemplación que tiene la forma de un contacto físico, corpóreo con lo
sagrado. Es el modo como la ciudad de Sevilla realiza social, estética,
artísticamente, la afirmación de Cristo: “Este es mi cuerpo”.
(Sevilla Report, 2014, actualmente inaccesible)
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