sábado, 31 de octubre de 2009

Felicidad natural

Ya que estamos con la poesía, vamos a seguir con el -para mi gusto- mejor poema de un libro que me ha dejado leer este fin de semana mi amiga Sara: Eros es más, de Juan Antonio González-Iglesias, profesor de Filología Latina en la Universidad de Salamanca. El poema, titulado "Felicidad natural", expresa ese encuentro estético-religioso con la naturaleza, al que la mejor poesía de todos los tiempos acaba volviendo, una y otra vez, cuando se han agotado las introspecciones reiterativas, las temáticas urbanas y postmodernas, los experimentos lingüísticos y los vanguardismos. Dice así:

"Es bueno para el cuerpo contemplar los trigales
verdes esta mañana de principios de mayo.
Es bueno para el cuerpo imaginar
que esta alta pradera, tan sometida al viento
que parece estar hecha sólo del mismo viento,
no terminara nunca en una suma
de áridas aristas.
Es bueno para el cuerpo que el único sonido
sea
el rumor de la lluvia sobre el techo del coche.
Es bueno para el cuerpo detenerse.
Y salir.
En un punto indeterminado de esta península, la más occidental de Europa,
recuerdo la liturgia de la Iglesia de Oriente,
que en el momento de la comunión
se limita a decir:
lo bueno,
para los buenos"

(Eros es más, Madrid, Visor, 2007, p. 31)

viernes, 30 de octubre de 2009

La poesía de Jorge Teillier

El otro día, curioseando por la red, descubrí al poeta chileno Jorge Teillier, a quien no había leído. Suele ocurrirme con muchos poetas sudamericanos: me impacta (creo que ése es el verbo apropiado) la forma que tienen de usar el lenguaje, como si éste fuera una húmeda arcilla fácilmente moldeable con la que se pudiera construir casi cualquier cosa. Y también la riqueza (a veces exótica) de su vocabulario, la precisión de los sustantivos y los adjetivos. Pero en fin... yo no quería escribir esta entrada para teorizar sobre su obra, sino para compartir a Teillier con quienes aún no lo hayan leído. Copio sólo un par de fragmentos:

"Siento correr por las venas del campo
un jinete nocturno enmascarado.
La noche. También galopan en caballos robados
los cuatreros arreando los vacunos.
Surgen los trenes. Las reces dormidas se levantan
allá en los grandes galpones de madera."

(Muertes y maravillas, -¡de donde toma su título el poemario de otro gran, también "lárico", poeta hispano: Rafael Adolfo Téllez!)

"Me despido de una muchacha
que sin preguntarme si la amaba o no la amaba
caminó conmigo y se acostó conmigo
cualquiera tarde de esas en que las calles se llenan
de humaredas de hojas quemándose en las acequias."

(El árbol de la memoria)

"Esta noche duermo bajo un viejo techo,
los ratones corren sobre él, como hace mucho tiempo,
pero sé que no hay mañanas y no hay cantos de gallos,
abro los ojos, para no ver reseco el árbol de mis sueños,
y bajo él, la muerte que me tiende la mano."

(Muertes y maravillas)

Un poema completo:

"Cuando ella y yo nos ocultamos
en la secreta casa de la noche
a la hora en que los pescadores furtivos
reparan sus redes tras los matorrales,
aunque todas las estrellas cayeran
yo no tendría ningún deseo que pedirles.
Y no importa que el viento olvide mi nombre
y pase dando gritos burlones
como un campesino ebrio que vuelve de la feria,
porque ella y yo estamos ocultos
en la secreta casa de la noche.
Ella pasea por mi cuarto
como la sombra desnuda
de los manzanos en el muro,
y su cuerpo se enciende como un árbol de pascua
para una fiesta de ángeles perdidos.
El temporal del último tren
pasa remeciendo las casas de madera.
Las madres cierran todas las puertas
y los pescadores furtivos van a repletar sus redes
mientras ella y yo nos ocultamos
en la secreta casa de la noche."

(Poemas del país de nunca jamás)

Y un último ejemplo: en una web que recoge una selección de su obra, se dice que Teillier escribió este poema, “Estación sumergida”, con 17 años (!). Éstas son sus dos últimas estrofas:

“Alguien me debe esperar -quizás algunos muertos-
pues voy hacia las chimeneas rústicas, los aserraderos vacíos,
las grandes, prestigiosas casas de madera sureña venidas abajo
como flores destrozadas por los duros dientes del olvido,
y busco el sol en los huertos cuyos párpados lo esconden.
Todo me espera en la estación sumergida, nuevamente,
en la empapada de malezas, la crecida de sueños angustiados y torvos,
mientras el tiempo detenido cierra sus pesados portones
y confusamente respira en el mar del invierno”.

miércoles, 28 de octubre de 2009

Los patriotas

Javier Arzalluz nos vuelve a brindar, aquí, un buen ejemplo de aquello sobre lo que conversamos en una entrada anterior: lo impúdico, lo despreciable, lo antidemocrático del nacionalismo supuestamente moderado no es su deseo de construir un nuevo Estado para el territorio que él acota como "su patria". Lo indignante es ver cómo, una y otra vez, califican de "amigos" a quienes ni siquiera son capaces de denunciar que, para conseguir sus fines, se pongan bombas y se le pegue tiros a la gente. Para un demócrata, el orden de los valores es inverso: primero la vida, las personas, la incondicional defensa de lo más sagrado, de lo irrenunciable; después los programas, los deseos legítimos, las reformas políticas. Amigos: los que mueren a manos de los despreciables; enemigos: los que no levantan la voz o incluso sostienen la mano que debe apretar el gatillo. Pero para los patriotas la cosa va por otro lado: no se trata de reestructurar fronteras o desplazar competencias. Se trata de materializar una idea, de alumbrar un sueño escatológico. Este sueño es una obra de arte total, y para la consumación de esta visión mesiánica, el nacionalismo relativiza todas las contingencias del presente: seres humanos incluidos, por supuesto. Tener esto presente nos debe recordar que la civilización se encuentra siempre asediada por el mal, que hay fuerzas irracionales que acechan, como un ejército de insectos enloquecidos, los débiles pilares del bien. Que se debe sostener con firmeza los muros de la polis: pues más allá de ellos se extiende la barbarie.

viernes, 23 de octubre de 2009

Acosados por las cosas

Al terminar la conversación, Jaime y yo estábamos de acuerdo: sólo deberíamos poseer lo que pudiéramos llevar con nosotros en el coche. Alguien malpensará: “para salir huyendo en cualquier momento, ¿no?”. En parte sí: o al menos para tener la sensación de que nada nos ata a ningún suelo. Pero sobre todo, para hacerse espacio a uno mismo en medio del asedio de los objetos: ese ejército de cosas que va creciendo alrededor de nosotros, asaltando nuestro hogar, y sobre las que a veces reparamos para constatar qué ajenas son a nosotros mismos. Todas ellas tienen su propia idiosincrasia: acumulan el polvo de una determinada manera, requieren un lugar preciso donde ser guardadas, se entorpecen entre sí de diversos modos...

Y lo cierto es que esto también vale para los fetiches de los que nos hablaba Jesús el otro día, en los que objetivamos todo cuanto amamos para finalmente convertir el amor en un objeto. Si pudiera elegirlo –pero qué pocas cosas elegimos, ay, de nosotros mismos–, cambiaría esta habitación (hojas, guitarra, tickets de aparcamiento, libros empezados, calculadora, clips, tres pares de zapatos, cds, cuadros, ventilador, cenicero, gorra, marioneta de bruja, recuerdos de lugares donde no he estado, mechero, cartas abiertas…) por la solitaria imagen de ese monje que, empequeñecido frente a un mar y un cielo inmensos, se sabe dueño de sí: dueño de nada.


Caspar David Friedrich, Der Mönch am Meer (1808-1809)

lunes, 12 de octubre de 2009

Ecce comu. Cómo se llega a ser lo que se era

Quien conozca la trayectoria intelectual de Gianni Vattimo, estará familiarizado con su famosa Kehre cristiana, sorprendente para quienes leíamos a este autor como un liberal de izquierdas postmoderno que, desde una posición hermenéutica, se interesaba por temas como la democracia y los medios de comunicación. En Creer que se cree (y más tarde en Después de la Cristiandad), Vattimo ofreció una sugerente idea que implicaba reflexiones de Nietzsche, Heidegger, Girard y otros autores en una interpretación del destino de Occidente que ganaba el esquema secularizador de Löwith para la causa postmetafísica. En resumidas cuentas se trataba de lo siguiente: pensar el círculo que se manifiesta en el hecho de que el fin heideggeriano de la filosofía haya sido históricamente posibilitado por una religión (la cristiana) cuyo acontecimiento fundamental es la kenosis, el vaciamiento de Dios entendido como una entidad metafísica sólida. La propuesta de Vattimo era, pues, un reencuentro con el cristianismo, pero sólo como nihilismo, como aquello que nos ha posibilitado librarnos por fin de la metafísica.

Pues bien: si fue sorprendente aquella tesis que vinculaba esencialmente la filosofía de Nietzsche y Heidegger a la religión cristiana, más sorprendente le resultará ahora al lector de Ecce comu. Cómo se llega a ser lo que se era enterarse de que el discurso postmetafísico heredado de aquellos autores no sólo nos reconduce a la esencia cristiana de Occidente, sino que también nos devuelve a un posicionamiento político comunista. Pero lo que antes era una necesaria vinculación histórica entre cristianismo y nihilismo, ahora se reduce a “la recobrada (o redescubierta) esperanza comunista”, que ya no va unida a la escatología cristiana, sino meramente “a la predicación de la fraternidad que está presente en todas las grandes religiones” (pp. 10-11).

En este nuevo libro, Vattimo da rienda suelta a su gusto (a veces heideggeriano) por las generalizaciones y los vínculos imposibles, en virtud de los cuales el mismísimo Marx se pone del lado del pensiero debole para atacar la creencia soviética en leyes objetivas de la historia (p. 18). Además, Vattimo se alinea con las más burdas posiciones antisistema: abandona su pacifismo evangélico para preguntar “¿y si de una vez por todas constatásemos que todas las revoluciones, o las resistencias, han dado comienzo bajo la forma de actos terroristas?” (p. 26). Los medios de comunicación de masas, otrora elementos de emancipación (La sociedad transparente), ahora –¿no pudo prever Vattimo lo que Berlusconi haría con ellos?– son vistos a través de las lentes pesimistas de Adorno (p. 31). Después de celebrar el mundo heraclitiano de lo nunca igual, ahora se queja de que el nuevo proletariado oprimido sea “toda la masa de gente que, cuando trabaja, ejecuta tareas difícilmente clasificables, según modelos variables, flexibles, que por lo general no requieren y, además, ni siquiera permiten (dada su flexibilidad) adquirir un oficio y una identidad de clase” (p. 31). Frivoliza Vattimo con los atentados del 11 de septiembre (p. 113), asume sin tapujos la falta de proyectos de la izquierda cuyo único deber es “derrocar a la derecha, y luego ya veremos” (p. 115). Dedica casi tantos elogios a la Venezuela de Chávez (p. 151) como a la Cuba de Castro “por su resistencia al imperialismo estadounidense” (p. 87). Incluso exime al régimen de sus ataques contra libertades y derechos: “el embargo y la hostilidad activa y constante de los Estados Unidos impiden a Cuba desarrollar una política de cariz más democrático (la amenaza de invasión y de ataque por sorpresa obligan a la isla a un clima de alerta permanente, como si se tratase de un país en guerra y, por esta razón, los cubanos aceptan tantos sacrificios que en circunstancias normales no aceptarían)” (p. 87). Y este crescendo reivindicativo alcanza su paroxismo cuando el autor relativiza el totalitarismo staliniano, cuyo verdadero mal fue –según se nos informa– el afán por imitar el industrialismo capitalista (p. 144).

Es verdad que esta retahíla de consignas políticas no constituye, por sí misma, ningún pecado filosófico. Lo que sí resulta menos fácil de aceptar es el modo como Vattimo se aventura más allá de su retórica anterior –que le llevaba a vincular continuamente sus argumentaciones con referencias biográficas, desde sus catequesis juveniles hasta su homosexualidad–, para ahora prescindir de argumentos y reducir el discurso a un relato de la propia “experiencia”, unida a la esperanza de que el lector casualmente la comparta.

Tal vez hayamos malinterpretado el libro de Vattimo: quizá su público, su gestación, su necesidad, tengan más que ver con el debate político italiano que con las preocupaciones de los filósofos “profesionales”. Mucho nos tememos, sin embargo, que esta alianza de radicalismo ideológico y derrotismo filosófico sean todo lo que nos deparaba un pensamiento que quizá renunció a demasiadas cosas demasiado pronto.

miércoles, 7 de octubre de 2009

Un mundo ciego

El otro día, al hilo de algunos comentarios a mi entrada “Homosexualidad y evolución”, me quedé pensando en dos malentendidos, que quiero retomar brevemente ahora:

Tengo la impresión de que mucha gente considera la selección natural como “el modo” como opera la naturaleza. Quizá sea ésta la "metafísica" subyacente a quienes trabajan en ese campo. No lo sé. Yo, en todo caso, creo que es sólo “uno” de los muchos acontecimientos que tienen lugar en la naturaleza: sólo que, como los seres que se adaptan sobreviven, los únicos acontecimientos que perduran son justamente los que se adecuaban a esa “ley”. Pero, en sí misma, la naturaleza no tiene ninguna finalidad. Por sí misma, no quiere alcanzar ninguna conciencia, ninguna complejidad, ningún estado final, y ni siquiera pretende “permanecer en su ser”, sólo que los seres que lo pretenden… ¡permanecen!

El otro malentendido me lo sugirió Fernando al decir que hay homosexuales “congénitos que odian serlo durante toda su vida”. Creo que en este ejemplo se pone particularmente de manifiesto qué lejos estamos de nosotros mismos: que un homosexual odie serlo no prueba, en absoluto, que su homosexualidad sea "congénita", sino más bien qué desordenada, conflictiva y cruel es la vida psíquica del hombre. Ésta no se agota, ni de lejos, en aquello de que podemos dar cuenta conscientemente. Yo odio ser desordenado, pero lo soy, como el transexual odia ser hombre, pero lo es. El mundo es ciego, y el yo es sordo: no atiende a aquello que querríamos hacer de él, porque somos productos, facturas, no únicamente de la naturaleza. Para bien y para mal, somos artificios creados por otros hombres, y no podemos escapar de ese destino.

jueves, 1 de octubre de 2009

La educación en España


Contar todo lo que opino sobre la educación, y además argumentarlo, podría llevarme a escribir una larguíííísima entrada que acabara siendo un coñazo, así que directamente dogmatizo sobre tres o cuatro ideas, y así ahorramos tiempo:
1. A mí me parece estupendo que a los profesores nos conviertan en “autoridad pública”, pero me descojono con el contexto en que se plantea la propuesta: hordas de adolescentes colocados arrojando botellas a agentes de policía armados. ¿A esos chicos se pretende impresionar convirtiéndonos en “autoridad”? Pero nos darán un lanzallamas, ¿no?
2. Los estudiantes adolescentes no son –al menos los que yo he tenido ocasión de tratar– una panda de degenerados sumidos en un estado de barbarie. Y no se puede idear un nuevo modelo educativo partiendo de la premisa de su maldad originaria. Así que convendría no perder los papeles...
3. En España tenemos una concepción errónea de lo público, que está en el origen de casi todos nuestros males. En Alemania o la República Checa, por ejemplo, se es extremadamente exigente en la educación pública. Lo público es lo pagado por todos a base de mucho trabajo: y se hace el esfuerzo colectivo de financiar una educación pública para que todos los que la quieran, puedan tenerla. Pero quien no quiere, quien está allí por pasar el tiempo, boicoteando clases y dejando pasar las horas, los días y los cursos, impidiendo a los demás su ejercicio del derecho a la educación, etc., sencillamente acaba fuera de ella, teniéndose que pagar sus estudios en la enseñanza privada. ¿Se entiende esto? Buenos: público, pagado por todos. Malos: privado, pagado por su señora madre. No al revés.
4. O sea: el sistema educativo español está hecho para asfixiar la excelencia: el otro día miraba, desde las ventanas de la cafetería, un curso de 2º de la ESO. Los buenos estudiantes, sentados en los primeros bancos, hacían esfuerzos para atender al profesor, mientras que, al fondo de la clase, un grupo de chicos mugía, gritaba y se lanzaba objetos. ¿Esta es la equidad y la igualdad de oportunidades que se persigue? Otro ejemplo: mi hermano trabaja en el instituto de un pueblo con poca vocación cultural, digámoslo así. La mayoría de los alumnos quiere trabajar pronto y el objetivo de las clases se resume prácticamente en un esfuerzo titánico por mantener el orden. Apenas hay espacio para enseñar nada. En este instituto, los cinco o seis grupos de los primeros cursos de la ESO se acaban convirtiendo en sólo dos 4º. De estos dos grupos, sólo algunos pocos alumnos se animan a hacer el bachillerato, para lo que tienen que trasladarse a otro pueblo. Allí fracasan estrepitosamente, después de años impedidos a tener una educación de verdad. ¿Es esto justo?
¿Para qué tantos millones de inversión pública? ¿Sabemos realmente para qué educamos, o la educación es ya sólo una institución que persiste por pura inercia?
Otro día más...