domingo, 16 de agosto de 2015

Juan Espadas y la Virgen de los Reyes (un apunte sobre Estado y religión)

Ayer se celebró la fiesta de la Asunción de María, que en Sevilla se venera en la advocación de la Virgen de los Reyes, patrona de la ciudad. Como no podía ser de otra manera, ese día la imagen sale en procesión. El nuevo alcalde, el socialista Juan Espadas -que gobierna gracias a IU y la marca de Podemos en Sevilla- decidió limitar la presencia voluntaria de representantes del Ayuntamiento a dos concejales por cada partido. La jugada, políticamente hablando, no es mala, aunque se le ve el plumero: contenta a sus apoyos con un mal gesto hacia el establishment religioso de la ciudad, pero sin ser tan radical como para enfadar a los suyos y al pueblo sevillano, poco receptivo con los políticos que meten las manos en el folclore religioso de la ciudad, como pudo comprobar Teresa Rodríguez [me corrigen: fue Begoña Gutiérrez] cuando se le ocurrió mencionar el tema de la Semana Santa. Y por si fuera poco, como sus apoyos no van a estas cosas, Espadas se hubiera visto en un acto multitudinario abandonado por los suyos y rodeado de concejales de la oposición. Bien por ti, Juan. La jugada fue buena y, de todas formas, la Virgen salió con normalidad y la gente la disfrutó sin estar muy pendiente de cuántos concejales la acompañaban. Lo interesante del hecho es la discusión que ha provocado en torno a la presencia de los políticos en los actos religiosos y el consiguiente debate sobre laicismo y aconfesionalidad en España que se repite periódicamente al hilo de este tipo de noticias. Y es este asunto el que querría comentar.

Lo primero que hay que tener en cuenta, en el debate sobre aconfesionalidad, es el origen histórico del problema. La reflexión sobre la separación Iglesia-Estado es muy antigua: es célebre el texto del franciscano Guillermo de Ockham Sobre el gobierno tiránico del Papa. Allí, Ockham explica que el derecho y el poder político de los gobernantes existieron antes de la institución de la Iglesia y que, por tanto, su legitimidad emana de una fuente distinta a la propia Iglesia. La cuestión se vuelve verdaderamente candente entre los siglos XVII y XVIII, precisamente en el contexto de las guerras de religión europeas. Desde comienzos de la modernidad y con la aparición de las reformas protestantes, la religión se había convertido en un instrumento de identidad nacional, de tal manera que una confesión religiosa "equivocada" podía fácilmente equipararse a un acto de traición y llevarte a perder la cabeza. Todo el mundo conoce el caso de Tomás Moro o el de John Fisher, condenados por no reconocer el Acta de Supremacía que hacía de Enrique VIII cabeza de la Iglesia de Inglaterra. Para evitar este tipo de guerras y la falta de libertad religiosa en las naciones europeas, Locke realiza una reflexión -inspiradora de la Constitución americana, por cierto- que incluye argumentos para separar la Iglesia (en cuanto comunidad libre de hombres que practican un culto común) del Estado (comunidad igualmente libre dedicada al cuidado de los asuntos mundanos). Hay un texto muy famoso que resume bien esto. Dice así: "No es la diversidad de opiniones (lo que no puede evitarse), sino la negativa a tolerar a aquellos que son de opinión diferente (que podría ser permitida) lo que ha producido todos los conflictos y guerras que ha habido en el Cristianismo a causa de la religión. La cabeza y los jefes de la Iglesia (...) han levantado, en contra de lo que dice el Evangelio y la caridad, a las autoridades y a las masas en contra de los que tienen ideas diferentes en religión, predicando que los cismáticos y los herejes debe ser expoliados de sus posesiones y destruidos. Y así han mezclado y confundido dos cosas que son en sí mismas completamente diferentes, la Iglesia y el Estado".

Por tanto, históricamente hablando, el principio ideológico de la aconfesionalidad tiene que ver con la exigencia de respecto a la libertad de conciencia. Nada más y nada menos. Por eso la obra donde Locke trata este tema se llama Tratado sobre la tolerancia. En España, este principio está perfectamente recogido en la Constitución y de un modo que, desde mi punto de vista, es más perfecto que el de las constituciones de algunos estados europeos. Los laicistas siempre ponen de ejemplo el caso francés. Craso error, pues allí mismo hay ya una reflexión sobre el carácter liberticida de un laicismo que impone la invisibilización de la vida religiosa en el espacio público. Gracias al modo como la Constitución Española tematiza el carácter aconfesional del Estado, no tenemos los problemas que tiene Francia respecto, por ejemplo, al uso de símbolos religiosos en las escuelas. El artículo 16 dice que “se garantiza la libertad religiosa y de culto. [...] Ninguna confesión tendrá carácter estatal" y en 16.3 se explica que "los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española y mantendrán las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia católica y las demás confesiones". En el curso de la tramitación de la Ley Fundamental, allá por el año 1978, fue el propio Santiago Carrillo -no sospechoso de clericalismo- quien explicó: "No hay ninguna confesionalidad solapada. Lo que hay, me parece, de una manera muy sencilla, es el reconocimiento de que en este país la Iglesia católica, por su peso tradicional, no tiene en cuanto fuerza social ningún parangón con otras confesiones igualmente respetables, y nosotros, precisamente para no resucitar la cuestión religiosa, precisamente para mantener ese tema en sus justos límites, hemos aceptado que se cite a la Iglesia católica y a otras confesiones en un plano de igualdad". Más claro, imposible.


En todo este debate hay varias confusiones. La más básica, me parece, es que hay un aspecto interior de la religión y un aspecto exterior que deben ser diferenciados, aun cuando ambos estén relacionados de una manera compleja. El aspecto interior no concierne al Estado: tiene que ver con las creencias y los dogmas de cada credo. Pero la dimensión social de la religión no puede dejarse de lado, precisamente por ser parte de la realidad humana que constituye la sociedad en que vivimos. En este plano, la religión debe estar al mismo nivel, al menos, que los teatros, los acontecimientos deportivos, las asociaciones vecinales, la Feria, el carril bici y la fiesta de la primavera. Es una confusión también pensar que lo público es lo de todos: no todo el mundo va al teatro ni usa el carril bici ni va a las piscinas municipales. Público es lo que hace la gente, lo que la gente quiere y practica. Y la religión debería ser para un político eso: una cosa que la gente (alguna gente, mucha gente) hace. Como tal, por supuesto que deben estar presentes los representantes de la ciudadanía en las manifestaciones religiosas de la ciudad. Lo que no puede ocurrir, en virtud del principio de aconfesionalidad, es que el rey se proclame cabeza de la Iglesia nacional ni que se prohíban libros por ser contrarios a una confesión consagrada por el Estado. Pero no es el caso. Hablamos de representantes públicos en prácticas públicas. Ocurre que hay quienes hacen de la política un medio para buscar problemas donde no los hay, mirar cada detalle de la realidad humana con el ojo de una moral irascible e inquisitorial: son estos quienes hacen verdad una frase que escuché en cierta ocasión a un amigo: "lamentablemente, ser de izquierdas se está convirtiendo, para algunos, en estar todo el día enfadado por cualquier cosa".

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