Ayer se celebró la fiesta de la Asunción de María, que en
Sevilla se venera en la advocación de la Virgen de los Reyes, patrona de la
ciudad. Como no podía ser de otra manera, ese día la imagen sale en procesión.
El nuevo alcalde, el socialista Juan Espadas -que gobierna gracias a IU y la
marca de Podemos en Sevilla- decidió limitar la presencia voluntaria de representantes
del Ayuntamiento a dos concejales por cada partido. La jugada, políticamente
hablando, no es mala, aunque se le ve el plumero: contenta a sus apoyos con un
mal gesto hacia el establishment religioso de la ciudad, pero sin ser
tan radical como para enfadar a los suyos y al pueblo sevillano, poco receptivo
con los políticos que meten las manos en el folclore religioso de la ciudad,
como pudo comprobar Teresa Rodríguez [me corrigen: fue Begoña Gutiérrez] cuando se le ocurrió mencionar el tema de
la Semana Santa. Y por si fuera poco, como sus apoyos no van a estas cosas,
Espadas se hubiera visto en un acto multitudinario abandonado por los suyos y
rodeado de concejales de la oposición. Bien por ti, Juan. La jugada fue buena
y, de todas formas, la Virgen salió con normalidad y la gente la disfrutó sin
estar muy pendiente de cuántos concejales la acompañaban. Lo interesante
del hecho es la discusión que ha provocado en torno a la presencia de los
políticos en los actos religiosos y el consiguiente debate sobre laicismo y
aconfesionalidad en España que se repite periódicamente al hilo de este tipo de
noticias. Y es este asunto el que querría comentar.
Lo primero que hay que tener en cuenta, en el debate sobre
aconfesionalidad, es el origen histórico del problema. La reflexión sobre la
separación Iglesia-Estado es muy antigua: es célebre el texto del franciscano
Guillermo de Ockham Sobre el gobierno tiránico del Papa. Allí, Ockham
explica que el derecho y el poder político de los gobernantes existieron antes
de la institución de la Iglesia y que, por tanto, su legitimidad emana de una
fuente distinta a la propia Iglesia. La cuestión se vuelve verdaderamente
candente entre los siglos XVII y XVIII, precisamente en el contexto de las
guerras de religión europeas. Desde comienzos de la modernidad y con la
aparición de las reformas protestantes, la religión se había convertido en un
instrumento de identidad nacional, de tal manera que una confesión religiosa
"equivocada" podía fácilmente equipararse a un acto de traición y
llevarte a perder la cabeza. Todo el mundo conoce el caso de Tomás Moro o el de
John Fisher, condenados por no reconocer el Acta de Supremacía que hacía de
Enrique VIII cabeza de la Iglesia de Inglaterra. Para evitar este tipo de guerras
y la falta de libertad religiosa en las naciones europeas, Locke realiza una
reflexión -inspiradora de la Constitución americana, por cierto- que incluye
argumentos para separar la Iglesia (en cuanto comunidad libre de hombres que
practican un culto común) del Estado (comunidad igualmente libre dedicada al
cuidado de los asuntos mundanos). Hay un texto muy famoso que resume bien esto.
Dice así: "No es la diversidad de opiniones (lo que no puede
evitarse), sino la negativa a tolerar a aquellos que son de opinión diferente
(que podría ser permitida) lo que ha producido todos los conflictos y guerras
que ha habido en el Cristianismo a causa de la religión. La cabeza y los jefes
de la Iglesia (...) han levantado, en contra de lo que dice el
Evangelio y la caridad, a las autoridades y a las masas en contra de los que
tienen ideas diferentes en religión, predicando que los cismáticos y los
herejes debe ser expoliados de sus posesiones y destruidos. Y así han mezclado
y confundido dos cosas que son en sí mismas completamente diferentes, la
Iglesia y el Estado".
Por tanto, históricamente hablando, el principio ideológico
de la aconfesionalidad tiene que ver con la exigencia de respecto a la libertad
de conciencia. Nada más y nada menos. Por eso la obra donde Locke trata este tema se llama Tratado sobre la tolerancia. En España,
este principio está perfectamente recogido en la Constitución y de un modo que,
desde mi punto de vista, es más perfecto que el de las constituciones de
algunos estados europeos. Los laicistas siempre ponen de ejemplo el caso
francés. Craso error, pues allí mismo hay ya una reflexión sobre el carácter
liberticida de un laicismo que impone la invisibilización de la vida religiosa
en el espacio público. Gracias al modo como la Constitución Española tematiza
el carácter aconfesional del Estado, no tenemos los problemas que tiene Francia
respecto, por ejemplo, al uso de símbolos religiosos en las escuelas. El artículo
16 dice que “se garantiza la libertad religiosa y de culto. [...] Ninguna
confesión tendrá carácter estatal" y en 16.3 se explica que "los
poderes públicos tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad
española y mantendrán las consiguientes relaciones de cooperación con la
Iglesia católica y las demás confesiones". En el curso de la tramitación
de la Ley Fundamental, allá por el año 1978, fue el propio Santiago Carrillo
-no sospechoso de clericalismo- quien explicó: "No hay ninguna
confesionalidad solapada. Lo que hay, me parece, de una manera muy sencilla, es
el reconocimiento de que en este país la Iglesia católica, por su peso
tradicional, no tiene en cuanto fuerza social ningún parangón con otras
confesiones igualmente respetables, y nosotros, precisamente para no resucitar
la cuestión religiosa, precisamente para mantener ese tema en sus justos
límites, hemos aceptado que se cite a la Iglesia católica y a otras confesiones
en un plano de igualdad". Más claro, imposible.
En todo este debate hay varias confusiones. La más básica,
me parece, es que hay un aspecto interior de la religión y un aspecto exterior
que deben ser diferenciados, aun cuando ambos estén relacionados de una manera compleja.
El aspecto interior no concierne al Estado: tiene que ver con las creencias y
los dogmas de cada credo. Pero la dimensión social de la religión no puede
dejarse de lado, precisamente por ser parte de la realidad humana que
constituye la sociedad en que vivimos. En este plano, la religión debe estar al
mismo nivel, al menos, que los teatros, los acontecimientos deportivos, las
asociaciones vecinales, la Feria, el carril bici y la fiesta de la primavera.
Es una confusión también pensar que lo público es lo de todos: no todo el mundo
va al teatro ni usa el carril bici ni va a las piscinas municipales. Público es
lo que hace la gente, lo que la gente quiere y practica. Y la religión debería
ser para un político eso: una cosa que la gente (alguna gente, mucha gente)
hace. Como tal, por supuesto que deben estar presentes los representantes de la
ciudadanía en las manifestaciones religiosas de la ciudad. Lo que no puede ocurrir, en virtud del principio de
aconfesionalidad, es que el rey se proclame cabeza de la Iglesia nacional ni
que se prohíban libros por ser contrarios a una confesión consagrada por el Estado.
Pero no es el caso. Hablamos de representantes públicos en prácticas públicas. Ocurre
que hay quienes hacen de la política un medio para buscar problemas donde no
los hay, mirar cada detalle de la realidad humana con el ojo de una moral
irascible e inquisitorial: son estos quienes hacen verdad una frase que escuché
en cierta ocasión a un amigo: "lamentablemente, ser de izquierdas se está
convirtiendo, para algunos, en estar todo el día enfadado por cualquier cosa".
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