miércoles, 24 de noviembre de 2010

Puerta del Sol

El martes, después del congreso sobre Idealismo, quedé con un amigo para cenar en un estupendo restarante vegetariano que me descubrió mi amiga Sara en la calle Marqués de Santa Ana. Cuando miré en el plano el lugar donde habíamos quedado, comprobé con horror que se trataba de "Sol". La Puerta del Sol de Madrid es uno de los lugares del mundo que más odio: en primer lugar, por las millones de personas que allí se desplazan continuamente en todas las direcciones y que hay que ir esquivando cuidadosamente. Yo, además, tengo la habilidad de no conseguir nunca que sean los demás los que se aparten. Ni siquiera las señoras mayores: termino cediendo ante su paso firme y agresivo. Luego está la cosa estética: no soporto ver el intercambiador de metro y cercanías, ni que me asalte Bob Esponja o un muñeco de Disney, y lo peor de todo: me crea ansiedad todo ese montón de gente vestida de cartones amarillos que compra -o vende, según la época- oro. Me resulta, en fin, un lugar agobiante, caótico, kitsch y fraudulento. Y supongo que algo me influye ver que eso, exactamente eso, es el corazón de España.

jueves, 18 de noviembre de 2010

Filosofar con dinamita

Quienes trabajamos con jóvenes vemos cómo, desde muy pronto, todos tienen respuestas acerca de multitud de cosas: valores, fines vitales, criterios morales, posicionamientos religiosos... Sin embargo, esas respuestas han sido siempre introducidas en nosotros por otros: cuando alcanzamos la plena autoconciencia, nos encontramos arrojados en medio de una compleja red de pensamientos y creencias que no hemos construido nosotros mismos. Es la ideología. Nuestras simpatías y antipatías ya están ahí. No las inventamos y, sin embargo, las defendemos con pasión, con agresividad a veces. En esa pasión inconsciente se revela la verdadera naturaleza de la ideología: el hecho de que ha sido creada por el poder y por la violencia como instrumento de domesticación del ego. A través de la ideología, el ser humano se somete a las exigencias morales de cada época: ella determina nuestra adaptación al conjunto social, además de canalizar la violencia que ella misma introduce, creando guetos simbólicos en nuestra mente: ellos/nosotros, bien/mal, verdad/error. El problema de la ideología no es el hecho de que mantenga al hombre bajo un velo ilusorio de ideas falsas, sino que lo hace a costa de avivar la violencia y la voluntad de dominio. En una sociedad de la información hipermediatizada como la nuestra, la utopía dialógica socrática se hace completamente imposible, pues el lenguaje no puede crear un espacio a la verdad. Ese espacio ya está, de antemano, saturado. Por eso la filosofía contemporánea ha dejado de ser una constructora de ideas para convertirse en una de-constructora: más que filosofar con el martillo (Nietzsche dixit), hay que filosofar con dinamita. Cuando se ha volado la muralla, ya no hay miedo a la pérdida de esa coraza con la que se identificaba el yo: se puede recomenzar, con honestidad y con amor, desde uno mismo.

sábado, 13 de noviembre de 2010

Tauromaquia (o por qué el hombre se empeña en no comportarse como tal)

Tengo pocas dudas de que la tauromaquia desaparecerá en un lapso de tiempo relativamente corto. El Zeitgeist es implacable, y en su despliegue no se enreda en discusiones estéticas, morales o políticas. Simplemente avanza en una dirección, y hay posiciones que son demasiado ajenas a ese espíritu. Nuestra época es la de ese “budismo europeo” que Nietzsche detectó en Schopenhauer: la de una moral movida, al mismo tiempo, por la nostalgia de la aponía y por el más profundo autodesprecio. En esto somos, efectivamente, posthumanistas. Pensar este asunto abre, sin embargo, un haz de claridad sobre nuestra propia condición presente, a pesar de ser en vano. Es, al menos, un ejercicio de aquella “lucidez impotente” de que hablaba Gómez Dávila.

Para los animalistas, hay una especie de tendencia natural evolutiva que nos conduce a la empatía y la compasión. Pero los hechos parecen resistirse a confirmar esa hipótesis: los hombres no son hoy más compasivos que hace miles de años. ¿Y qué decir de los animales? El mismo chimpancé que se frota cariñosamente las mejillas con su semejante, es capaz de perseguir y dar muerte a otro mono para devorarlo, ignorante de que somos todos “primos hermanos”. Por eso, en la argumentación de los animalistas se repite la falacia que Hume encontró en las éticas metafísicas: eres X; luego compórtate como X. El hombre es compasivo; luego ¡que se comporte como tal! Bucean entre libros divulgativos y documentales científicos en busca de hechos que confirmen nuestra cercanía con los animales o las bases biológicas de nuestras capacidades empáticas. Y cuando los encuentran, exclaman alrededor: “¿Por qué no os comportáis como lo que sois?”. ¿Por qué el hombre se empeña en no comportarse conforme a lo que verdaderamente es? Tal es la vieja pregunta de la moral y de la metafísica, construida sobre el falso trasmundo de que existe algo así como "lo que el hombre verdaderamente es", actualizado convenientemente con la creencia pseudocientífica de que ese algo ha de estar inscrito en el código genético.

La relación del hombre con la naturaleza está agrietada. Tal es la fractura y el precio que supone la condición autoconsciente: una permanente sensación de lejanía con respecto a la inmediatez de la vida animal. Por eso tiene necesidad de preguntarse: "¿debería dejar de comer animales?", "¿debería dotarlos de derechos?", "¿debería...?". Hay una distancia entre nosotros y nuestros actos: no nos comportarnos efectivamente como aquello que somos porque, en verdad, no tenemos ni idea de qué somos. De saberlo realmente (es decir, inmediatamente), no habría dudas morales. El que las haya muestra qué profundamente distintos somos de nuestros "primos hermanos", por mucho que, como ellos, nos frotemos las mejillas y lloremos cuando nos duele algo.

Es precisamente aquí donde radica el sentido simbólico de la tauromaquia: el hombre, que vive siempre escindido de la inmediatez de la condición natural, acota un terreno que se constituye como un hueco de naturaleza en la cultura: un resto de aquel lugar del que fue expulsado para adquirir la condición cognoscente y moral. Y en ese terreno juega a que esta expulsión nunca tuvo lugar. Por lo tanto, la plaza de toros es un terreno de naturaleza al que el hombre vuelve: por eso el toro no evita la lucha (como haría un animal maltratado), sino que la busca, tal y como haría en libertad. Con inmediatez. Sin prejuicios ni reflexiones morales. Si puede matar al hombre, lo hará. El mundo humano está lleno de contratos; por eso el hombre siempre añora, a la vez que teme, el paraíso más acá del bien y del mal, donde no hay proyectos éticos, ni normas morales, ni idealizaciones simbólicas.

Lo tragicómico del hecho es que ese deseo de la naturaleza (esa especie de magma primigenio e inconceptualizable que Lacan llama lo real) nunca puede darse libre de lo simbólico. El hombre no puede declinar su vocación cultural: por eso viste de estética su retorno a la naturaleza. Por eso, también, al otro lado de la plaza, quienes defienden a los animales se comportan de un modo tan poco animalesco: mientras defienden nuestra cercanía con los animales, se enredan en innumerables reflexiones -en verdad muy poco naturales- sobre aquello que debemos comer, hacer, legislar, y dramatizan su propia vivencia simbólica teñidos de sangre, desnudos, llorando por el sufrimiento de otras especies. Con ello muestran que el animalismo es simplemente una invención simbólica más, en medio de una historia milenaria de extrañas invenciones antinaturales. Y es que los hombres se empeñan en no comportarse como lo que son: ni cuando intentan ser hombres, ni cuando intentan creer que son solamente animales.

jueves, 11 de noviembre de 2010

El Sáhara Occidental

Uno entiende que la política exterior de un país tiene que atender a argumentos pragmáticos, y no sólo a grandes principios morales. Sin embargo, la coherencia histórica y la sabia elección de los aliados combina ambas exigencias y vuelve incomprensible el hecho de que un país, responsable de la mala descolonización del Sáhara, aborde lo que está ocurriendo allí con esa moral congelada que hay en todo lenguaje que evita la palabra "condena" ante lo que a todas luces es una injusticia y una canallada, arrugado ante las posibles represalias del régimen marroquí, ese sultanato que chantajea en la cuestión migratoria y pesquera para conseguir de España esta penosa mansedumbre. Cuando uno lee la prensa internacional, da pena comprobar qué poco importa ya España en este asunto, uno de los pocos donde aún podía tener una voz coherente. Una pena más en este país de pena.

martes, 9 de noviembre de 2010

Savater y el laicismo

Esta es -espero- la última entrada que dedico a este desagradable asunto. Pero no quería dejar de comentar hasta dónde puede llegar esta espiral anticlerical, capaz de arrastrar a una mente democrática, y a veces lúcida, como la de Savater, a decir la siguiente barbaridad:

"El Vaticano es una especie de Arabia Saudí pero decorada por Miguel Ángel y Rafael, lo cual es una gran mejoría estética, aunque en cambio representa poco avance político” (El País, "¿Hasta cuándo?", 09/11/2010).

Por muy lamentables que nos puedan parecer ciertas actitudes de la jerarquía eclesiástica y por muy equivocados que, a mi juicio, puedan estar ciertas enseñanzas en materia de doctrina sexual y social, comparar el Vaticano, con sus soldaditos suizos para que se fotografíen los turistas, con una execrable dictadura que bendice matrimonios de hombres con niñas, que lapida a adolescentes cuyo delito es haber sido violadas, que amputa miembros del cuerpo de los reos, y que quiere condenar a un hombre que dejó paralítico a otro cortándole la columna vertebral, sólo puede hacerse desde la ceguera intelectual, la mala fe, o ambas cosas. La vocación moral de la filosofía es situarse del lado de los excluidos, mostrando la violencia que se esconde debajo de toda forma de estigmatización. En este caso, como en tantos otros, la demonización de la víctima es siempre el primer paso, la máscara que debe ocultar su estigma.

Adivinanza para laicistas pacíficos

¿Cuánto tiempo ha pasado entre este recorte de periódico y las imágenes que aparecen abajo?




domingo, 7 de noviembre de 2010

Resumen del fin de semana

El sábado comienza cubierto de niebla en T. Pero conforme avanzan la mañana y el autobús, clarea. Ya en Madrid hace un sol radiante. El saxofonista de Miguel Ríos toca, para presentarse, unas pocas notas del Himno Nacional: se hace el silencio en el auditorio. Para romper la tensión, Ríos bromea: "aunque no lo parezca, es republicano". Entonces la gente ríe, aliviada. Pienso en lo patético que resulta este país. El domingo, leo la prensa: según El Mundo, las plazas del centro de Santiago se llenaron; pero según El País, estaban casi vacías. Así que ni frío ni calor: cero grados. Paso la página: Felipe González lleva veinte años haciendo examen de conciencia. Es lo que tiene perder la fe pero no la conciencia: uno sigue confesándose pero nunca obtiene la absolución. Un tal Juan G. Bedoya escribe un artículo muy enfadado con Ratzinger porque éste se quejaba del "laicismo agresivo" que hay en España, y para mostrar que no es así, habla de la connivencia católica con Franco, se queja del gasto que genera la visita, asegura que el actual gobierno ha tratado a la Iglesia mejor que cualquier otro gobierno anterior, y termina llamándolo "ignorante", "irresponsable" y "execrable". De fondo (en Barcelona), suenan las letrillas populares que corean una pandilla de amantes de la libertad: "Esta catedral la vamos a quemar". De regreso a T., recuerdo con cariño este fin de semana en esa ciudad frenética: la música, la noche madrileña, el paisaje por la ventana del autobús. Al fin y al cabo, cuando se cierra el periódico y se apaga la tele, todo vuelve a ser más tranquilo, hermoso y apacible.