He ido a
pescar un par de veces en mi vida. La primera vez fue, creo, con mi primo
Manolo. Éramos niños y nos conformamos con coger unos cuantos cangrejos con una
red. Fue en Galicia, en un día fantástico, hace siglos. Después, con
mi amigo Jacobo, que sabe tanto del tema como yo. Es decir: que lo importante en
la pesca es llevar una neverita con cerveza cubierta de hielo. Si es Taifa,
mejor. Y que la pesca es una forma de meditación, donde la mayor parte del
tiempo no hay nada que hacer más que atender al instante, a la pausada
respiración de uno mismo frente al mar. Una vez, en Tarifa, medité tanto que me
quemé y pasé una noche febril. Y –creo que fue ese mismo día– cogimos un pez
verde con aspecto radiactivo que no supimos si devolverlo al mar o mandarlo a
un laboratorio de Greenpeace.
La última vez
que fui de pesca lo hice solo. Y ni siquiera llegué al mar. Lo decidí sobre la
marcha, en un arrebato de espontaneidad. Guardé los aparejos en el maletero, compré
un choco en el supermercado y emprendí el breve viaje que separa Huelva de
Punta Umbría. Mientras conducía, caí en la cuenta de que nunca había tomado la
vieja carretera que se adentra en las marismas del Odiel, así que –ya digo: estaba
yo muy espontáneo– di un volantazo y me adentré en el parque. Al poco había un
cartel, enorme, que avisaba al conductor: “Zona muy peligrosa. Acceso bajo su
responsabilidad. Riesgo de quedar aislado en el interior”. Cualquier persona
normal se da la vuelta. Y, de hecho, la persona normal que a veces soy me lo susurraba,
con voz pequeñita, en mi interior: “date la vueltaaa…”. Pero es superior a mí.
Desde niño. Si pone prohibido, allá que voy. Así que allá que fui, con un
puntito de adrenalina y otro de curiosidad.
La carretera se
estrechaba, con el polo químico escupiendo humo al fondo. A su lado izquierdo,
una caída abrupta en el Odiel, y a la derecha una playa postapocalíptica llena
de basura y carteles avisando de la presencia de medusas muy tóxicas. Zona
peligrosa, carretera estrecha, nubes químicas al fondo, y ahora medusas muy
tóxicas. Genial, me encantaba todo. El caso es que decidí por fin parar. Eché
el coche a un lado de la carretera y comenzó a patinar hasta que se detuvo de golpe. Bajé y comprobé que estaba
atrapado en la arena. Así que me puse a buscar tablas, piedras, a idear mil
maneras de sacar el coche, hundido hasta los bajos, de aquel arenal. El sol
caía y las posibilidades de lograrlo decrecían, empapado en sudor, con las
manos desolladas de sacar arena y piedras, completamente solo. Mientras, el choco sufría pacientemente en el maletero. Pensé en llamar
a la grúa, claro, pero mi ego se resistía a tener que narrar algo donde se
manifestara tan claramente que era un idiota. Al final lo hice, por supuesto, y
no me sirvió de lección. Porque en la vida las consecuencias de nuestros actos
suelen llegar mucho después de estos, con lo que la relación estímulo-respuesta
ya está muy debilitada. Por eso de la vida aprendemos tan poco.
Así que pronto iré otra vez a pescar, cuando las playas se vacíen de veraneantes y la luz de septiembre, que es más mansa y serena, brille nuevamente sobre el mar.
Así que pronto iré otra vez a pescar, cuando las playas se vacíen de veraneantes y la luz de septiembre, que es más mansa y serena, brille nuevamente sobre el mar.
No hay comentarios:
Publicar un comentario