jueves, 12 de noviembre de 2015

Catorce falacias del independentismo

Una falacia es un argumento que viola las reglas de la lógica. Los profesores de filosofía las explicamos en clase a nuestros alumnos para que estén atentos a los malos hábitos de nuestros políticos y tertulianos. Hay falacias de muchos tipos y casi todas proceden del hecho de que la gente tiende a utilizar la razón para apoyar lo que interesadamente le conviene a cada uno. Para entendernos, la falacia es a la lógica lo que la prostitución al amor y la esclavitud al trabajo: una forma más de dominación que pervierte y degrada en beneficio propio lo que podría ser una oportunidad de libertad. Veamos algunos ejemplos en nuestro conflicto político más candente.

1. La falacia de la ventana rota. La propone Bastiat en el siglo XIX: un niño rompe la ventana de un comerciante y, aunque lo lógico sería compadecer al comerciante, el argumentador falaz convence a la gente de que, en realidad, la acción del niño obliga a comprar una ventana nueva, lo que es bueno para el cristalero, que a su vez comprará otras cosas con ese dinero y, finalmente, redundará en beneficio de todos. Al final, la infracción es presentada como un bien social, de la misma manera como los procesistas tratan de convencernos de que la violación de la ley responde a una acción bondadosa cuyas consecuencias serán estupendas, y de que romper la ventana nos beneficia a todos.

2. Ad nauseam. Tal como suena: la técnica consiste en repetir mil veces algo hasta el agotamiento, de manera que se produce la certeza emocional de que ese algo es así, sin aportar un argumento verdadero que lo sostenga. Se consigue, por ejemplo, repitiendo consignas una y otra vez hasta que estas se convierten en lugares comunes que todo el mundo da por sentados. Del “España nos roba” al “nada más democrático que poner las urnas”, las grandes consignas del independentismo no aguantan la confrontación con la realidad: tributar más por producir más no es ser robado, y la democracia no consiste en votar sobre cualquier cosa de cualquier manera.

3. Ad populum. Es un argumento típico en las concepciones degradadas de lo que es la democracia y se repite mucho a la hora de exigir “derechos”. Consiste en basar la verdad en la convicción de un grupo cualitativamente numeroso. Si tanta gente considera que tiene derecho a crear un nuevo estado vía referéndum, debe ser verdad. Obviamente, esto es tan arbitrario como afirmar que un municipio de seiscientos habitantes tiene derecho a eso mismo. En los estados democráticos, los procedimientos de toma de decisiones están legalmente determinados.

4. Ad ignorantiam. Razona así: “No vamos a salir de Europa, no vamos a dejar de usar el euro, no vamos a perder nuestra nacionalidad, no vamos a hundir el país en el caos administrativo ni la economía va a verse dañada, y la razón de todo ello es que nadie ha demostrado lo contrario”. En efecto, basar una afirmacion –especialmente sobre futuribles– en el hecho de que nadie ha demostrado lo contrario permite defender fenómenos paranormales tan diversos como el independentismo, los extraterrestres y la vida inteligente en Gran Hermano.

5. Mi madre me dice que coma sano. Puedo responderle que es una persona autoritaria que no quiere que disfrute libremente de la variedad gastronómica que me ofrece la vida urbana. Pero si lo hago estoy cometiendo la falacia del hombre de paja, que consiste en convertir al adversario –tergiversando la realidad– en un pelele fácilmente vapuleable: así, en lugar de afirmar que el gobierno autonómico tiene límites en el ejercicio del poder, puedo decir que “los catalanes somos inquilinos de un casero hostil” (Artur Mas), o en lugar de decir que hay un conflicto de competencias, puedo afirmar que “España ha declarado oficialmente la guerra a Cataluña y a partir de ahora los combates serán directos, feroces y diarios” (Víctor Alexandre), y también puedo, en vez de reconocer la realidad tributaria de un país, exclamar indignado que “no tenemos que pedir limosna a los ladrones” (Alfons López Tena). Suele funcionar bastante bien.

6. Post hoc ergo propter hoc. Suena como una cafetera cayendo por unas escaleras, pero es el nombre de la falacia más querida por el pensamiento mágico: un tipo en taparrabos mueve unas maracas, después cae la lluvia, ergo... el tipo en taparrabos es un poderoso chamán capaz de hacer llover. La razón de que Cataluña quiera la independencia es el hecho de que una vez fue un reino autónomo. Dejando al margen lo cuestionable del dato histórico, es obvio que el deseo de independencia es mucho más reciente y tiene que ver con causas bien distintas a una mera causalidad histórica que no tiene relevancia en el Reino de Navarra ni en el de Granada, por ejemplo.

7. Petición de principio. Es un argumento circular que da por supuesto aquello que pretende demostrar. El nacionalismo –y su fiel aliado, el autodeconstruido socialismo catalán– afirman que la necesidad de la independencia viene causada por las acciones del gobierno central, pero ocultan que esas acciones a su vez fueron causadas por una política que buscaba deliberadamente el conflicto. La estrategia nacionalista es: crear un problema, provocar una reacción y luego decir que la reacción ha provocado el problema.

8. La falacia de la falsa analogía es muy habitual en política. La usó Rajoy cuando dijo aquello de que la economía de un país es como una casa: no se puede gastar lo que no se tiene. En esa línea de comparaciones arriesgadas, los independentistas argumentan que la relación entre España y Cataluña es como un matrimonio en el que uno de los cónyuges quiere forzar al otro a mantenerse en una relación que ya no desea. La analogía podría hacerse con un padre que quiere romper el matrimonio sin hacerse cargo de los hijos, con una aldea que decide prenderse fuego con el cincuenta y tantos por ciento de los votos o con cualquier otra ocurrencia que, en realidad, no hace más que desvirtuar la complejidad del problema y llenar las cabezas de la gente de una indignación injusta. Lo cierto es que un Ayuntamiento está subordinado a una Comunidad Autónoma como esta lo está al Estado y este a los organismos y tratados internacionales. Es precisamente la fragmentación del poder lo que garantiza un estado democrático. Los independentistas quieren un poder absoluto. Al no aceptar un límite al propio poder ni una autoridad de mayor rango, son absolutistas, es decir, reaccionarios. Pero una buena falacia siempre sirve para disimularlo todo.

9. La incoherencia no es propiamente una falacia, pero sí una condición que imposibilita el discurrir lógico. Incurren en ella quienes pedían respeto a la legalidad y a las instituciones cuando el pueblo indignado cercaba el Parlamento de Cataluña pero ahora afirman, en nombre del pueblo, que no tienen que respetar la legalidad ni las instituciones.

10. Lo mismo ocurre cuando utilizamos en la argumentación conceptos abstractos o metafísicos que no tienen un referente claro en la realidad empírica. La voluntad de los ciudadanos puede medirse, hasta cierto punto, en unas urnas. Pero que a los nacionalistas la voluntad popular les importa bastante menos que una concepción metafísica de lo que son España y Cataluña lo evidencia el hecho de que Joan Tardá afirmara hace solo un año que “cuando hayamos proclamado la república en Cataluña seguiremos viniendo al Parlamento español, por supuesto; porque hay dos territorios, el País Valenciano y las Islas Baleares, dos territorios de los Países Catalanes, que seguirán siendo todavía territorio del Estado español”.

11. Falacia naturalista. La proponen los filósofos británicos para criticar el empeño en identificar lo bueno con “lo natural”, como si de un determinado tipo de realidad pudiera deducirse el bien. Es muy propio de ciertas morales religiosas: la homosexualidad no es natural, luego debe ser mala. Para entender en clave independentista esta identificación metafísica entre bien y naturaleza baste recordar las palabras de Josep María Pelegrí: “Comer en clave catalana es comer en clave saludable”. Y a la inversa: si el bien emana del ser catalán, el mal emana necesariamente del ser español, que es su antítesis metafísica: “La corrupción en Cataluña es una consecuencia de su españolización en las últimas décadas” (Salvador Cardús).

12. Falacia de la alegación tendenciosa, que yo llamaría, para nuestro caso, la falacia del conquistador. Es el argumento más viejo y también el más falaz. Identifica a Cataluña –o al País Vasco o whatever– como un territorio ocupado, colonizado por una potencia imperialista. La falacia consiste en seleccionar los datos que confirman la propia tesis (la guerra de Cataluña en 1714, por ejemplo) mientras se obvian aquellos hechos que desmienten la propia tesis (por ejemplo, el abrumador apoyo de Cataluña a la Constitución del 78 o el hecho de que fue una guerra –imperialista, ¿o esta no?–  la que llevó a Jaime I el Conquistador a conformar eso que ahora los nacionalistas asumen como su nación, la de los Països Catalans).

13. Además de las falacias lógicas, existen ciertas actitudes argumentativas que podríamos llamar falacias psicológicas. La que voy a explicar ahora aclaro desde ya que no existe en ningún tratado de lógica yo la llamaría la falacia del chivo expiatorio. Si hay una barbaridad intelectual que no falta en la historia de las barbaridades políticas es esta. La explica muy bien Girard en su famoso libro del mismo nombre. Se trata de coger a un pueblo en un mal momento –económico, social, político– y convencerlo de que sus males tienen un culpable fácilmente identificable: el chivo expiatorio. Toda la frustración, el descontento y la rabia –hasta entonces metidos en la olla exprés del resentimiento colectivo– ya pueden salir al exterior en una dirección bien dirigida. Es el momento de la euforia, de las masas, de la barbarie.

14. La mentira del independentismo no nacionalista. Se trata de otra desviación psicológica. Decir que odias a tus vecinos y que te sientes superior a ellos es políticamente incorrecto, algo que uno no puede reconocer ni ante sí mismo, y solo pensable en conflictos bárbaros como los de Palestina o Ruanda, donde la gente termina tirándose granadas y amputándose miembros con machetes. Así que se dice: “no tenemos ningún problema con el pueblo español”. O, en palabras de la CUP, “no somos nacionalistas, sino independentistas”. Pero a menudo los argumentos son la superestructura intelectual que oculta la estructura emocional de la repulsa etnicista. Esto se ve en el hecho de que Barcelona y su cinturón industrial no piden independizarse de Cataluña a pesar del enorme dineral que invierten en subvencionar la Cataluña rural: allí no se ha inducido el veneno del cálculo fiscal para justificar la segregación nacional. El independentismo, como sus prestos aliados de la extrema izquierda, considera a España una mezcla de cosas casposas de la que hay que escapar: ejército, tauromaquia, personajes grotescos y corrupción política. En el fondo de la caverna psicológica nacionalista una voz dice: “Nosotros seremos diferentes porque... siempre hemos sido diferentes”.