jueves, 31 de diciembre de 2015

Brindis de Nochevieja


Brindis de una tarde de verano 
(que podría ser de invierno)

A lo lejos el sol se hunde en la marisma.
Yo la contemplo desde los altos cerros
y veo la montaña de sal oscurecerse.
La vida sabe a poco en los labios del hombre:
apenas un destello, un relámpago sordo.
Pero un año es eterno debajo de la luz
que se derrama, lenta, sobre las parras verdes
y sobre los olivos de esta tierra. Los hombres
vuelven de sus labores con cestos, a lo lejos,
y las mujeres llevan delantales manchados.
Caminan sobre el manto de la tierra
recogiendo las uvas verdes de la alegría.
Pero el vino es liturgia de la tierra
que levanta en su altar las plegarias del mundo.
Por eso alzo mi copa,
en las últimas luces de este día
antes de que las sombras inunden nuestros ojos.
Brindo por nuestros cuerpos tumbados en la hierba
de un campo interminable, por la dicha
de unos ojos que miran otros ojos
como un espejo puro de metal y fuego.
Brindo por las mañanas de San Juan,
por los niños corriendo por los largos pasillos,
por las luces nocturnas de la ciudad dormida,
por las dunas cubiertas de enebrales
con hileras de hormigas avanzando en sus hojas,
y brindo por las calles infectadas del puerto.
Brindo por esta tierra,
patria de las cigüeñas y los buitres,
por sus montes brillando bajo la luz de mayo,
por la risa nerviosa de una muchacha frágil
y por su piel de almíbar, porque un hombre
que no es nada y que nada merecía
tuvo la extraña suerte de la dicha.
Brindo por el misterio de esta hora
mientras arde a lo lejos, como un disco de fuego,
toda la luz del mundo sobre el mar.

Feliz entrada en el 2016, amigos

Original en: Premios Orola 2015 

martes, 29 de diciembre de 2015

Lamentaciones


Los actos generan normas. Se pretenda o no. Lo pensaba esta mañana mientras veía las noticias con el desayuno y le daba vueltas al hecho de que cada vez esté más extendida en toda España la idea de que la solución lógica al problema de Cataluña sea la celebración de un referéndum. Porque el problema aquí es precisamente este: ¿qué norma generaría su realización? ¿Que cualquier territorio puede decidir erigirse en estado independiente? ¿Que lo pueden hacer solo los territorios autodenominados históricos? ¿Que lo puede hacer cualquiera con tal de llevar un tiempo reclamándolo? ¿Que se puede hacer eso con una mayoría simple? ¿Con dos tercios? ¿Y una ciudad puede hacer lo mismo? ¿Una comarca? ¿Un pueblo? ¿Y podría volver a integrarse en el estado del que se separó? ¿Y en ese caso podríamos decidir algo los demás? La razón por la que el derecho de autodeterminación no aparece en ninguna constitución normal es precisamente ese: que el acto no genera una norma asumible, sino caos y disgregación. Lo contrario de un Estado. 
Me temo que todavía tendremos que ver -y pagar- la escasa cultura política de este país, la pobreza intelectual con que se despacha cualquier análisis sobre nuestra vida colectiva, este infantilismo pseudodemocrático del derecho a decidir, como si una nación pudiera funcionar sometiéndose a sí misma a un plebiscito permanente. Lástima de nosotros, pero sobre todo lástima de los muertos que murieron para esto.

jueves, 17 de diciembre de 2015

Breves enseñanzas providenciales

El otro día me ocurrió algo ridículo. Había quedado con unos padres en el instituto para hablar de su hija. Fui en bici, que es el vehículo que usamos los que agotamos la treintena, confirmando que hemos dejado muy atrás la época veloz y contaminante de los veinte. Tras la reunión, me fui al gimnasio (así, sin esperar a los propósitos de Año Nuevo) y, al terminar, volví al instituto para recoger la bici. Era ya de noche. Abrí lentamente la pesada puerta de metal azul, y luego la pesada puerta de metal blanca, y por último la liviana puerta de aluminio y cristal. Entonces vi los sensores de la alarma colocados en la pared y comenzó a sonar un timbre estridente. Inmediatamente me imaginé rodeado por la policía nacional. Pero no desistí en mi empeño de recoger la bici. Me adentré por los pasillos oscuros y fantasmales del instituto, con mi mente asediada por viejas imágenes de terror cinematográfico. Imaginé lo que diría a los policías cuando, al salir en chándal y con una bicicleta en la mano, me encañonasen con sus armas reglamentarias. Decidí que gritaría "¡soy profesor de filosofía!", porque cualquiera podría comprender que los rateros del barrio no saben decir "filosofía" correctamente. Imaginé el tono de voz que debía poner para evitar que el agente más novato, en un movimiento nervioso, acabase esparciendo mis sesos por la puerta trasera del instituto. Definitivamente, no quería morir en un centro educativo andaluz. Recordé a Def Con Dos y sentí pánico a una muerte ridícula. Abrí cuidadosamente la puerta exterior y, frente a mí, el semáforo emitía un sonido estridente. No era la alarma lo que sonaba, sino el aparato que guía a los ciegos para cruzar la calle. En solo un instante, una pequeña gota de realidad diluyó historias y miedos que se extendían como una telaraña por mi mente. Pensé en cuántas veces nos ocurrirá esto, cuánto ruido psicológico impidiendo escuchar lo obvio cada día. 
Hoy andaba igual, esta vez con la política, imaginando escenarios apocalípticos y discursos inexistentes, cuando abrí mi correo electrónico. La Providencia, que no se cansa de intentar enseñarme, había dejado en mi bandeja de entrada un mensaje de spam que decía: "Keep calm and love, Alejandro". Y, dentro de mí, sentí vergüenza. Y gratitud.

lunes, 14 de diciembre de 2015

Una profecía inquietante

En el gimnasio. Veinteañero barrigudo, gorra blanca y tatuajes, le cuenta a su colega que se quiere comprar una bandera de EEUU. De pronto le asalta una duda: "¿El tío Sam quién é allí, quillo? Como aquí Franco, ¿no?". La conversación se vuelve confusa a partir de ese momento, pero al final alcanzo a escuchar: "Nosotros semo er futuro, quillo, nosotros semo er futuro". Y qué razón tiene.

Breve reflexión a la derecha

El PSOE dice que Ciudadanos es de derechas, como Podemos dice que el PSOE hace políticas de derechas, como IU dice que Podemos ha asumido el discurso de la derecha.

Cuando una palabra designa cualquier cosa es que no significa nada: es, literalmente, palabrería.

sábado, 12 de diciembre de 2015

Ideología, violencia machista, emancipación


¿Qué es la ideología?

En la tradición marxista, la ideología tiene como misión garantizar la pervivencia del orden económico y las estructuras de dominación que le son inherentes. Se trata de un conjunto de ideas, más o menos coherente, producido por las clases dominantes para defender sus intereses. Así que la ideología es, por su propia naturaleza, reaccionaria. Voy a poner un ejemplo de nuestros días: un producto ideológico –que inunda el cine, la literatura, las redes sociales, la televisión, el discurso político– es la idea de que “cualquiera puede alcanzar sus sueños si se esfuerza lo suficiente”. Es ideología porque, mientras la gente cree que eso es así, no se da cuenta de que el sistema mismo en que vivimos impide de hecho que cualquiera pueda alcanzar sus sueños. Mientras creemos en el mito de una voluntad omnipotente, se nos escapa la verdad de un sistema que rara vez premia el mérito. En una carta a Mehring, fechada el 14 de junio de 1893, Engels definía la ideología del siguiente modo: «La ideología es un proceso realizado conscientemente por el así llamado pensador, en efecto, pero con una conciencia falsa (mit einem falschen Bewusstsein); por ello su carácter ideológico no se manifiesta inmediatamente, sino a través de un esfuerzo analítico y en el umbral de una nueva conyuntura histórica que permite comprender la naturaleza ilusoria del universo mental del período precedente». Si Engels tiene razón, la ideología solo es percibida como tal, solo es desenmascarada, cuando el período histórico llega a su fin. Mientras tanto, es incuestionable, al menos para la sociedad en su conjunto. Por eso está llena de tabúes. Por muchos análisis filosóficos que pueda hacer un pensador adelantado a su tiempo, la ideología es –para la sociedad en general– la verdad misma.


Violencia machista

Eso es, a mi juicio, lo que ocurre con la violencia machista en una cultura que no dispone de ningún paradigma moral ni andamiaje emocional para sus individuos y que, en lugar de soluciones capaces de alterar el orden social, ofrece en su lugar una ideología cosmética incapaz de disminuir significativamente los casos de violencia contra la mujer. Estos días hay una gran polémica por el tema de la violencia machista y la postura de Ciudadanos al respecto. Polémica excesiva, en mi opinión, dado que el programa de Ciudadanos recoge un alto número de propuestas encaminadas a terminar con esta lacra y el propio Albert Rivera se encargó de aclarar que lo que pretenden es elevar las penas de todas las violencias domésticas. Aún así, el socialista Antonio Hernando reprochaba hace unos días a Marta Rivera lo siguiente: "Si ustedes no son conscientes de que las mujeres mueren y son asesinadas precisamente por su condición, es que no han entendido nada". Sin embargo, el problema que vivimos cada día con cifras espeluznantes tiene que ver casi siempre con mujeres maltratadas y asesinadas, no por cualquiera, sino por sus parejas. ¿Por qué se obvia entonces la cuestión emocional y sexual, volcándose todo en la cuestión del género? Después de tantos años de políticas infructuosas, podríamos hacer el esfuerzo de plantearnos si la ideología no nos deja ver el bosque. Encontraríamos más claves resolutivas mirando en otra dirección. Por empezar con lo más obvio, la dirección de nuestro sistema educativo, que margina totalmente la educación en el conocimiento de uno mismo, en el control de las emociones, en la autoestima. Yo doy clases en un instituto de secundaria y veo constantemente parejas adolescentes inmersas en relaciones insanas, y cómo los jóvenes, sin apoyo del sistema y de la sociedad, crecen pensando que su autoestima, su felicidad y su éxito social dependen de lo que logren de su pareja. ¿Pero contra esto puede hacer algo un sistema que vive precisamente del descontrol de nuestras emociones, de esa falta de autoestima que explota el mercado? Por poner otro ejemplo, ¿no encontraremos claves en la permisividad con que –por falta de coraje político– se permite a los medios de comunicación emitir programas y series donde se repiten patrones verdaderamente vergonzosos en las relaciones de pareja? ¿Tampoco hay nada que analizar en el hecho, científicamente constatado en multitud de ocasiones (fuente), de que la testosterona está en la base de la conducta violenta y que ni la sociedad ni las instituciones enseñan a los individuos formas de gestionarla y canalizarla? 
La ideología devora completamente este asunto: por ejemplo, desde los colectivos feministas se denuncia "que el catolicismo tradicional, así como el fomento de estructuras y políticas públicas heteronormativas, hacen que esta violencia se perpetúe cada día en nuestra sociedad" (fuente), ocultando los datos reales de que en los países europeos de tradición católica -en el Parlamento de Polonia no hay, a día de hoy, un solo partido de izquierdas- hay menos casos de violencia contra la mujer que en Reino Unido o Dinamarca (fuente). 
Un último apunte ideológico: Pablo Iglesias pidió en su día (fuente) que se terminase con la excepcionalidad de los presos de ETA y, sin embargo, parece que la excepcionalidad penal en la cuestión de género le merece más respeto. No voy a entrar en la cuestión. Solo constato, una vez más, que el análisis de la realidad se eclipsa por los intereses particulares de las ideologías.

Emancipación

Hay mucha falsa conciencia detrás de las ineficaces políticas que padecen las mujeres en nuestro país. Al fin y al cabo, un planteamiento sanador implica necesariamente enfrentarse a las grandes contradicciones de nuestras sociedades, a sus problemas irresueltos, a sus huecos. Enfrentar de verdad el problema de la violencia –en general, y de la llamada violencia machista en particular– implica toparse con las estructuras más sólidas y más arcaicas de nuestra sociedad y de nuestra naturaleza, estructuras que no estamos dispuestos a cuestionar. No hay progreso en la historia que no pase por arrancar de raíz los tabúes y los dogmas ideológicos en los que se asienta cada época. Tabúes y dogmas que tienen como meta desviar la atención. Cuando estemos en condiciones de pararnos a pensar qué está ocurriendo en la cara oculta de la realidad, veremos un horror vastísimo y prácticamente eclipsado. Hay que escarbar mucho para encontrar, por ejemplo, que en EEUU se suicidan 30.000 personas al año como consecuencia de un divorcio (de las cuales 22.500 son hombres y 7.500 mujeres). También estos datos nos hablan de una sociedad que no ha sabido integrar el matrimonio y la vida familiar en el sistema económico, laboral y jurídico occidental. Los datos son parecidos en España: solo en 2013 se suicidaron 3870 personas (un 22% más que en 2010), y de ellas 2911 fueron hombres, frente a 959 mujeres. ¿No hablan estos datos contra la supuesta emancipación y contra el modo como están integradas las relaciones de pareja en el orden social? El suicidio mismo está silenciado. No se habla de él, ni los datos aparecen en los informativos o en las primeras portadas de los diarios. Una sociedad donde la gente (sobre todo hombres) se suicida  tras un divorcio dice mucho contra el dogma ideológico de la emancipación y la felicidad occidental. Algo similar ocurre con la violencia infantil, otra realidad espeluznante en la que no se pescan votos y cuyo análisis nos obligaría a replantearnos unas cuantas cosas. En 2012 fueron atendidos en hospitales 1778 niños como consecuencia de agresiones físicas y abusos sexuales. ¿Cuántos casos puede haber de maltrato no atendido? La Fundación ANAR, que se dedica a este problema, realizó 13.106 intervenciones solo en 2012. Hace poco conocimos la noticia de que, en China, un padre asesinó a su hijo por haberse orinado en la cama y, según UNICEF (fuente) en Australia una de cada diez personas considera adecuado castigar a sus hijos con palos o cinturones. Solo en Reino Unido 17.000 niños tienen que recibir atención especial por casos de maltrato. Esta violencia no gana votos, así que ni tiene adjetivos ni merece agravantes. Entre las acciones bienintencionadas pero ineficaces y la pura hipocresía, lo cierto es que seguimos realizando políticas de maquillaje –como las políticas lingüísticas, las campañas de concienciación– que no podrán acabar con el problema porque están a galaxias de enfrentar sus causas. "La verdad os hará libres", decía el Evangelio. Políticamente esto significa que no hay emancipación real allí donde no hay una constatación amplia y un análisis sin prejuicios de la realidad. Una realidad que está muy lejos de la imagen que nos venden cada día.


martes, 8 de diciembre de 2015

Anotaciones al debate

Me gustó mucho el debate de ayer en a3media, y no tanto por lo que allí se dijo, que fue poco y poco nuevo, sino por su contexto: en este país la política está dejando de ser un tabú conversacional y vuelve a provocar más interés que hartazgo. Más de nueve millones de personas vieron el debate y en Twitter no se hablaba de otra cosa. Muchos jóvenes que aún no han terminado el instituto ven los últimos debates y hablan de política. Y esta misma mañana, en una cafetería de barrio en Dos Hermanas, las señoras comentaban las propuestas en educación. Este país necesita una política nueva, y eso que precisamente los candidatos de la "nueva política" mostraron ayer qué fácil es caer en la vieja política del vacío: un discurso de mínimos para no pillarse los dedos con nada. En este sentido, he visto a Albert Rivera mucho más concreto y sólido en otras ocasiones, teniendo en cuenta que me sigue pareciendo la alternativa más viable al impasse político de este país. Hay que decir lo que se piensa de la guerra, de la contratación y de los impuestos. Precisamente ahí estuvo muy bien Pablo Iglesias cuando, por ejemplo, defendió el referéndum soberanista. Decir esas cosas nos aclara a los ciudadanos a quién no debemos votar si no queremos que una sola legislatura dinamite la gran conquista histórica de la unidad nacional. Los ciudadanos quieren oír discursos sólidos, propuestas viables, proyectos tangibles, para no correr el riesgo de que el discurso político se convierta, como decía Popper respecto de la pseudociencia, en un conjunto de afirmaciones infalsables, y por tanto, completamente irrelevantes. Ayer Rajoy, como siempre, se ausentó. Es el presidente que se oculta a sí mismo, el Sanctasanctórum, la Kaaba: en su no manifestarse, intenta crear la ilusión de su propia divinidad. Y como lo Absoluto no puede manifestarse (Éxodo, 33:18-23), mandó a su profeta Soraya, que no estuvo nada mal teniendo en cuenta que iba camino del Gólgota. Recibió a tres bandas, con cierta dignidad. A Rajoy, en cambio, no le gusta que le pregunten cosas. Las divinidades no dan explicaciones a la chusma. Por el contrario, sí estuvo en casa de Bertín Osborne, otra divinidad, en un bochornoso acto de propaganda grosera donde se alternaban relatos enternecedores de su infancia con fotos antiguas y música nostálgica. Pero de los sobres y de los pobres, de la política económica y de la economía politizada, de las aulas y los hospitales, no tiene nada que decir. La estrategia estética de Rajoy es la de los emperadores japoneses y los faraones egipcios: solo exponerse ante el populacho en escenificaciones de su propia grandeza. Con independencia de los frutos que pueda recoger de esta estrategia, ayer fue el peor del debate y demostró, una vez más, que no está a la altura de lo que merece España. Y eso que ni siquiera estaba.

jueves, 12 de noviembre de 2015

Catorce falacias del independentismo

Una falacia es un argumento que viola las reglas de la lógica. Los profesores de filosofía las explicamos en clase a nuestros alumnos para que estén atentos a los malos hábitos de nuestros políticos y tertulianos. Hay falacias de muchos tipos y casi todas proceden del hecho de que la gente tiende a utilizar la razón para apoyar lo que interesadamente le conviene a cada uno. Para entendernos, la falacia es a la lógica lo que la prostitución al amor y la esclavitud al trabajo: una forma más de dominación que pervierte y degrada en beneficio propio lo que podría ser una oportunidad de libertad. Veamos algunos ejemplos en nuestro conflicto político más candente.

1. La falacia de la ventana rota. La propone Bastiat en el siglo XIX: un niño rompe la ventana de un comerciante y, aunque lo lógico sería compadecer al comerciante, el argumentador falaz convence a la gente de que, en realidad, la acción del niño obliga a comprar una ventana nueva, lo que es bueno para el cristalero, que a su vez comprará otras cosas con ese dinero y, finalmente, redundará en beneficio de todos. Al final, la infracción es presentada como un bien social, de la misma manera como los procesistas tratan de convencernos de que la violación de la ley responde a una acción bondadosa cuyas consecuencias serán estupendas, y de que romper la ventana nos beneficia a todos.

2. Ad nauseam. Tal como suena: la técnica consiste en repetir mil veces algo hasta el agotamiento, de manera que se produce la certeza emocional de que ese algo es así, sin aportar un argumento verdadero que lo sostenga. Se consigue, por ejemplo, repitiendo consignas una y otra vez hasta que estas se convierten en lugares comunes que todo el mundo da por sentados. Del “España nos roba” al “nada más democrático que poner las urnas”, las grandes consignas del independentismo no aguantan la confrontación con la realidad: tributar más por producir más no es ser robado, y la democracia no consiste en votar sobre cualquier cosa de cualquier manera.

3. Ad populum. Es un argumento típico en las concepciones degradadas de lo que es la democracia y se repite mucho a la hora de exigir “derechos”. Consiste en basar la verdad en la convicción de un grupo cualitativamente numeroso. Si tanta gente considera que tiene derecho a crear un nuevo estado vía referéndum, debe ser verdad. Obviamente, esto es tan arbitrario como afirmar que un municipio de seiscientos habitantes tiene derecho a eso mismo. En los estados democráticos, los procedimientos de toma de decisiones están legalmente determinados.

4. Ad ignorantiam. Razona así: “No vamos a salir de Europa, no vamos a dejar de usar el euro, no vamos a perder nuestra nacionalidad, no vamos a hundir el país en el caos administrativo ni la economía va a verse dañada, y la razón de todo ello es que nadie ha demostrado lo contrario”. En efecto, basar una afirmacion –especialmente sobre futuribles– en el hecho de que nadie ha demostrado lo contrario permite defender fenómenos paranormales tan diversos como el independentismo, los extraterrestres y la vida inteligente en Gran Hermano.

5. Mi madre me dice que coma sano. Puedo responderle que es una persona autoritaria que no quiere que disfrute libremente de la variedad gastronómica que me ofrece la vida urbana. Pero si lo hago estoy cometiendo la falacia del hombre de paja, que consiste en convertir al adversario –tergiversando la realidad– en un pelele fácilmente vapuleable: así, en lugar de afirmar que el gobierno autonómico tiene límites en el ejercicio del poder, puedo decir que “los catalanes somos inquilinos de un casero hostil” (Artur Mas), o en lugar de decir que hay un conflicto de competencias, puedo afirmar que “España ha declarado oficialmente la guerra a Cataluña y a partir de ahora los combates serán directos, feroces y diarios” (Víctor Alexandre), y también puedo, en vez de reconocer la realidad tributaria de un país, exclamar indignado que “no tenemos que pedir limosna a los ladrones” (Alfons López Tena). Suele funcionar bastante bien.

6. Post hoc ergo propter hoc. Suena como una cafetera cayendo por unas escaleras, pero es el nombre de la falacia más querida por el pensamiento mágico: un tipo en taparrabos mueve unas maracas, después cae la lluvia, ergo... el tipo en taparrabos es un poderoso chamán capaz de hacer llover. La razón de que Cataluña quiera la independencia es el hecho de que una vez fue un reino autónomo. Dejando al margen lo cuestionable del dato histórico, es obvio que el deseo de independencia es mucho más reciente y tiene que ver con causas bien distintas a una mera causalidad histórica que no tiene relevancia en el Reino de Navarra ni en el de Granada, por ejemplo.

7. Petición de principio. Es un argumento circular que da por supuesto aquello que pretende demostrar. El nacionalismo –y su fiel aliado, el autodeconstruido socialismo catalán– afirman que la necesidad de la independencia viene causada por las acciones del gobierno central, pero ocultan que esas acciones a su vez fueron causadas por una política que buscaba deliberadamente el conflicto. La estrategia nacionalista es: crear un problema, provocar una reacción y luego decir que la reacción ha provocado el problema.

8. La falacia de la falsa analogía es muy habitual en política. La usó Rajoy cuando dijo aquello de que la economía de un país es como una casa: no se puede gastar lo que no se tiene. En esa línea de comparaciones arriesgadas, los independentistas argumentan que la relación entre España y Cataluña es como un matrimonio en el que uno de los cónyuges quiere forzar al otro a mantenerse en una relación que ya no desea. La analogía podría hacerse con un padre que quiere romper el matrimonio sin hacerse cargo de los hijos, con una aldea que decide prenderse fuego con el cincuenta y tantos por ciento de los votos o con cualquier otra ocurrencia que, en realidad, no hace más que desvirtuar la complejidad del problema y llenar las cabezas de la gente de una indignación injusta. Lo cierto es que un Ayuntamiento está subordinado a una Comunidad Autónoma como esta lo está al Estado y este a los organismos y tratados internacionales. Es precisamente la fragmentación del poder lo que garantiza un estado democrático. Los independentistas quieren un poder absoluto. Al no aceptar un límite al propio poder ni una autoridad de mayor rango, son absolutistas, es decir, reaccionarios. Pero una buena falacia siempre sirve para disimularlo todo.

9. La incoherencia no es propiamente una falacia, pero sí una condición que imposibilita el discurrir lógico. Incurren en ella quienes pedían respeto a la legalidad y a las instituciones cuando el pueblo indignado cercaba el Parlamento de Cataluña pero ahora afirman, en nombre del pueblo, que no tienen que respetar la legalidad ni las instituciones.

10. Lo mismo ocurre cuando utilizamos en la argumentación conceptos abstractos o metafísicos que no tienen un referente claro en la realidad empírica. La voluntad de los ciudadanos puede medirse, hasta cierto punto, en unas urnas. Pero que a los nacionalistas la voluntad popular les importa bastante menos que una concepción metafísica de lo que son España y Cataluña lo evidencia el hecho de que Joan Tardá afirmara hace solo un año que “cuando hayamos proclamado la república en Cataluña seguiremos viniendo al Parlamento español, por supuesto; porque hay dos territorios, el País Valenciano y las Islas Baleares, dos territorios de los Países Catalanes, que seguirán siendo todavía territorio del Estado español”.

11. Falacia naturalista. La proponen los filósofos británicos para criticar el empeño en identificar lo bueno con “lo natural”, como si de un determinado tipo de realidad pudiera deducirse el bien. Es muy propio de ciertas morales religiosas: la homosexualidad no es natural, luego debe ser mala. Para entender en clave independentista esta identificación metafísica entre bien y naturaleza baste recordar las palabras de Josep María Pelegrí: “Comer en clave catalana es comer en clave saludable”. Y a la inversa: si el bien emana del ser catalán, el mal emana necesariamente del ser español, que es su antítesis metafísica: “La corrupción en Cataluña es una consecuencia de su españolización en las últimas décadas” (Salvador Cardús).

12. Falacia de la alegación tendenciosa, que yo llamaría, para nuestro caso, la falacia del conquistador. Es el argumento más viejo y también el más falaz. Identifica a Cataluña –o al País Vasco o whatever– como un territorio ocupado, colonizado por una potencia imperialista. La falacia consiste en seleccionar los datos que confirman la propia tesis (la guerra de Cataluña en 1714, por ejemplo) mientras se obvian aquellos hechos que desmienten la propia tesis (por ejemplo, el abrumador apoyo de Cataluña a la Constitución del 78 o el hecho de que fue una guerra –imperialista, ¿o esta no?–  la que llevó a Jaime I el Conquistador a conformar eso que ahora los nacionalistas asumen como su nación, la de los Països Catalans).

13. Además de las falacias lógicas, existen ciertas actitudes argumentativas que podríamos llamar falacias psicológicas. La que voy a explicar ahora aclaro desde ya que no existe en ningún tratado de lógica yo la llamaría la falacia del chivo expiatorio. Si hay una barbaridad intelectual que no falta en la historia de las barbaridades políticas es esta. La explica muy bien Girard en su famoso libro del mismo nombre. Se trata de coger a un pueblo en un mal momento –económico, social, político– y convencerlo de que sus males tienen un culpable fácilmente identificable: el chivo expiatorio. Toda la frustración, el descontento y la rabia –hasta entonces metidos en la olla exprés del resentimiento colectivo– ya pueden salir al exterior en una dirección bien dirigida. Es el momento de la euforia, de las masas, de la barbarie.

14. La mentira del independentismo no nacionalista. Se trata de otra desviación psicológica. Decir que odias a tus vecinos y que te sientes superior a ellos es políticamente incorrecto, algo que uno no puede reconocer ni ante sí mismo, y solo pensable en conflictos bárbaros como los de Palestina o Ruanda, donde la gente termina tirándose granadas y amputándose miembros con machetes. Así que se dice: “no tenemos ningún problema con el pueblo español”. O, en palabras de la CUP, “no somos nacionalistas, sino independentistas”. Pero a menudo los argumentos son la superestructura intelectual que oculta la estructura emocional de la repulsa etnicista. Esto se ve en el hecho de que Barcelona y su cinturón industrial no piden independizarse de Cataluña a pesar del enorme dineral que invierten en subvencionar la Cataluña rural: allí no se ha inducido el veneno del cálculo fiscal para justificar la segregación nacional. El independentismo, como sus prestos aliados de la extrema izquierda, considera a España una mezcla de cosas casposas de la que hay que escapar: ejército, tauromaquia, personajes grotescos y corrupción política. En el fondo de la caverna psicológica nacionalista una voz dice: “Nosotros seremos diferentes porque... siempre hemos sido diferentes”. 

lunes, 19 de octubre de 2015

La nueva política en la barra del bar

Ayer, mientras mi pueblo entero festejaba una romería que había sido cancelada por la lluvia, yo me tragué el debate entre Iglesias y Rivera organizado por Jordi Évole en La Sexta. El programa comenzaba con el small talk de Pablo y Albert en el asiento de atrás de un coche. Llegan a Nou Barris y, por la calle, un señor mira al líder de Podemos con cara de adoración: "Usted es Pablo Iglesias, ¿verdad?". A Rivera no le dice ni hola, así que el pobre se echa a un lado y todos pensamos que se han topado con un votante de Podemos. Hablan unos segundos y cuando se van a despedir, Évole le pregunta al señor: "bueno, ¿y usted a quién ha votado?". Entonces el señor confiesa haber votado PSOE en las municipales, luego señala con el dedo a Rivera como si fuera el hijo de la vecina y dice: "En las autonómicas, a Ciudadanos". Y sigue mirando a Iglesias con cara de alucinado. Me pareció tan genial que es el detalle que mejor recuerdo de la entrevista.

Bien. Los tres se van a un bar y, nada más entrar, la dueña se queja de que ningún candidato se pasa por Nou Barris. Y este primer detalle, esta estética ya dice algo de lo que está pasando, a pesar de que el eslogan de la nueva política se repita como un mantra hasta el punto de que la saturación nos empuje a dudar de él. Algún tuitero bromeaba ayer con que a la entrevista solo le faltaba un tío saliendo de cagar del baño. En España, el pueblo son los bares. Allí se escuchan las quejas, las preocupaciones, las opiniones de la gente. Dos políticos y un periodista tomando café con leche en un bar de barrio es una escenografía distinta, radicalmente nueva, a la que representa ese político asomado a un plasma para responder preguntas previamente dadas a los periodistas. Solo hacía falta tratar de imaginar allí las figuras artificiosas de Rajoy y Sánchez para entender que estábamos en otra dimensión.

El contenido: flojo en mi opinión, muy del gusto del formato televisivo. Faltó completamente la cuestión ecológica, al parecer irrelevante para la política actual. De dos temas tan importantes como la educación y la sanidad solo se dijo lo que alimenta la polémica mediática: la segregación por sexos en los colegios, en cuanto a lo primero, y la atención sanitaria a los inmigrantes, en cuanto a lo segundo. Dos asuntos que, mirados con atención, rozan lo irrelevante. Ambos líderes son hábiles y usan cualquier detalle para barrer para casa. Pero Rivera estuvo mucho más ágil: lo tiene más claro, explica mejor las propuestas del partido y se evidenció como un candidato a la altura de La Moncloa. Iglesias vaciló, no pudo concretar, diluyó propuestas iniciales en mera declaración de intenciones, regulativas, como las ideas de la razón de Kant. Propuso cosas que le van a quitar mucho apoyo a nivel nacional (como el acercamiento de presos de ETA, la celebración de un referéndum en Cataluña y la excarcelación de Otegi). Pero incluso en ellas hay que reconocer la honestidad de un político que afirma y explica aquello que cree bueno para su país, sin rodeos ni concesiones a la ambigüedad. Rivera hace lo mismo con temas económicos: le gustaría -dice- un salario mínimo más alto o una jubilación temprana, pero lo ve imposible en las condiciones demográficas y económicas actuales. Las malas noticias hay que explicarlas con honestidad: la gente lo entiende y lo valora.

La diferencia entre nueva y vieja política se ve especialmente al contrastarla con el nivel de la mesa de El Objetivo, que tiene lugar justo después de la entrevista. Allí Pablo Casado (PP) se ríe, con esa ironía cansina y falsa de los políticos profesionales, por las coincidencias entre Iglesias y Rivera. La estrategia es espantar a los votantes del PP de una posible huida a Ciudadanos. Y no entiende que a los ciudadanos que no adoramos a nuestros partidos como sectas, esas coincidencias nos parece que van en la buena dirección: la de que partidos tan distintos puedan ponerse de acuerdo en la regeneración institucional del país. Pero no solo: Casado también ironiza con el hecho de que ambos candidatos reconocieran haber pagado en alguna ocasión en negro. Entonces uno, como telespectador, contempla atónito cómo este Pablo Casado, representante del partido de la mentira, el expolio y la corrupción generalizada, se pone moralista porque ambos líderes declaren haber pagado en su vida alguna cosa en negro. Y luego está Adriana Lastra, la representante del PSOE, que usa su condición de mujer para pedir que no la interrumpan (!) y que se enfada con Íñigo Errejón porque el hombre mueve las cejas cuando ella habla.

Bien. En una sociedad en la que, como decía Erich Fromm, se ha perdido la gran esperanza en la política, quizá lo nuevo de la nueva política consista en que ya no nos mueva un gran sentimiento al que entregar el corazón, sino un compromiso sosegado con las buenas ideas. Quizá sea el momento, no de grandes revoluciones, sino de grandes consensos, de reformas surgidas de una puesta en común que, según todos los sondeos, va a ser inevitable. Al hilo de la entrevista pensaba, precisamente, que la Constitución Española no fue más que el resultado de múltiples renuncias. La renuncia a lo propio en atención a lo de todos. Esto a veces se olvida. La gran esperanza se diluye entonces en una confianza razonable: la de que es posible mejorar ciertas cosas. No conquistar el cielo, pero sí mejorar la tierra. Sin sectarismos ni certezas absolutas. Al terminar la entrevista, me acordé del personaje que apareció al principio: el pueblo español se parece mucho a ese señor que pasea por las calles de Nou Barris, vota PSOE en las municipales, Ciudadanos en las autonómicas y mira con simpatía a Pablo Iglesias. Que a la nueva política no se le olvide.

lunes, 12 de octubre de 2015

Día de la Hispanidad

Decía Spinoza que nadie sabe cuánto puede un cuerpo. De la misma manera, uno nunca sabe hasta dónde puede llegar la ignorancia fanática de este país. La ignorancia, bastante universal, es el desconocimiento de la realidad de la que se habla. El toque fanático, típicamente hispano, lo aporta esa seguridad con que hablamos, sea desde el púlpito eclesiástico o desde la tribuna de la red social. La última ocurrencia de la ignorancia fanática hispana es el rechazo al Día de la Hispanidad. El argumento es que celebramos el inicio de un proceso de colonización violento. Entonces se ignora, supongo, que la herencia latina o árabe -de las que hoy nos sentimos tan orgullosos- fueron resultado de la invasión militar llevada a cabo por pueblos que en un momento concreto de la historia alcanzaron la hegemonía política en cierta zona del mundo. Nadie se escandaliza de que los franceses conmemoren el día de la Toma de la Bastilla, hecho que dio lugar a un período revolucionario en el que rodaron cabezas a diestro y siniestro y que culminó con la ocupación militar de media Europa. Solo hay que entender la letra de la Marsellesa para hacerse una idea de lo violenta y cruel que es la historia del surgimiento de una nación. Allí, en Francia, hay columnas y plazas dedicadas al golpista Napoleón de la misma manera que la República Italiana está plagada de estatuas y calles en honor del rey Víctor Manuel. Tampoco es frecuente escuchar reproches al hecho de que la conquista del Oeste, la creación misma de EEUU como nación, fuera realizada por medio de un exterminio tal de los pueblos amerindios que apenas quedan hoy de ellos más que unas cuantas reservas donde malviven, subadaptados a la sociedad surgida de la colonización. Por supuesto, tampoco se escucha la obviedad de que lo celebrado hoy es el día de la llegada a América, no las barbaridades que unos u otros pudieran cometer desde entonces. También se ignora -y de ahí el enfado fanático desde el que se habla- que esos pueblos conquistados fueron a su vez pueblos conquistadores: que los aztecas, por ejemplo, oprimían a los pueblos anteriores a su llegada o que hacían espantosos sacrificios humanos a sus dioses. Que en la llamada Colonización española intervinieron también pueblos americanos, aliados ocasionales de los españoles para librarse de viejas tiranías. Se olvida que fue un fraile español, Fray Bartolomé de las Casas, quien inició un proceso de defensa de los derechos de los indios de tal envergadura que es considerado por muchos politólogos como el nacimiento del Derecho Internacional: fue Carlos I de España quien promulgó en 1542 las Leyes Nuevas que prohibían expresamente la esclavitud de los indios americanos y que son el primer documento legal inventado en la historia para proteger a los habitantes de los territorios colonizados. En fin: a mí me pasa, como a Paco Ibáñez traduciendo a Brassens, que "cuando la fiesta nacional / yo me quedo en la cama igual / que la música militar / nunca me supo levantar". Pero una cosa es no tener emociones excesivamente patrióticas y otra muy distinta es encubrir el resentimiento en toda una mitología al servicio de la estupidez.

domingo, 16 de agosto de 2015

Juan Espadas y la Virgen de los Reyes (un apunte sobre Estado y religión)

Ayer se celebró la fiesta de la Asunción de María, que en Sevilla se venera en la advocación de la Virgen de los Reyes, patrona de la ciudad. Como no podía ser de otra manera, ese día la imagen sale en procesión. El nuevo alcalde, el socialista Juan Espadas -que gobierna gracias a IU y la marca de Podemos en Sevilla- decidió limitar la presencia voluntaria de representantes del Ayuntamiento a dos concejales por cada partido. La jugada, políticamente hablando, no es mala, aunque se le ve el plumero: contenta a sus apoyos con un mal gesto hacia el establishment religioso de la ciudad, pero sin ser tan radical como para enfadar a los suyos y al pueblo sevillano, poco receptivo con los políticos que meten las manos en el folclore religioso de la ciudad, como pudo comprobar Teresa Rodríguez [me corrigen: fue Begoña Gutiérrez] cuando se le ocurrió mencionar el tema de la Semana Santa. Y por si fuera poco, como sus apoyos no van a estas cosas, Espadas se hubiera visto en un acto multitudinario abandonado por los suyos y rodeado de concejales de la oposición. Bien por ti, Juan. La jugada fue buena y, de todas formas, la Virgen salió con normalidad y la gente la disfrutó sin estar muy pendiente de cuántos concejales la acompañaban. Lo interesante del hecho es la discusión que ha provocado en torno a la presencia de los políticos en los actos religiosos y el consiguiente debate sobre laicismo y aconfesionalidad en España que se repite periódicamente al hilo de este tipo de noticias. Y es este asunto el que querría comentar.

Lo primero que hay que tener en cuenta, en el debate sobre aconfesionalidad, es el origen histórico del problema. La reflexión sobre la separación Iglesia-Estado es muy antigua: es célebre el texto del franciscano Guillermo de Ockham Sobre el gobierno tiránico del Papa. Allí, Ockham explica que el derecho y el poder político de los gobernantes existieron antes de la institución de la Iglesia y que, por tanto, su legitimidad emana de una fuente distinta a la propia Iglesia. La cuestión se vuelve verdaderamente candente entre los siglos XVII y XVIII, precisamente en el contexto de las guerras de religión europeas. Desde comienzos de la modernidad y con la aparición de las reformas protestantes, la religión se había convertido en un instrumento de identidad nacional, de tal manera que una confesión religiosa "equivocada" podía fácilmente equipararse a un acto de traición y llevarte a perder la cabeza. Todo el mundo conoce el caso de Tomás Moro o el de John Fisher, condenados por no reconocer el Acta de Supremacía que hacía de Enrique VIII cabeza de la Iglesia de Inglaterra. Para evitar este tipo de guerras y la falta de libertad religiosa en las naciones europeas, Locke realiza una reflexión -inspiradora de la Constitución americana, por cierto- que incluye argumentos para separar la Iglesia (en cuanto comunidad libre de hombres que practican un culto común) del Estado (comunidad igualmente libre dedicada al cuidado de los asuntos mundanos). Hay un texto muy famoso que resume bien esto. Dice así: "No es la diversidad de opiniones (lo que no puede evitarse), sino la negativa a tolerar a aquellos que son de opinión diferente (que podría ser permitida) lo que ha producido todos los conflictos y guerras que ha habido en el Cristianismo a causa de la religión. La cabeza y los jefes de la Iglesia (...) han levantado, en contra de lo que dice el Evangelio y la caridad, a las autoridades y a las masas en contra de los que tienen ideas diferentes en religión, predicando que los cismáticos y los herejes debe ser expoliados de sus posesiones y destruidos. Y así han mezclado y confundido dos cosas que son en sí mismas completamente diferentes, la Iglesia y el Estado".

Por tanto, históricamente hablando, el principio ideológico de la aconfesionalidad tiene que ver con la exigencia de respecto a la libertad de conciencia. Nada más y nada menos. Por eso la obra donde Locke trata este tema se llama Tratado sobre la tolerancia. En España, este principio está perfectamente recogido en la Constitución y de un modo que, desde mi punto de vista, es más perfecto que el de las constituciones de algunos estados europeos. Los laicistas siempre ponen de ejemplo el caso francés. Craso error, pues allí mismo hay ya una reflexión sobre el carácter liberticida de un laicismo que impone la invisibilización de la vida religiosa en el espacio público. Gracias al modo como la Constitución Española tematiza el carácter aconfesional del Estado, no tenemos los problemas que tiene Francia respecto, por ejemplo, al uso de símbolos religiosos en las escuelas. El artículo 16 dice que “se garantiza la libertad religiosa y de culto. [...] Ninguna confesión tendrá carácter estatal" y en 16.3 se explica que "los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española y mantendrán las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia católica y las demás confesiones". En el curso de la tramitación de la Ley Fundamental, allá por el año 1978, fue el propio Santiago Carrillo -no sospechoso de clericalismo- quien explicó: "No hay ninguna confesionalidad solapada. Lo que hay, me parece, de una manera muy sencilla, es el reconocimiento de que en este país la Iglesia católica, por su peso tradicional, no tiene en cuanto fuerza social ningún parangón con otras confesiones igualmente respetables, y nosotros, precisamente para no resucitar la cuestión religiosa, precisamente para mantener ese tema en sus justos límites, hemos aceptado que se cite a la Iglesia católica y a otras confesiones en un plano de igualdad". Más claro, imposible.


En todo este debate hay varias confusiones. La más básica, me parece, es que hay un aspecto interior de la religión y un aspecto exterior que deben ser diferenciados, aun cuando ambos estén relacionados de una manera compleja. El aspecto interior no concierne al Estado: tiene que ver con las creencias y los dogmas de cada credo. Pero la dimensión social de la religión no puede dejarse de lado, precisamente por ser parte de la realidad humana que constituye la sociedad en que vivimos. En este plano, la religión debe estar al mismo nivel, al menos, que los teatros, los acontecimientos deportivos, las asociaciones vecinales, la Feria, el carril bici y la fiesta de la primavera. Es una confusión también pensar que lo público es lo de todos: no todo el mundo va al teatro ni usa el carril bici ni va a las piscinas municipales. Público es lo que hace la gente, lo que la gente quiere y practica. Y la religión debería ser para un político eso: una cosa que la gente (alguna gente, mucha gente) hace. Como tal, por supuesto que deben estar presentes los representantes de la ciudadanía en las manifestaciones religiosas de la ciudad. Lo que no puede ocurrir, en virtud del principio de aconfesionalidad, es que el rey se proclame cabeza de la Iglesia nacional ni que se prohíban libros por ser contrarios a una confesión consagrada por el Estado. Pero no es el caso. Hablamos de representantes públicos en prácticas públicas. Ocurre que hay quienes hacen de la política un medio para buscar problemas donde no los hay, mirar cada detalle de la realidad humana con el ojo de una moral irascible e inquisitorial: son estos quienes hacen verdad una frase que escuché en cierta ocasión a un amigo: "lamentablemente, ser de izquierdas se está convirtiendo, para algunos, en estar todo el día enfadado por cualquier cosa".

miércoles, 1 de julio de 2015

Grecia, Rousseau y la superstición plebiscitaria


En este mundo nuestro, mediático y apresurado, ciertas ideas se imponen por lo obvio de su apariencia inmediata, a pesar de que se desmoronarían en cuanto uno abordase el más básico análisis de sus consecuencias. Es lo que ocurre, por ejemplo, con la idea de democracia. Se ha impuesto la creencia de que la democracia consiste en que la gente decida sobre todo lo posible. En consecuencia, el acto de votar deja de ser una herramienta de control democrático y se convierte en una actividad totémica, una especie de liturgia incuestionable a través de la cual se manifiesta la voluntad del Bien en la Tierra: tal es la superstición plebiscitaria. Mientras que, por norma general, todo el mundo acepta que los puentes deben ser construidos por arquitectos e ingenieros y que las personas deben ser curadas por médicos, hay quienes se niegan a aceptar que una sociedad necesita un tipo específico de expertos. La gente no tiene por qué decidir continuamente y, por lo general, no sabe hacerlo. De la misma manera que no le decimos al mecánico cómo tiene que arreglar el coche sino que simplemente esperamos que lo repare a cambio de dinero, los ciudadanos democráticos queremos que nuestros representantes -a quienes hemos elegido por su ideología, por su perfil técnico o por un discurso y una imagen inspiradores- resuelvan los problemas propios de su profesión. Así que hacer votar, por ejemplo, al pueblo griego sobre un acuerdo económico cuyas implicaciones son imposibles de valorar por la mayoría de la gente no es un gesto democrático, sino un acto de mala fe política y una dejación de la responsabilidad ejecutiva. Y ya que estamos en Grecia: fue Pericles, en su famoso discurso transmitido por Tucídides, quien explicó que la democracia no era solo el gobierno de la mayoría, sino la igualdad ante la ley, la preeminencia del mérito sobre el linaje, la prosperidad comercial, la representación... Siglos más tarde, el gran padre intelectual de nuestras democracias lo resumió en unas líneas transparentes: “en pocas palabras, el orden mejor y más natural es aquel en el que los más sabios gobiernan a la multitud, cuando se está seguro que la gobernarán en provecho de ella y no del suyo particular; no hay que multiplicar inútilmente la competencias ni hacer con veinte mil hombres lo que pueden hacer todavía mejor cien hombres escogidos” (Rousseau, El Contrato Social, III, 5).

lunes, 11 de mayo de 2015

Ganar el centro

Los seres humanos tenemos tendencia a identificarnos con etiquetas, símbolos, discursos. Es la manera en que construimos nuestra identidad y sabemos quiénes somos. Lo que sentimos es más importante que lo que pensamos, porque se actúa desde el sentimiento, no desde la razón. Hablando del posicionamiento de Ciudadanos en el espectro político, me preguntaron el otro día cuántas personas conozco que son de centro. Y la cuestión depende, en este sentido, del lugar desde donde se quiera responder: desde la razón, casi todo el mundo; desde el sentimiento, casi nadie. Es decir, la gente, cuando piensa, es de centro; cuando siente, vuelve a la polaridad. Por eso -a pesar del cacareado fin del bipartidismo- hay tantos que íntimamente desean poder votar a los de siempre y, si no lo hacen, es porque estos lo ponen muy difícil. Allí, en los de siempre, se encuentra un imaginario sólido (azul-rojo, derecha-izquierda, progresismo-conservadurismo, etc.) que atrae o repele. La gente, así en general, es de centro: piensa que el libre mercado es el sistema económico natural, basado en el derecho a la propiedad privada y en la libre iniciativa individual, pero también espera que el Estado sea capaz de corregir las desigualdades insoportables que ese sistema, eventualmente, pueda producir. En ciertas cuestiones sociales pasa algo parecido: la mayoría de la gente está tan lejos de considerar que cualquier aborto es un infanticidio como de pensar que se trata de un simple derecho sobre el propio cuerpo. Y si no piensan esto desde un punto de vista moral, entienden al menos, desde un punto de vista político, que la legislación debe cubrir un espacio de compromiso entre posturas irreconciliables. Hay quienes piensan que la moderación es indefinición y que el término medio es el resultado de la debilidad, como si hubiera que elegir entre ser caníbal y practicar el veganismo. Por supuesto, es justo lo contrario: las posiciones extremas y fanáticas suelen servir de compensación a quienes se sienten inseguros ante una realidad compleja en la que las cosas nunca son blancas o negras. El viejo Tales, casi con toda seguridad el filósofo más antiguo de occidente, ya lo vio claro: "sea tu oráculo la mesura". El reto consiste ahora en trasladar al corazón lo que ya está en la cabeza de la gente, transformar en esperanza la opinión y darle a las ideas mayoritarias de la sociedad un soporte discursivo, emotivo e ideológico: una mitología de la centralidad política.

sábado, 2 de mayo de 2015

Envenenando el pozo

Hace una bonita mañana. La primavera se asienta y, con ella, la luz y el calor crecen escalando las horas del día como una enredadera. Los pájaros cantan junto a mi ventana mientras termino el desayuno y echo un vistazo a las redes sociales. De pronto, sobresalto: los tuiteros hablan, histéricos, del pacto PSOE-Ciudadanos en Andalucía, así que corro a los periódicos a enterarme de los detalles. Y allí están, en efecto, los detalles: Ciudadanos se sienta a negociar después de que Susana Díaz haya aceptado sus condiciones iniciales. Por lo tanto, no hay pacto alguno (de momento) y Twitter, una vez más, actúa como un pirómano corriendo por un pastizal seco. Los opinólogos y chismólogos necesitan ese incendio, porque el pensamiento es aburrido y la paciencia, una virtud medieval, mientras que ellos viven de un ingenio falaz que se siente cómodo en la polémica.

Ciudadanos no ha llegado a ser lo que es únicamente por sus propuestas económicas o sociales o educativas. Ciudadanos es lo que es por haber sabido recoger el descontento social de los últimos años (que parecía absorbido por el radicalismo) y darle una dirección moderada, liberal y progresista. Su defensa de la igualdad constitucional, de la integridad de la nación, de la dignidad de las instituciones democráticas y de una forma más noble de hacer política es su verdadera fuerza. Todo lo demás se encuentra -a ojos del electorado- en un mar de niebla. ¿Qué regeneración política podría prometer si, una vez aceptadas sus condiciones, se negase a negociar para no ensuciar su propia imagen? ¿Esa es la nueva política? Ciudadanos no está donde está para practicar la kale borroka parlamentaria: está para forzar acuerdos donde se abran cauces para la regeneración institucional, aunque tenga que ser -si así fuera finalmente- con Susana Díaz (a la que, por cierto, han votado -nos guste o no- la mayoría de los andaluces). La dignidad política consiste precisamente aquí en poner la ética democrática por encima de las filias y las fobias partidistas. En el parlamento de Andalucía hay lo que hay: lo que han elegido los andaluces, ni más ni menos. Y ahora toca hacer política. Sería lamentable que Ciudadanos apoyara a sus adversarios políticos dándoles carta blanca para seguir haciendo lo mismo que hasta ahora, pero el fin del bipartidismo implica necesariamente -como ya ocurrió en la Transición- llegar a acuerdos razonables en los que todos cedan parte de sus posiciones. Lo decisivo aquí no es el pacto mismo, sino su contenido. Deberían saberlo quienes se dedican a envenenar el pozo antes de que nadie saque agua de él.

lunes, 30 de marzo de 2015

Ser nazareno en Sevilla

A veces, alguna gente me pregunta por qué salgo de nazareno. Mis alumnos, sin ir más lejos, dicen que no me pega nada, que tengo "cara de ateo". No sé cómo os deja eso a los ateos, la verdad. El caso es que ayer me puse a darle vueltas hasta que comprendí que no había ninguna razón, es decir, que no tenía ningún "motivo" para hacerlo en el sentido de una decisión meditada en torno a un fin. Hay en mi casa una vieja foto en la que mi hermano y yo sostenemos una vara de las que se da a los niños porque los cirios les pesan demasiado. Mis padres, jovencísimos, sin una cana aún, detrás de nosotros. Desde entonces, durante casi treinta años, repetimos el mismo rito: vestirnos con la túnica blanca y el antifaz azul, ceñirnos el cíngulo y colgarnos la medalla, comer en casa de mi abuela el guiso de patatas con carne -todos esos años, sin una sola excepción mientras vivió, el mismo plato- y luego caminar por Pagés del Corro, desde la casa de abuela, donde mis primos y yo jugábamos con los cazos de la cocina, muy cerca de la iglesia donde me bautizaron. Año tras año, en un ciclo idéntico, como las estaciones y las mareas. Porque, a pesar de lo que vende la ideología de nuestro tiempo, la mayoría de las cosas importantes de la vida no son fruto de decisiones. Simplemente nos encontramos en ellas, arrojados, como decía Heidegger, en un mundo que es más grande y más antiguo que nosotros. Como la patria, como la lengua, como los padres. Ayer, una vez más, acompañé a María Santísima de la Estrella hasta su capilla. Es el primer año que lo hago solo. Pero mi padre y mi hermano siempre estarán junto a mí en ese camino que huele a cirio y a incienso y a azahar. Todos los años alguien me dice "reza por mí". Yo no sé qué caso harán en el Cielo a un patán por muy vestido de nazareno que vaya. Pero yo lo hago, por si acaso, y todo el camino me acompañan aquellos a quienes quiero y lo están pasando mal. Así que, sin ningún motivo, cuando entro en la capilla me emociono. Desde allí nos observa -esto es un privilegio de los católicos- un Dios hecho madera y, sin ningún motivo explicable, esa emoción antigua me acompaña cuando vuelvo a casa por las calles, ya silenciosas y vacías, de Triana.

martes, 24 de febrero de 2015

¿Por qué todos somos Walter White? (Un apunte filosófico sobre Breaking Bad)

No quiero ni necesito comparar con otras artes la felicidad y el conocimiento que me han aportado siempre el cine, las series y en concreto las dos mejores series de todos los tiempos: Breaking Bad y The wire. Si el arte tuviera que morir, como dicen tantos, para renacer en estas nuevas formas de expresión, solo podría decir: "así sea". Al fin y al cabo, no hay forma de que sea malo el arte que uno puede disfrutar mientras bebe un Scotch y fuma un cigarro.

En fin. Algo que llama la atención en seguida de The wire es que el verdadero protagonista de la serie es Baltimore o, si nos ponemos teológicos, la Babel levantada por la soberbia humana. O, si nos ponemos filosóficos, la estructura en la cual los individuos solo cumplen un rol pasajero. El tema de la serie es una realidad compleja, una telaraña tejida por un invisible genio maligno. La visión que tenemos como espectadores es total, una mirada sub specie aeternitatis.

El protagonista de Breaking Bad, por el contrario, es una persona: Heisenberg. La serie no tiene más tema que la perversión, la degradación del individuo. El núcleo corrompido de la voluntad humana abriéndose paso hasta arrasar la felicidad del Paraíso. Todos somos Walter White porque todos somos Heisenberg: una voluntad de poder que aspira a imponerse sobre todas las cosas, sobre todos los seres e incluso sobre la muerte. Inicialmente, el mal no es autoconsciente. Por eso necesita cubrirse con una máscara moral. Pero el espectador ve lo que realmente hay detrás. Ve la hipocresía y el autoengaño y lo inevitable de la degradación misma. Por eso es inquietante. Es el mal que se despliega en el sueño de la necesidad moral. Cuando Walter White decide empezar a fabricar metanfetaminas, lo hace convencido de que debe cuidar de su familia y proveer para el futuro. Cada paso que da, sin embargo, lo aleja de ese fin. Y, mientras, el espectador ve la necesidad de lo que ocurre, la trampa en la que Walter White está cayendo de una manera tan obvia como demoníaca. El desasosiego que acompaña al espectador durante toda la serie tiene que ver con la certeza de que el horror que está presenciando es el resultado de una cadena lógica absolutamente necesaria cuyo inicio es una buena intención. Así que el influjo del mal sobre el individuo se vuelve omnipotente. La conciencia no es más que una ilusión. Spinoza decía que un hombre que se cree libre se parece a una piedra que, arrojada al vacío, tomara de pronto consciencia y creyese que cae por decisión propia. Somos piedras arrojadas al vacío, prisioneros de la ilusión de libertad.

En el capítulo llamado “The fly” dice Walter White: “Todo se reduce a partículas subatómicas colisionando infinita y aleatoriamente entre ellas. Eso es lo que nos enseña la ciencia. ¿Pero qué significa? ¿Qué intenta decirnos que, la misma noche en que la hija de ese hombre muere, esté tomando una copa conmigo? ¿Quiero decir… como puede ser eso azar?”. En realidad, no es azar: es la infinita cadena de los efectos y las causas en la cual la acción personalísima del individuo tiene una fuerza potencialmente universal. “Lo hice por mí”, termina reconociendo Walter White. Y es esta acción de un ego encerrado en sí mismo lo que aniquila el orden de un sistema en sí mismo perfecto. Al contrario que en The wire, donde -como decía Adorno- "la totalidad es lo falso", Breaking Bad se mueve en el marco de una teodicea optimista. Por eso la perspectiva de The wire es estructuralista, mientras que Breaking Bad esconde una metafísica de lo más clásica, en la que la voluntad corrupta del individuo actúa en una realidad trascendentalmente buena, bella y verdadera. Sobre ella planean, como alas del mismo pájaro, la perdición y la redención.


domingo, 11 de enero de 2015

Diez libros no filosóficos para pensar filosóficamente


1. Die unendliche Geschichte se podría traducir, en realidad, como La historia infinita, pues un-endlich es lo que no tiene límites, lo que no solo no termina, sino que tampoco ha tenido comienzo. La novela más conocida de Michael Ende es una obra nietzscheana: es la historia de la voluntad creadora, la voluntad del individuo que se transforma a sí mismo y que afirma la realidad como eterno retorno de lo mismo. Veremos al Übermensch nietzscheano -un niño, qué si no- sobrevolar sobre el cuerpo blanco de Fújur las tierras amenazadas de Fantasia.

2. Si La historia interminable es el relato de una voluntad nietzscheana, la otra gran novela de Ende, Momo, no lo es menos. Una niña devuelve a los hombres el tiempo robado por unos extraños hombres grises. Un alegato en favor de una voluntad que vive la vida como única frente a una sociedad moderna en la que cada vez somos menos dueños de lo más valioso que hay: el tiempo irrecuperable de nuestra propia vida.

3. Aunque Rebelión en la granja, Un mundo feliz y Fahrenheit 451 siguen siendo clásicos para reflexionar sobre el peligro de la dominación total, el rey de las distopías sigue siendo, en mi opinión, la gran obra de Orwell, 1984. El control absoluto del totalitarismo, como ya vieron Horkheimer y Adorno en su Dialéctica de la Ilustración, pasa por la dominación interior.

4. En una reciente discusión entre Boris Groys y Vittorio Hösle, éste reprobaba la actitud esteticista de Jünger frente a la guerra, así que me dio por releer el tomo I de sus célebres Radiaciones. Jünger es un autor patriota y belicista que combate en las filas del ejército alemán durante la II Guerra Mundial. Con este preámbulo, difícilmente ganaré lectores para él. Si embargo, lo más fascinante de esta obra maestra es cómo la guerra que él vive en primer persona en el campo de batalla se convierte en el escenario estético de una realidad que irradia belleza y verdad a la mente atenta de un minucioso espectador como Jünger, capaz de librar al pensamiento de las garras simplificadoras de la ideología. La obra maestra de un genio.

5. A veces se nos olvida que Así habló Zaratustra de Nietzsche es en realidad una novela, aunque se cite entre sus obras filosóficas. El autor que filosofa con el martillo utiliza al viejo profeta iranio para hacerlo portavoz de la doctrina del superhombre y del eterno retorno. Zaratustra es, como Juan el Bautista, el que anuncia el Evangelio... del Übermensch.

6. El avance de la simulación, la realidad virtual y la inteligencia artificial plantea nuevas cuestiones en el ámbito de la antropología filosófica. ¿Qué es un ser humano? ¿En qué consiste ser persona? ¿Cómo podríamos diferenciar un humano de una simulación perfecta del mismo? ¿Es posible producir artificialmente un ser con sentimientos, necesidades afectivas, deseos...? Todas estas preguntas se reducen a una: ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? de Philipp K. Dick.

7. Nietzsche no es el único al que se le ocurre escribir una novela para dar a conocer su filosofía. En La náusea de Sartre, así como en El extranjero de Camus, podemos ver en acción al hombre tal y como lo concibe el existencialismo: un ser abandonado al sinsentido radical del mundo. No recomendable para nihilistas crónicos.

8. Entre Platón y Marx hay un vínculo interno, un impulso de liberación colectiva que uno encontrará y disfrutará en La caverna, de Saramago. Para espíritus inconformistas.

9. Ahora que se ha puesto de moda ridiculizar a Paulo Coehlo -lo reconozco: con razón- a cuenta de la proliferación de sentencias suyas en las redes sociales y de la trivialización del crecimiento personal en los libros de autoayuda, es el momento de recomendar una de sus obras: El alquimista. Una historia para jóvenes, en la que experimentar el deseo de escapar de una vida inercial y mecánica. Tal es la forma de una de las experiencias filosóficas más antiguas: el impulso por salir de la caverna. Una novela sobre la autenticidad y el valor de la vocación personal.

10. No querría terminar esta lista sin citar, al menos, un ejemplo del ámbito de la poesía. Lo normal sería escoger los poemas de Hölderlin, Schiller o Rilke para ejemplificar la expresión literaria de la metafísica idealista alemana. Pero hoy me voy a inclinar por una poesía tan poco dada a las alturas filosóficas como la anglosajona y, en concreto, por un autor tan poco metafísico como Walt Whitman: su obra Hojas de hierba es un canto vitalista a la singularidad del individuo y al valor de la existencia. Un abrazo entre Nietzsche y San Juan de la Cruz que merece la pena presenciar.

sábado, 3 de enero de 2015

La tragedia española

He escrito en alguna ocasión contra Podemos. Lo he hecho de una manera tan explícita que cualquiera podría pensar que mi posición oscila entre la antipatía personal y una distancia ideológica insalvable. Lo cierto, sin embargo, es que no hay partido en el espectro político español actual que me resulte tan simpático. Es decir, que estamos en el mismo pathos. ¿En qué radica este pathos? Básicamente en la repugnancia ante la degradación moral de la vida política en nuestro país y sus consecuencias para el bienestar de nuestros compatriotas. Vivimos gobernados por una casta parasitaria de tipo feudalista que crece consumiendo el cuerpo social que debería sanar y cuidar; una casta que impide prosperar en el ejercicio del poder precisamente a quienes conciben la política como una vocación de servicio público y, por tanto, estarían más capacitados para mejorar las cosas. La imagen de perversión que ofrecen, a día de hoy, las instituciones fundamentales del Estado es, sencillamente, insoportable, y la indignación ante dicha imagen crece sin cesar y es la energía que nutre a Podemos.

¿Dónde está, entonces, mi objeción? Conviene analizar este hecho: Podemos es a la política lo que el Cuadrado negro de Malévich al arte o el monolito de Kubrick al cine: es el triunfo de lo negativo, la victoria de un modelo de seducción basado en la negación de todo contenido. Cuando la entera imagen del ser es odiosa, la única esperanza está en la nada. Por supuesto, Podemos no es un partido meramente crítico y negativo: está lleno de propuestas concretas. Pero no son exactamente sus propuestas las que lo han llevado a donde está (cuarta fuerza política en las elecciones europeas y prácticamente al mismo nivel que PP y PSOE en intención de voto a lo largo de varias encuestas). Por ejemplo: todavía no sabemos exactamente en qué quedará su propuesta estrella de una renta básica universal y en los últimos tiempos el discurso de la formación se acerca peligrosamente en este punto a lo que ya nos suena por Rajoy: "nos hubiera gustado cumplir nuestro programa, pero la herencia recibida...". Tampoco sabemos bien cómo se concretará su reforma fiscal ni qué significa exactamente eso de un "proceso constituyente" como solución a las tensiones territoriales en las regiones con mayoría nacionalista. Pero lo más importante es que hay un gran número de votantes potenciales que fundamentalmente ignoran el contenido de las propuestas del partido: Podemos es la voz unificada de una indignación heterogénea. Lo que la ha convertido en una fuerza política de primer rango es su capacidad para seducir a padres de hijos en el paro, votantes conservadores desencantados del PP, decepcionados de los partidos tradicionales de izquierda e incluso a sectores con escaso interés en la política como los más jóvenes.

Podemos parece haber absorbido las posibilidades de UPyD y Ciudadanos (otros partidos que surgieron con ánimo regeneracionista) por medio de una genial maniobra estética: cuestionando la totalidad del sistema, presenta el reformismo como maquillaje del sistema, es decir, como hipocresía. La radicalidad del discurso crítico funciona conectando directamente con el comprensible resentimiento del pueblo: no valen medias tintas, es necesario extirpar el mal de raíz (de ahí las metáforas higienistas tan habituales en el discurso de Podemos: limpiar, barrer, extirpar...). Mientras -como parece pretender últimamente- la formación avance sutilmente hacia la socialdemocracia para seducir a los moderados, es posible que pierda parte de una fuerza magnética que ha funcionado precisamente gracias a no hacer concesiones a la moderación.

Y así nos vemos ante el siguiente panorama: la credibilidad en la política por los suelos, la desconfianza en la justicia por las nubes, una universal sensación de impotencia en los votantes, un gobierno ineficiente, inercial, carcomido por la corrupción, y frente a él una oposición hipócrita, en medio de un país empobrecido, desencantado y encima amenazado en su integridad territorial por el independentismo. La tragedia española, al menos de cara a las próximas elecciones, es que el único partido que se ha mostrado capaz de plantar cara a todo ello y que tiene la ambición de hablar de Política con mayúsculas, sea prisionero de los viejos prejuicios ideológicos de sus dirigentes y que toda esta exaltación de los grandes ideales termine siendo solo, como tantas veces en la historia, la máscara de una hiperpolítica liberticida.