domingo, 1 de septiembre de 2013

La pesca y yo

He ido a pescar un par de veces en mi vida. La primera vez fue, creo, con mi primo Manolo. Éramos niños y nos conformamos con coger unos cuantos cangrejos con una red. Fue en Galicia, en un día fantástico, hace siglos. Después, con mi amigo Jacobo, que sabe tanto del tema como yo. Es decir: que lo importante en la pesca es llevar una neverita con cerveza cubierta de hielo. Si es Taifa, mejor. Y que la pesca es una forma de meditación, donde la mayor parte del tiempo no hay nada que hacer más que atender al instante, a la pausada respiración de uno mismo frente al mar. Una vez, en Tarifa, medité tanto que me quemé y pasé una noche febril. Y –creo que fue ese mismo día– cogimos un pez verde con aspecto radiactivo que no supimos si devolverlo al mar o mandarlo a un laboratorio de Greenpeace.

La última vez que fui de pesca lo hice solo. Y ni siquiera llegué al mar. Lo decidí sobre la marcha, en un arrebato de espontaneidad. Guardé los aparejos en el maletero, compré un choco en el supermercado y emprendí el breve viaje que separa Huelva de Punta Umbría. Mientras conducía, caí en la cuenta de que nunca había tomado la vieja carretera que se adentra en las marismas del Odiel, así que –ya digo: estaba yo muy espontáneo– di un volantazo y me adentré en el parque. Al poco había un cartel, enorme, que avisaba al conductor: “Zona muy peligrosa. Acceso bajo su responsabilidad. Riesgo de quedar aislado en el interior”. Cualquier persona normal se da la vuelta. Y, de hecho, la persona normal que a veces soy me lo susurraba, con voz pequeñita, en mi interior: “date la vueltaaa…”. Pero es superior a mí. Desde niño. Si pone prohibido, allá que voy. Así que allá que fui, con un puntito de adrenalina y otro de curiosidad.

La carretera se estrechaba, con el polo químico escupiendo humo al fondo. A su lado izquierdo, una caída abrupta en el Odiel, y a la derecha una playa postapocalíptica llena de basura y carteles avisando de la presencia de medusas muy tóxicas. Zona peligrosa, carretera estrecha, nubes químicas al fondo, y ahora medusas muy tóxicas. Genial, me encantaba todo. El caso es que decidí por fin parar. Eché el coche a un lado de la carretera y comenzó a patinar hasta que se detuvo de golpe. Bajé y comprobé que estaba atrapado en la arena. Así que me puse a buscar tablas, piedras, a idear mil maneras de sacar el coche, hundido hasta los bajos, de aquel arenal. El sol caía y las posibilidades de lograrlo decrecían, empapado en sudor, con las manos desolladas de sacar arena y piedras, completamente solo. Mientras, el choco sufría pacientemente en el maletero. Pensé en llamar a la grúa, claro, pero mi ego se resistía a tener que narrar algo donde se manifestara tan claramente que era un idiota. Al final lo hice, por supuesto, y no me sirvió de lección. Porque en la vida las consecuencias de nuestros actos suelen llegar mucho después de estos, con lo que la relación estímulo-respuesta ya está muy debilitada. Por eso de la vida aprendemos tan poco.

Así que pronto iré otra vez a pescar, cuando las playas se vacíen de veraneantes y la luz de septiembre, que es más mansa y serena, brille nuevamente sobre el mar.