jueves, 26 de agosto de 2010

Educación religiosa y pensamiento científico

Encuentro en este blog que Martin Mahner y Mario Bunge, en Is religious education compatible with science education?, sostienen que la educación religiosa es un obstáculo para el desarrollo de una mentalidad científica. Eso mismo piensan Dawkins y sus amigos, al menos cuando se reúnen en Cónclave para decirse los unos a los otros qué de acuerdo están consigo mismos. Antes de pasar a decir por qué me opongo a esta ecuación simplista, tengo que reconocer que comprendo hasta cierto punto las reticencias de estos autores, ligadas a la experiencia norteamericana con respecto a temas como el diseño inteligente y la teoría de la evolución. Ello no les exime, sin embargo, de una mayor exigencia de rigor.

Bien: lo fácil sería sacar la interminable lista de nombres que, educados religiosamente, han contribuido de manera fundamental a la ciencia: empezar recordando que Kepler buscaba en el Sol una imagen de Cristo para colocarla en medio del Universo, y terminar advirtiendo que Francis S. Collins no ha parado de profesar su fe cristiana mientras decodificaba el genoma humano, mientras era sometido a una campaña de persecución por parte del ateísmo inquisitorial (véase lo que dice Steven Pinker sobre Collins). Al fin y al cabo, la tesis "toda educación religiosa perjudica a la ciencia" se refuta mostrando grandes científicos educados religiosamente. Pero incluso más allá de esto: recordar que grandes científicos hoy ateos, fueron educados en una cosmovisión religiosa, y que ésta no fue un obstáculo ni para que terminaran volviéndose ateos ni trabajando como científicos. En todo caso, lo interesante sería probar que la mentalidad científica no sólo no se ha desarrollado a pesar de dicha educación, sino en buena medida favorecida por ella. Voy a dar algunas razones de por qué creo que la educación religiosa favorece el pensamiento crítico y científico.

1. La religión (cristiana, pero no sólo) induce al hombre a pensar que la realidad es producto de una inteligencia, y en esa misma medida, legible: inteligible. Todo lo contrario que el escepticismo de matriz pagana (desde Sexto Empírico hasta William James) que, al considerar que la realidad no es fruto de un logos, la tenía por indescifrable.

2. La religión (cristiana, pero no sólo) conlleva siempre una ética que va más allá del conjunto de normas y preceptos que pueda contener. En efecto, las religiones conforman una actitud frente a la propia vida, que en el caso que nos ocupa se ha manifestado históricamente como responsabilidad individual, valor del esfuerzo y del trabajo, exaltación de la inteligencia.

3. La religión (cristiana, pero no sólo) se constituye sobre una fuerte autoconciencia anti-idolátrica y anti-animista. Esto quiere decir que el mundo es un producto divino, pero no un recinto de poderes mágicos dispersos. El mundo es estable y predecible. Es verdad que, excepcionalmente, Dios puede alterar el curso previsible de los fenómenos. Pero ese momento, justamente excepcional y revelador, no altera la verdad de que las cosas no actúan por sí mismas, como si un espíritu arbitrario las guiase. El mundo fue hecho para ser nombrado (es decir, conocido) por el hombre.

4. La religión (cristiana, pero no sólo) enseña que la razón humana es finita, pero sin definir los límites de su finitud. Con esto, da un fundamento moral a la tarea infinita de la ciencia. Pues, siendo conscientes de que la realidad, en su dimensión última, siempre se escapa a nuestro entendimiento, recuerda al pensamiento que su tarea está siempre incompleta y siempre pendiente de una revisión ulterior.

5. El pensamiento crítico parte de la idea de que la tarea de la razón consiste en impugnar toda pretensión de "absolutez" en el mundo. No hay conocimiento, ni institución, ni costumbre que pueda pretender con derecho erigirse a sí mismo en una suerte de absoluto en la tierra. Si, como dice Novalis, "todo lo absoluto debe ser ostraciado del mundo", ello sólo ha sido pensado sobre la impugnación judeocristiana de una mentalidad que confería carácter absoluto a reyes, templos y astros.

domingo, 22 de agosto de 2010

Kant y mi sobrina

Carmen ha descubierto un nuevo juego: se puede preguntar el porqué de cada cosa. Así que ahí anda, escudriñando sus reglas. Da la impresión de que estuviera intentando averiguar hasta dónde se puede llegar, cuándo acaba el juego. Pero ya intuye que el juego no acaba nunca: es el juego infinito de la causalidad. Cree incluso que todo tiene un porqué. "No vine ayer porque fui al médico" -le digo. "¿E po´ qué?". "Porque estaba malito". "¿E po´ qué?". No se equivoca: hasta los microbios tienen sus motivos. Pero remontarnos a las primeras causas es complicado, sobre todo en un lenguaje tan limitado en vocabulario. Así que, al final, siempre soy yo el que termina cambiando de tema y obviando la pregunta. "Vaya filósofo" -se diría la pobre, si supiera...

Obviamente, Carmen no entiende casi nada de lo que le digo, pero sabe que cada hecho remite a un hecho anterior, y que hay una conexión sorprendente entre todos los objetos del mundo. Ver cómo mi sobrina juega el juego de la causalidad me hace pensar en Kant y en que tal vez sería posible una relectura de la filosofía trascendental desde la psicología evolutiva. Es decir, preguntándose cómo se forma la mente del hombre, histórica y biográficamente, para interpretar el mundo en términos de causa-efecto.

Que somos incapaces de ir más allá de nuestros esquemas mentales basados en el presupuesto de la causalidad lo prueba el hecho de que, cuando nos preguntamos por el origen absoluto del mundo, cualquier posible respuesta resulta incomprensible. Que no haya causa es tan incomprensible como que haya una causa última o una cadena infinita de causas. Y cada vez que la ciencia se aventura más allá del ámbito de lo perceptible, la causalidad empieza a hacerse borrosa, inestable, frágil. Así que la infinita concatenación de los efectos y las causas que maravillaba a Spinoza y a Borges posiblemente sea poco más que el juego creado por una mente demasiado joven, no preparada del todo para un universo demasiado viejo. Al menos desde el punto de vista -¿inexistente?- de aquello en que consiste verdaderamente el mundo.

sábado, 14 de agosto de 2010

El círculo de la fe postmoderna

La postmodernidad es, en muchos sentidos, hija de la modernidad. La herencia que recibe es, al menos, altamente moderna: la sospecha universal... [Más, en la taberna.]