domingo, 29 de diciembre de 2013

Contra la opinión

Hace unos días escribí aquí una columna titulada “Aborto, emotivismo y democracia”. Mi intención no era tratar el asunto del aborto (hay mejores opinadores que yo en cualquier periódico, tertulia, televisión y bar de este país), sino más bien criticar el hecho de que tenemos mucha confianza en la indignación que nos produce nuestra propia posición emocional respecto a lo que consideramos bueno y malo... [Artículo completo]

martes, 24 de diciembre de 2013

Aborto, emotivismo y democracia

Fuera de su propio círculo, la filosofía suele dar la impresión de ser una disciplina desfasada. En cierta ocasión, un amigo se quejaba de que, según él, los filósofos siempre están hablando de tipos que vivieron, pensaron y murieron hace siglos. A mí, lejos de parecerme una objeción, me parece una prueba de que la filosofía ha asentado ciertos lugares que, si bien deben ser siempre repensados, dan al menos una cierta garantía de estabilidad... [Continuar aquí]

sábado, 14 de diciembre de 2013

El nacionalismo y la razón

El tema de la semana, una vez presentadas las universales condolencias por el fallecimiento de Mandela, es el simposio titulado “España contra Catalunya”. El título elegido ya hace suponer que sus pretensiones no pasan por un recorrido intelectual basado en la objetividad y el rigor científico. Y aun así la gente lo toma en serio y lo convierte en tema estrella de la semana. Son las cosas raras de este país, que la ocurrencia más idiota es la que termina copando los titulares, los debates y las tertulias. Puestos a hablar de Cataluña, yo hubiera preferido hablar de Tàpies, que esta semana habría cumplido noventa años... [Artículo completo] 

(Mi última columna para Sevilla Report)

sábado, 23 de noviembre de 2013

¿Y para qué poetas?

Mi última columna para Sevilla Report aquí.

sábado, 16 de noviembre de 2013

La tragedia de la democracia


Mi última columna para Sevilla Report, aquí.

martes, 12 de noviembre de 2013

miércoles, 23 de octubre de 2013

Por qué iré a la huelga


Esta será la primera vez que me sume a una huelga contra los recortes en educación o la ley de reforma del sistema educativo. Así que empezaré contando por qué no la he hecho antes. La razón es esta: en un sector como la educación pública, la huelga es un débil instrumento de lucha. Una huelga es, por su propia naturaleza, una acción violenta, al menos en el sentido de que busca objetivar un conflicto. Su fin ha sido siempre paralizar el sistema de producción para que los propietarios de éste se vean obligados a tomar en consideración las reivindicaciones de quienes trabajan para ellos. Los viejos obreros ingleses sabían bien lo que hacían cuando destruían las máquinas de las industrias. Con ello conseguían trasladar pérdidas a sus enemigos, lo que obligaba a estos, si no a reinventar el sistema, sí al menos a introducir ciertas reformas en él. Y por eso las huelgas funcionaban. Nuestro caso es distinto: estar uno, dos, tres días sin ir a trabajar, ¿qué malestar instala en los dirigentes políticos? ¿Qué contrariedades inasumibles les produce? Si no quemamos las máquinas, la fábrica sigue funcionando. Constatar esto –unido al descrédito de los sindicatos, a la politización de las protestas y al general deterioro de la conciencia de clase– es lo que ha ido conduciendo progresivamente a mi sector profesional a la apatía o, al menos, a la inacción.

Volvamos al presente estado de cosas: la ley propuesta por el ministro Wert y aprobada en el Congreso es una mala ley. Para admitir esto debería ser suficiente constatar el simple hecho de que, por primera vez, la ley tiene en contra a todos los sectores de la sociedad. A los padres y a los alumnos, a los profesores y a los pedagogos, a los nacionalistas y a la izquierda, a la Iglesia y a las Universidades. El asunto que más me afecta es el de la filosofía. Pero no sólo por mi propio interés profesional, sino por mi concepción de lo que debe ser una sociedad libre. Parecía que el siglo XX nos había enseñado que no podía haber progreso real si el desarrollo de las ciencias y la tecnología no iba acompañado de una reflexión profunda sobre la esencia humana, sus necesidades, sus deformaciones y sus metas morales. Nuestros políticos no entienden lo más importante: que la esencia del hombre es la libertad, y que la libertad hay que cuidarla, fomentarla, como una rara flor que se marchita tan pronto como le faltan la luz y el sustrato necesarios. El fin de la educación, como el de la sociedad y la cultura en su conjunto, es el hombre. Pero el hombre no es un mero recurso en el engranaje de la producción económica. De hecho, el engranaje de la producción no sirve de nada si no es para el hombre. En todas las leyes educativas que hemos conocido en democracia falta siempre lo mismo: una idea del hombre, una meta en la historia, aquello que Nietzsche llamaba un “gran anhelo”. Nuestros políticos saben cómo conseguir ciertas cosas, pero faltan grandes ideas sobre para qué conseguirlas. Hay ingeniería social, pero no previsión ética. Mientras organizan y parcelan, solucionan estadísticas y confeccionan gráficos, van dejando en las aulas un olor como a animal adormilado.

Ante este espectáculo, uno siente que no puede hacer nada. La ley Wert es una pesada roca echada sobre la entrada de la caverna. Da la impresión de que estuviésemos en las profundas mareas de la historia, que nos arrastran sin remedio a un mundo irreconocible. Por eso decía Gómez Dávila que nuestro destino en las sociedades contemporáneas es sólo el de una “lucidez impotente”. Hay algo de cierto en ello: nos queda asistir como testigos a la barbarie, al desmantelamiento de una civilización milenaria, al fin de las grandes ideas y de la imaginación creadora. Y, sin embargo, algo dentro de mí se resiste, tal vez ciegamente, a admitir que todo está consumado, que ya no hay vuelta atrás. Así que mañana no iré a mi puesto de trabajo. En lugar de hablar en mis clases, escribo estas líneas. Son mi pequeña aportación a la voz de quienes –a pesar del escepticismo, de la impotencia, de la apatía, del descrédito– saben que la educación lo es todo para el mantenimiento de un mundo libre. Y que este país merece algo mejor. Ya es hora.


domingo, 1 de septiembre de 2013

La pesca y yo

He ido a pescar un par de veces en mi vida. La primera vez fue, creo, con mi primo Manolo. Éramos niños y nos conformamos con coger unos cuantos cangrejos con una red. Fue en Galicia, en un día fantástico, hace siglos. Después, con mi amigo Jacobo, que sabe tanto del tema como yo. Es decir: que lo importante en la pesca es llevar una neverita con cerveza cubierta de hielo. Si es Taifa, mejor. Y que la pesca es una forma de meditación, donde la mayor parte del tiempo no hay nada que hacer más que atender al instante, a la pausada respiración de uno mismo frente al mar. Una vez, en Tarifa, medité tanto que me quemé y pasé una noche febril. Y –creo que fue ese mismo día– cogimos un pez verde con aspecto radiactivo que no supimos si devolverlo al mar o mandarlo a un laboratorio de Greenpeace.

La última vez que fui de pesca lo hice solo. Y ni siquiera llegué al mar. Lo decidí sobre la marcha, en un arrebato de espontaneidad. Guardé los aparejos en el maletero, compré un choco en el supermercado y emprendí el breve viaje que separa Huelva de Punta Umbría. Mientras conducía, caí en la cuenta de que nunca había tomado la vieja carretera que se adentra en las marismas del Odiel, así que –ya digo: estaba yo muy espontáneo– di un volantazo y me adentré en el parque. Al poco había un cartel, enorme, que avisaba al conductor: “Zona muy peligrosa. Acceso bajo su responsabilidad. Riesgo de quedar aislado en el interior”. Cualquier persona normal se da la vuelta. Y, de hecho, la persona normal que a veces soy me lo susurraba, con voz pequeñita, en mi interior: “date la vueltaaa…”. Pero es superior a mí. Desde niño. Si pone prohibido, allá que voy. Así que allá que fui, con un puntito de adrenalina y otro de curiosidad.

La carretera se estrechaba, con el polo químico escupiendo humo al fondo. A su lado izquierdo, una caída abrupta en el Odiel, y a la derecha una playa postapocalíptica llena de basura y carteles avisando de la presencia de medusas muy tóxicas. Zona peligrosa, carretera estrecha, nubes químicas al fondo, y ahora medusas muy tóxicas. Genial, me encantaba todo. El caso es que decidí por fin parar. Eché el coche a un lado de la carretera y comenzó a patinar hasta que se detuvo de golpe. Bajé y comprobé que estaba atrapado en la arena. Así que me puse a buscar tablas, piedras, a idear mil maneras de sacar el coche, hundido hasta los bajos, de aquel arenal. El sol caía y las posibilidades de lograrlo decrecían, empapado en sudor, con las manos desolladas de sacar arena y piedras, completamente solo. Mientras, el choco sufría pacientemente en el maletero. Pensé en llamar a la grúa, claro, pero mi ego se resistía a tener que narrar algo donde se manifestara tan claramente que era un idiota. Al final lo hice, por supuesto, y no me sirvió de lección. Porque en la vida las consecuencias de nuestros actos suelen llegar mucho después de estos, con lo que la relación estímulo-respuesta ya está muy debilitada. Por eso de la vida aprendemos tan poco.

Así que pronto iré otra vez a pescar, cuando las playas se vacíen de veraneantes y la luz de septiembre, que es más mansa y serena, brille nuevamente sobre el mar.

jueves, 29 de agosto de 2013

Final del verano (2013)

Ya son más de treinta, me temo, los veranos que se agazapan como cangrejos entre las piedras de mi memoria. No sé exactamente dónde está cada uno, pero por ahí andan, intuyo, observándome desde algún agujero. Y cada uno de esos veranos es un yo que murió, al menos en parte: el niño que se duerme en una playa de Isla y el que juega con la nieve de Sierra Nevada. También el adolescente que recorre –primero en bici y después en el Renault Megane de Nico– Cazalla, Gredos, Grazalema… El estudiante que escucha música junto al Danubio y el profesor que anda de noche por las callejas de París, de Berlín, de Roma, de Londres, de Lisboa… El hombre es lo que amó y la tierra que pisó. El resto queda tendido en la cuneta del tiempo. Los atardeceres con su vertido de oro sobre el mar. Todos esos veranos son ascuas encendidas bajo la ceniza. El tiempo de verdad es verano, pero a veces se disfraza de invierno. Luego siempre vuelve, solo que más viejo y más pequeño. Parece como si cada cosa que ocurriera en la vida no solamente fuera única e irrepetible, sino, sobre todo, más corta que la anterior. Por eso el verano de la niñez es inmenso, como el amor de la adolescencia. Así que este verano es por ahora el más pequeño de todos mis veranos –y, sin embargo, qué enorme–. Hoy me despido de él, en sus últimos días, que son como los últimos granos de un reloj de arena, apresurándose a caer más deprisa. La piscina se ha llenado de hojas. Y el aire de agosto se ha hecho de pronto frío.

miércoles, 28 de agosto de 2013

Decir y vivir (el problema de la poesía)

Era de noche y llevábamos ya un par de copas. Parecía un relato de Carver en el que los interlocutores cambiaban de tema de conversación como cambiaban de mano el gintonic. Una chica se puso a hablar de poesía. Decía ella que un poeta tiene que decir siempre la verdad, que si el poema dice algo que al poeta no le ha ocurrido, miente, y por tanto es un impostor. Para mí estaba claro que la verdad no es un hecho biográfico ni un dato empírico. Pero el asunto me dejó pensando en qué significa en general, para un poeta, decir la verdad. Y de pronto, por estos giros rápidos que hace la mente a veces, me vi en un aula de la facultad de filosofía, delante del profesor César Moreno, que para enseñarnos la fenomenología de Husserl hacía este experimento mental al que yo he recurrido muchas veces luego: “Imaginad un árbol” –decía–. “Y ahora imaginadlo existiendo”. Tras unos segundos se empezaban a escuchar murmullos y los estudiantes nos mirábamos unos a otros. Podíamos pensar un árbol imaginario, pero si intentábamos pensarlo existiendo, no conseguíamos añadir nada a la imagen que ya teníamos. Comprendimos por primera vez algo tan increíble como que no podemos tener un concepto de la existencia. Podemos conceptualizar y representar el verde, las hojas, el árbol, la altura… Pero la existencia misma (esto ya lo decía también Santo Tomás) no podemos pensarla, pues es distinta de la esencia. Entendemos las cosas, pero no entendemos aquello que las hace reales.

Algo así ocurre con la cuestión de la poesía: la vida, la existencia, es algo tan denso y, paradójicamente, tan sobrenatural, que no puede ser dicha. Por la misma razón que no puede ser pensada. Es el viejo misterio de que sea el ser y no la nada. De hecho, las palabras sirven para disminuir la realidad, para empequeñecerla hasta un punto en que sea inteligible. Una palabra es un flatus vocis que sirve sólo para referir el hecho de que ciertos seres comparten ciertos rasgos. Porque la existencia, en su absoluta individualidad, no puede ser pensada ni dicha. Por eso todo lenguaje es reduccionista. Y por eso la poesía sólo es lenguaje en la medida en que intenta ir más allá del lenguaje. Como la escalera de Wittgenstein, que se sube para luego tirarla. Cuando la poesía encuentra el ser, es cuando ha roto el lenguaje y lo ha dejado atrás. De ahí que, desde el punto de vista realista del pensamiento natural, la poesía sea mentira. Lo que dice es siempre menos que lo real. Y lo real es aquello que no termina de decir. Un balbuceo o una imagen velada apenas entrevista. Ese es su juego de ramera seductora. La metáfora es fea. Pero, al fin y al cabo, toda poesía es erótica precisamente porque seduce, porque enseña y oculta, y sobre todo porque promete algo que ella, por sí sola, nunca podría dar.


sábado, 19 de enero de 2013

Surprised by Joy

En las noticias de la tele muestran una inundación en no sé qué lugar de no sé qué país. Con esa pasajera seriedad que nos caracteriza como telespectadores, los adultos contemplamos el caos, los campos anegados, la angustia de la gente que ha perdido sus casas, sus cosechas... Entonces, mi sobrina de dos años señala con el dedo y grita, entusiasmada, "¡PATOOOOOO!".

Sí: sobre las aguas desbordadas de sus cauces nadaba un pato, invisible para nosotros.

No podemos contener la risa, pero sólo dura un momento. Porque, después, todos nos quedamos brevemente sobrecogidos, cautivados por la alegría de la inocencia, aún atenta al enigma del ser, al hecho milagroso de que los patos existan.

Entre Bizancio y el futurismo (un texto de Boris Groys sobre Florenski)


Hace tiempo traduje para la revista Númenor este texto de Groys sobre Florenski. Lo comparto aquí, ya que no se encuentra completo en la red.

Boris Groys, Entre Bizancio y el futurismo

"A finales del siglo XIX, muchos europeos no querían creer más en los ideales de la civilización burguesa. Se buscaba lo “otro” dentro y fuera de la triste cotidianidad europea. Bajo el influjo de la modernidad estética occidental, la inteligencia rusa de aquel tiempo también se vio arrastrada a aquella búsqueda. El cambio de siglo significó para la vida cultural rusa un rápido cambio de orientación: huyendo de la idea de progreso científico y social hacia las visiones de un orden espiritual completamente nuevo, extático, radicalmente utópico. Este cambio de orientación condujo a un nuevo descubrimiento de Rusia, donde aún perduraban muchas cosas antiguas, no occidentales, bizantinas: la Iglesia ortodoxa, el zarismo y la forma de vida tradicional de los campesinos.
Todo esto lo encarna del mejor modo la obra de Pawel Florenski (1882-1937), quien fuera sacerdote de la Iglesia rusa ortodoxa y, a la vez, un importante pensador en lo más alto de su tiempo, científico y escritor. Con total decisión, se rebeló contra todos los intentos de adaptar la Iglesia ortodoxa a la modernidad y reconciliarla con las tendencias liberales y emancipatorias de su tiempo, así como contra el intento de cuestionar su radical otredad y su meta absolutamente espiritual. La mayoría de filósofos y escritores rusos estaba en contra de liberar el espíritu del cristianismo oriental de su milenaria sujeción a la letra y al ritual para permitirle actuar en la historia humana. Florenski insistió en que el espíritu no es separable de la letra, en que no hay ningún contenido oculto que pudiera ser liberado de una “vieja forma”, y en que el ritual no “expresa” algo que pudiera ser expresado de otro modo en determinadas circunstancias, sino que es idéntico con el sentido. Con ello, Florenski argumenta desde una comprensión del signo, del lenguaje y de la imagen que caracteriza a la vanguardia artística más radical de su tiempo. Para él, el signo es esencialmente material y autónomo. Palabra, imagen y ritual son cosas materiales o procesos que tienen su propia realidad y que no pueden ser reducidas a mera expresión de algo otro: un espíritu, contenido, sentido, etc. Por esa razón, Florenski rechaza decididamente toda reforma eclesial, social o cultural.
La afirmación de la materialidad y la autonomía de lo signos es, al mismo tiempo, el rasgo fundamental de la vanguardia artística del siglo XX. Por regla general, la vanguardia estuvo unida a la pretensión de tomar las imágenes y las palabras y liberarlas de los viejos contenidos para sustituirlos por otros nuevos, o incluso inventar nuevos. Frente a ello, Florenski defiende la tradición precisamente en cuanto sistema material del lenguaje y no en cuanto sistema ideal de los contenidos. Es decir: lucha por la tradición con argumentos vanguardistas. Florenski es un postmoderno avant la lettre. Sus famosos textos sobre el icono bizantino (La iconostasia y La perspectiva invertida) son postcubistas, si no incluso postsuprematistas. Sus análisis del lenguaje bíblico y del ritual cristiano-bizantino (Pensamiento y lenguaje) es postfuturista.
Leyendo los textos de la tradición cristiana oriental, Florenski se concentra en la interpretación por medio de un análisis parasemántico de las palabras y nombres aislados, autónomos, y al hacerlo, vincula explícitamente esa praxis interpretativa con los experimentos con palabras que hacían los futuristas rusos. En distintas ocasiones describe el entero rito de la Iglesia oriental como una especie de obra de arte total, que no puede ser amenazada en ninguno de sus detalles sin que se desmorone irrevocablemente la totalidad. Florenski es un conservador por razón del principio de responsabilidad estética que ha aprendido de la vanguardia artística.
Veinte años tuvieron que pasar tras la muerte de Florenski para que sus escritos fueran divulgados por el samisdat[i] y cada vez más leídos. Sobre todo tuvieron una recepción entusiasta en los círculos artísticos: Florenski abrió para muchos el camino que permitía unir la vanguardia rusa con la tradición reprimida de la espiritualidad rusa, y liberar así la “verdadera esencia” de la pintura y la poesía vanguardistas frente a las aspiraciones del socialismo utópico que condujeron a la vanguardia a la cercanía de la ideología soviética y a comprometerse con ella. Hoy en día, Florenski es honrado en Rusia como pensador y mártir, y asumido ideológicamente por todos lados: también por quienes quieren comprender y valorar sus convicciones conservadoras, pero no sus preferencias y opiniones estéticas. La obra de Florenski combate principalmente una interpretación ruso-nacionalista de la tradición cultural bizantina que pervive en la Iglesia rusa ortodoxa. Florenski tenía una instintiva animadversión contra toda concepción nacionalista de la fe ortodoxa, porque ésta podría en cuestión la universalidad del cristianismo bizantino".



[i] Samisdat: palabra empleada en la antigua Unión Soviética y otros países socialistas para designar difusión de una literatura no oficial por medio de canales no oficiales.

domingo, 13 de enero de 2013

Nadie en el espejo

Los poetas hablan mucho de la soledad. A veces la comparan con un barco solitario que se pierde lentamente en el mar, o con la imagen de un rostro atrapado entre dos espejos, multiplicándose hacia el infinito. "No hay nadie en el espejo", se lamentaba Borges. Hay metáforas crueles. Las peores están, esto se sabe, en los boleros y en las canciones de amor. Algunos filósofos también han hablado de ella. Kierkegaard o Heidegger, por ejemplo, aunque para ellos la soledad iba ligada a la experiencia de la individualidad y de la libertad. Schopenhauer decía, incluso, que era el privilegio y la suerte de los espíritus elevados. La soledad de los poetas, por el contrario, carece de energía afirmativa. Es un agujero negro que atrae dentro de sí toda fuerza y la anula. Eloy Sánchez Rosillo la describía así: "Sólo queda la noche. Y nos perdemos / en el largo silencio de las calles / vacías. Y al llegar la madrugada / sentimos frío y respiramos muerte".

Ya sabemos, por otra parte, que el hombre puede estar solo también en compañía. Y, en cierto modo, es precisamente allí donde más solos estamos, pues huimos de la soledad para encontrarnos con los otros: pero si éstos no logran ahuyentarla, entonces se vuelve desesperante. Porque ya no hay excusas. La soledad se vuelve radical, algo que no puede ser solventado desde fuera. Sólo entonces nos pone en contacto con la carencia que está en su raíz: la falta de uno mismo. Es así: nos echamos de menos. Cada mañana nos levantamos, nos vestimos, vamos a trabajar, comemos, descansamos, leemos, somos a ratos felices e infelices, resolvemos tareas que no hemos elegido… y ni la música, la televisión, las actualizaciones de Facebook o los pitidos del Whatsapp pueden tapar ese silencio de fondo… ¿dónde estoy yo mismo? En medio de este sistema organizado, mecánico e implacable que llamamos vida, y del que Occidente se queja desde sus orígenes, el hombre se echa de menos a sí mismo, pues ha construido su identidad en el reino de lo que Hegel llamaría la "pura exterioridad", de forma que nuestra vida nos resulta, en el fondo, extraña, ajena, otra. Entonces aparece la pregunta: ¿qué fue de aquél que fui, si acaso llegué a serlo un día? Y dentro de esa pregunta, que se desliza como silenciosamente por las venas, tenemos si quiera un atisbo de hasta qué punto estamos perdidos. El silencio de la soledad dice mucho del que está callado, pues cuenta la historia de nuestra más honda pérdida. Tal vez a esto se refiriera Gómez Dávila: "El día se compone de momentos de silencio. Lo demás es tiempo perdido".