sábado, 29 de enero de 2011

¿Qué fue de los rusos? Un apunte sobre Florenski

Entre las noticias más leídas en el diario El Mundo están, como era de esperar, que ya hay peli porno inspirada en las orgías de Berlusconi y que Shakira se va a vivir a Barcelona. Sin embargo, un poco más abajo puede encontrarse -bien visible además- un artículo dedicado al estado de la literatura rusa actual en el que se refieren algunos de los autores más representativos del pasado (Dostoievski, Nabokov, Pasternak...). El artículo, que lamenta la tradicional falta de traducciones en castellano realizadas directamente del ruso así como la relativa ausencia de literatura rusa actual en nuestras librerías, me ha hecho pensar en el tristemente olvidado Pavel Florenski, al que no se cita. No quiero polemizar con ello: sin duda no aparece allí porque Florenski no fue novelista (sin duda, una de las pocas cosas que Florenski no fue).

Y es que este impresionante genio, al que dedicamos en Númenor un monográfico (descargable en pdf aquí), fue un sacerdote, matemático, químico, filósofo..., cuyas obras se las vieron con la censura del régimen soviético, sufrió en numerosas ocasiones la represión policial, y terminó ejecutado después de pasar los últimos años de su vida en un gulag. Uno no puede repasar la lista de sus obras sin sentir un escalofrío ante lo titánico de su trabajo intelectual: entre los innumerables títulos dignos de mención, cito brevemente un par de obras tan profundas y heterogéneas como el estudio La perspectiva invertida, en torno al icono bizantino y el arte en general, y definido por Groys como "postsuprematista"; o Pensamiento y lenguaje, sobre el ritual ortodoxo y el lenguaje bíblico; además de sus incontables estudios científicos.

El artículo de Boris Groys que traduje para el monográfico de Númenor ("Entre Bizancio y el futurismo") concluye con las siguientes palabras: "Veinte años tuvieron que pasar tras la muerte de Florenski para que sus escritos fueran divulgados por el samisdat y empezaran a ser cada vez más leídos. Sobre todo tuvieron una recepción entusiasta en los círculos artísticos: Florenski abrió para muchos el camino que permitía unir la vanguardia rusa con la tradición reprimida de la espiritualidad rusa, y liberar así la “verdadera esencia” de la pintura y la poesía vanguardistas frente a las aspiraciones del socialismo utópico que condujeron a la vanguardia a la cercanía de la ideología soviética y a comprometerse con ella. Hoy en día, Florenski es honrado en Rusia como pensador y mártir, y asumido ideológicamente por todas partes: también por quienes quieren comprender y valorar sus convicciones conservadoras, pero no sus preferencias y opiniones estéticas".

Filósofos (1917), obra de Mijaíl Nésterov: en ella aparece Pável Florenski, de blanco, junto a Sergéi Bulgákov

domingo, 23 de enero de 2011

Bien e Ilustración

Habitualmente damos por supuesto que moralidad y racionalidad van, de un modo u otro, unidas: por ejemplo, que el desarrollo de una cultura científica y antisupersticiosa trae consigo una mayor sensibilidad hacia la dignidad de nuestros iguales, y que, por el contrario, la credulidad y el dogmatismo sólo traen consigo crueldad y servidumbre. A este respecto, quiero compartir un par de textos que siempre me han dado que pensar: no sólo para leerlos en relación a ese prejuicio que acabo de exponer someramente, sino para constatar -no sin asombro- qué distinto resultado tiene la cuestión racial en un pensador ilustrado, defensor del universalismo moral y de la moralidad de la razón, frente a un Papa renacentista, de dudosa reputación, nepótico y promotor del Índice de libros prohibidos, entre otras cosas. Ahí van:

"La humanidad encuentra su mayor perfección en la raza de los blancos. Los indios amarillos tienen un talento menor. Los negros están muy por debajo, y en el lugar inferior está
una parte de los pueblos americanos (...) Tan fundamental es la diferencia
entre estas dos razas del hombre y parece ser tan grande al considerar
las capacidades mentales, como al considerar el color". Y en otro lugar: "Los negros de África carecen por naturaleza de una sensibilidad que se eleve por encima de lo insignificante" (Kant, Observaciones sobre lo bello y lo sublime, 1764).

"Nos pues, que aunque indignos hacemos en la tierra las veces de Nuestro Señor, y que con todo el esfuerzo procuramos llevar a su redil las ovejas de su grey que nos han sido encomendadas y que están fuera de su rebaño, prestando atención a los mismos indios que como verdaderos hombres que son, no sólo son capaces de recibir la fe cristiana, sino que según se nos ha informado corren con prontitud hacia la misma; y queriendo proveer sobre esto con remedios oportunos, haciendo uso de la Autoridad apostólica, determinamos y declaramos por las presentes letras que dichos Indios, y todas las gentes que en el futuro llegasen al conocimiento de los cristianos, aunque vivan fuera de la fe cristiana, pueden usar, poseer y gozar libre y lícitamente de su libertad y del dominio de sus propiedades, que no deben ser reducidos a servidumbre y que todo lo que se hubiese hecho de otro modo es nulo y sin valor, [asimismo declaramos] que dichos indios y demás gentes deben ser invitados a abrazar la fe de Cristo a través de la predicación de la Palabra de Dios y con el ejemplo de una vida buena, no obstando nada en contrario" (Pablo III, Sublimis Deus, 1537).

viernes, 21 de enero de 2011

Walking T.

Me llega por correo electrónico un breve relato digno de lectura. He pedido a su autor -al que, por su santidad y compasión hacia todas las bestias, llamaremos Francisco de T.- que me deje reproducirlo aquí. Y así lo hago. Es un poco extenso, pero yo lo he disfrutado mucho, y merece la pena si queréis haceros una idea de cuán dura es la vida que llevamos los exiliados in hac lacrimarum valle llamado T. Ahí va:

WALKING T.

Hoy he ido al médico. Me llevó mi cuñada en coche. Me bajé en la rampa del ambulatorio, frente a las escaleras que dan acceso a la puerta de entrada. La puerta no es automática. Entraba y salía gente. Yo con mis dos muletas me acerqué y esperé con la inseguridad de que no podía resistir un leve empujón, ni de la gente ni de la puerta con muelle. Nadie me cedió el paso ni se ocupó de abrirme la puerta.
La salida fue penosa, comprobé que la distancia que puedo recorrer no va más allá de un pasillo de un piso normal. Después de veinte metros noto la dureza del suelo golpeando mis muñecas que empuñan las muletas, y el peso muerto de mi cuerpo sobrecargando la pierna buena. Me fui a desayunar a una cafetería cerca del ambulatorio. Me dispuse a sentarme en una mesa más amplia que estaba al fondo del local, apenas ocupado, sólo por mujeres. Al otro lado de la barra un hombre grande, con cara de amargado. Pedí mi cruasán y un café con leche. No vi un atisbo de amabilidad ante la torpeza de mi invalidez. Parsimoniosamente me levanté a coger la prensa. Un Interviú y la Razón era la prensa nacional que había, cogí los dos. Quise disfrutar de pequeños placeres del pasado. Una cafetería aceptable, un cruasán, prensa, tiempo libre. Como en los tiempos de Procurador, mucha cafetería rellenando, entre estrés y estrés, la espera de los juicios. Ojeo el Interviú sin atreverme a detenerme en la chica semidesnuda, los artículos hablan de la Eta y de que Fraga permitió las negociaciones con la banda; que el “sinfein” aconsejaba a los batasunos tener tres hijos por aberchale y así en veinte años ganarían las elecciones; el escándalo del dopaje en el atletismo; que si un hijo de un nazi protegido por Franco es un corrupto de Málaga... Llego a las páginas de la chica desnuda del todo y ni me atrevo a abrirlas del todo, además me gustaba más la actriz... Se van todas las mujeres como si hubiese sonado una sirena. El local queda vacío. Sigo con mi cruasán y con la Razón. La portada no me seduce mucho. La paliza del consejero murciano. Dice que fue alentada por la izquierda... No me suena a noticia reciente. Miro la fecha del periódico ¡y es de hace tres días! La ilusión del pequeño placer de mi desayuno casi urbano se desinfla, no sé muy bien porqué. Tampoco ha pasado nada objetivamente malo. Pido la cuenta y me da el cambio sacándolo del bolsillo y lo deposita todo de un golpe en mi mano. No sé tampoco porqué me entristece la situación. No sé si me hacía ilusión que me hubiesen puesto la nota en un platillo con la vuelta. No sé si se trata de los detalles y no del cruasán, que estaba bueno, pero es todo extraño, sin sabor, triste. La cara ausente del camarero, ni una palabra recitada de su oficio. De su rito. Del rito obligado.
Llego penosamente a la puerta tampoco automática y con torpeza, la justa, salgo a la calle. La niebla en vez de levantarse se ha caído aún más, a plomo sobre la acera y mis hombros. Antes de levantarme de la mesa llamé por el móvil a un taxi.
-Buenos dias, quería un taxi. Estoy en Don Gelato en la calle Antonio Huertas. -Es que voy a Ciudad real, pero usted a dónde va? No entiendo bien el diálogo, pero le respondo. -Voy al Aldi, enfrente. -Es que estoy conduciendo, tiene usted el otro número? -Sí, sí, lo tengo. -Pues llame a ese, es que yo ahora no le puedo atender. Me habla como si estuviese muy ocupada y no logro imaginármela en la autovía que lleva a Ciudad Real, que es monótona y recta como un desierto. Salí del local y a pesar de la niebla y de las muletas me pareció bien caminar un poco. Los pasos pronto se me hacen interminables. Me detengo en una esquina fácil para que se detenga el taxi sin alterar el tráfico. La acera desierta. Sólo una señora con un andador de anciana se cruza conmigo. Los dos torpes nos cruzamos lentamente. No sé porqué espero una mirada de complicidad. Apenas me mira, pero por un instante lo hace. Su mirada es entre torva e inexpresiva. Me viene a la cabeza la serie walking dead. Apenas sería preciso maquillarla. La niebla ya me pesa el corazón. Me apoyo en la esquina del Soho, pasan dos magrebíes -dos moros, de mauri, los llamaban así los romanos, no es despectivo-. No sé por qué imagino que me dan una paliza al verme indefenso. Pero la verdad es que ni los miro, y ellos a mí tampoco.
Llamo por el móvil al otro número de teléfono. No se oye bien. -Por favor me puede mandar un taxi a la calle Monte esquina Don Antonio Huertas? -Usted cómo se llama? Me sorprende la pregunta pero hace tiempo decidí adaptarme a este pueblo, al menos no oponer resistencia, así que la acepto y dócilmente le respondo. -Francisco. Insisto. -Me puede mandar un taxi a la calle Monte? Me responde como estresada y le reconozco la voz. Es la misma mujer de antes. -Pero no estabas en otro sitio? Me sorprende la pregunta y que sea la misma mujer. -Perdone creo que he hablado con usted hace un momento. -Sí, es que tengo yo los dos teléfonos. Me pareció que lo decía entre una sonrisa como si le hiciese gracia, o es una proyección de mi lógica. Ella insiste. -Pero no estabas en otro sitio? Sigo sin entender el interés de la pregunta e insisto en dónde estoy. Finalmente me rio, pero sarcásticamente y digo: Esto es increíble, coger un taxi en T. es imposible. Se acelera a responderme, ya no le interesa dónde estaba antes, y me parece un poco ofendida por mi espontánea exclamación. -Ya me ocupo y le mando un taxi. Sigue con un tono de urgencia, como de prisa o estrés. Y yo vuelvo a imaginar la autovía a Ciudad Real, desierta, recta, sin más movimiento que los mojones monótonos que van quedando atrás como a cámara lenta. Yo le digo que llevo dos muletas. Se me ocurre darle ese detalle, aunque en la calle Monte no hay nadie, ni parece que lo vaya a haber.
Bueno, pues ya está. A ver cuánto tarda en venir. No tengo prisa. Observo algún coche que pasa. Noto cada vez más la humedad de la niebla. Pasa un buen rato. Deseo que los coches que pasan de tarde en tarde sean mi taxi. Al rato suena mi teléfono. Pienso que será mi mujer. Pero no, es la mujer otra vez. -Cuanto lo siento, no hay ningún taxi en las paradas, lo lamento además estás cojo, no? Me lo dice como si fuera una tendera que quiere que vuelvas al día siguiente. Yo me despido con amabilidad. -No se preocupe, no importa, no importa, adiós. Buf. Me alivia que no voy a volver a hablar con ella. Que se acabó el trance.
Qué más me da. No tengo prisa. Voy a caminar, quizá poco a poco... Pero cada metro que avanzo es una victoria costosa. Es imposible. Vuelvo sobre mis pasos. La cafetería de origen me parece que está lejísimos. Me sobrepongo. Ahora entiendo el reproche de la empresaria de taxis. Quién me mandó a mí moverme de sitio. Poco a poco. Se me ocurre que en el ambulatorio, al pie de la rampa hay una marquesina de bus. No está lejos, me sentaré y ya veremos, porque estoy un poco cansado. Ahora que es mi destino la miro con detalle. Quizá vengan las líneas y los horarios. En realidad no lo espero, pero no sé, uno a veces quiere creer. No hay nada, ni un letrero ni una pegatina. La mayoría de los cristales están rajados, y todos emborronados con espray de grafitero sin pulso y opacos de letreros arrancados. Nada que se parezca a un horario. Intento sentarme como puedo. El asiento es un madero estrecho, como una traviesa de tren de vía estrecha, por la espalda me entra frío. El cristal que parecía limpio sencillamente no está. Llamo a mi mujer. -"Lo siento, a ver si puede ir mi hermano a recogerte. Mi madre dice que a y veinte o a y media pasa el autobús, refúgiate en algún sitio mientras tanto". La niebla me había calado poco a poco y estaba aterido. Así que subo la rampa, las escaleras, la puerta manual. Esta vez me la abre un pedigüeño rumano que ha empezado su jornada en la puerta del ambulatorio. Reconozco que no tengo intención de darle una propina. Me mira con amabilidad de marketing, pienso. Otra vez la sala de espera. Y la calefacción. Observo a la gente. Un pesimismo difuso me inunda como la niebla, por dentro. Esas miradas. Esos hombres de faz tan dura. Pienso en la Guerra Civil, en el odio y las muertes que aquí ensangrentaron la tierra de forma más despiadada. Pienso que los imagino fácilmente empuñando un arma y disparando. Llega la hora. Vuelta rampa abajo. Vuelta a la marquesina. No hay nadie. Al poco llega un hombre. Se va a sentar; parece que va a saludarme. Me adelanto y le saludo yo. -"Buenos días". Silencio. Pasan segundos. Cuando ya no espero respuesta espeta: -"Los cojones de buenos días". No me altero, creo que he comprendido lo que quiere decir. Le respondo. -"Ya, la niebla. Me mira el pie sin zapato, abultado por la venda". -"Cuidado con la escayola, el frío es muy malo, yo llevé escayola, mi madre es de Salamanca...". Yo intenté por un momento pensar que no era de aquí, que sería de Salamanca, que aunque tosco sería amable. -"Diecisiete bajo cero, tuvieron que ponerme bolsas de agua caliente para calentar la escayola". Pensaba que podría decirle que yo no llevaba escayola, que era una venda. Pero ya no dejó de hablar. Vino otro señor a la parada, su retahíla cambió de destinatario y de tema. Ahora era la política. -"Zapatero vale poco, pero los otros.... son hijos y nietos del franquismo. ¿Para qué quiere Rajoy ganar si hay cinco millones de parados? Tienen el poder económico y ahora quieren el político". Yo hace tiempo que ni le miro ni le asiento, apoyo la cara en las muletas.... Llega el autobús. Casi todos llevamos bastón o muleta. El conductor va dejando a la gente en sus portales. Parece que todos son habituales. Hay una mujer coja que no habla, es como muda o demente, pero da gritos agudos de vez en cuando. Es anciana, me cedió el paso con otro grito. No me gustan los gritos, pero me agarro a él para no desfallecer. Me siento triste. No sé si es por la niebla, cada vez es más espesa aunque son las doce del mediodía. El autobús da vueltas y vueltas, aunque casi no hay pasajeros, y no hay paradas. Sale del pueblo, para en el hospital, y sigue dando vueltas y vueltas. Finalmente voy reconociendo las calles. Ha pasado mucho tiempo. Llega mi esquina. Abre las puertas. Echo de menos un escalón bajo que tienen los autobuses, hoy realmente lo necesito -me dijeron que lo tiene pero que nunca lo tienden, será parte de la rehabilitación, pienso-. Ha parado justo encima de un parterre embarrado, entre una alcantarilla y el bordillo muy alto del parterre. Me paro concentrado en decidir dónde voy a poner mi pie sano. Lo logro con alivio. Me alegra verme en mi acera. Paso a paso. A mi refugio, a mi invalidez, a no salir de casa. Poco a poco, llego a casa. Mi casa. Qué cansado estoy, y qué triste.

jueves, 20 de enero de 2011

Esperar y perder

De aquello hace ya siete años. Yo tenía, por tanto, veinticinco. Pero los largos días neblinosos en La Mancha me han traído de repente aquella imagen: camino por el Türkenschanzpark, que mi querido y ya fallecido profesor Manuel Pavón me había descrito como "el más hermoso de Europa". Los árboles están robustos y verdes como nunca antes los había visto, aunque el buen tiempo no termina de llegar del todo: la hermosa luz de mayo en Viena, que muestra de pronto los cuerpos femeninos, largos meses ocultos, y llena las terrazas de gentes, y el aire de músicas y de idiomas que apenas reconozco. Pero, al mismo tiempo, se pierde el romanticismo de los cementerios y su niebla, los grajos negros sobre los tejados de las casas, y los pueblos nevados entre los montes de Austria.

Y en este preciso momento, siete años después, mientras levanta la niebla al final de la tarde, vuelve aquella misma emoción: que el dolor de toda pérdida es mayor que la alegría de una hermosura nueva.

miércoles, 12 de enero de 2011

Religión en las escuelas

Mi gremio -el de los profesores en general, y el de los profesores de filosofía en particular- es especialmente hostil a la existencia de una asignatura de religión en las escuelas e institutos públicos. Se acepta la tesis de que la religión es una hora aprovechada por curas y semi-curas para llenar la cabeza de los niños de supersticiones y aberraciones morales. Por mi parte, y siendo verdad que mi experiencia pudo ser muy singular, sólo puedo recordar a quien quiera oírlo que fue en la asignatura de religión donde se me habló por primera vez de Nietzsche, de Freud, de Feuerbach: recuerdo cómo discutíamos en clase sobre el resentimiento, la alienación de lo humano en lo divino, la sublimación, etc., mientras el único discurso contra la religión que habíamos oído durante años era esa masa de consignas en que se funden las Cruzadas, la Inquisición y los condones. Hoy, que puedo ir más allá de aquella experiencia intelectualmente fructífera de mi adolescencia, pienso que la asignatura de religión es a menudo el último reducto de libertad de pensamiento que queda en las instituciones de enseñanza: el único sitio donde es posible escapar del discurso monocorde de los medios y de la educación pública, y respirar algo distinto; el único lugar donde las cuestiones éticas no están ideológicamente resueltas como si fueran tabúes morales superados, sino abiertas a un cuestionamiento racional, y donde los interrogantes trascendentes sobre la libertad, la vocación existencial, la autenticidad, etc., no se diluyen en el magma de una existencia planificada por otros; el único sitio donde, por último, es posible aprender algo serio sobre la religión, más allá de la retahila insufrible sobre la moral sexual católica y los curas pederastas. Por eso, desde el establishment ideológico de este país nunca se cuestiona verdaderamente el programa de esta asignatura, ni quién debe impartirla, ni bajo la tutela de quién: la genial ocurrencia de idear un sustituto a la religión consistente en no hacer nada tenía como objetivo alcanzar su definitiva eliminación. Mucho me temo que los jóvenes españoles aprenderán qué es la religión viendo a Anne Germain comunicarse con Rocío Wanninkhof. Al fin y al cabo, esto era exactamente lo que se pretendía.

sábado, 1 de enero de 2011

Violencia sin adjetivos

Uno de los más nefastos errores en el modo como se aborda actualmente el problema de la violencia es pensar que ésta es resultado de diferentes ideas equivocadas y que, por tanto, debe ser corregida en un nivel conceptual o ideológico. Cada violencia compartimentada tendría su propia causa, que sería necesario atajar por medios intelectuales. Básicamente, la versión postmoderna del viejo intelectualismo moral socrático viene a decir que el mal es desconocimiento; y que, por tanto, existe una "violencia machista" consecuencia del hecho de que los hombres se creen superiores a las mujeres (sea por la pérdida de un determinado concepto de familia, o por culpa de los curas). De tal manera que si lográsemos corregir el error, la violencia -que es consecuencia de aquél- se diluiría por sí misma. Del mismo modo, habría una "violencia racista" cuya solución radicaría en explicar a la gente que los negros, los gitanos y los judíos son iguales que nosotros, etc.

Frente a esta visión racionalista, hay que decir que la violencia no es consecuencia de ninguna idea. La más perversa de todas las ideas es incapaz de producir, por sí misma, acciones violentas si no va precedida de un estado fisiológico determinado. La prueba más intuitiva de ello es que me resulta difícil imaginarme convertido en un maltratador de mujeres o en un skinhead sólo porque la ciencia lograse probar -es una hipótesis para el caso- que las mujeres o los negros son, efectivamente, más tontos, más débiles, o más incapaces.

La violencia tiene su propia lógica: una lógica de aniquilación aplicada a todo aquello que es percibido como negatividad por el propio yo. Un yo que, como mencionaba hace unos días, no es capaz de construirse a sí mismo más que por la negación del otro. Por tanto, una lógica del sometimiento que necesita víctimas (un "chivo expiatorio", diría Girard) para justificar y conjurar el propio malestar. Por eso siempre recae en los más débiles: como lo son casi siempre las mujeres frente a los hombres, los niños frente a sus padres, las minorías étnicas frente a las mayorías sociales...

Mientras se siga abordando el problema de la violencia de un problema técnico, que requiere una solución parcelada en función de la "idea errónea" de la que procede, estaremos, me temo, muy lejos de solucionarlo.