lunes, 31 de diciembre de 2012

La melancolía de todo lo terminado

Con este sintagma termina Nietzsche un fragmento de Más allá del bien y del mal. Cuando las cosas comienzan a declinar, es entonces cuando se vuelve evidente todo aquello que pudieron ser y no fueron. La luz de su propio crepúsculo ilumina su imperfección, su vejez, su fracaso. Como los ancianos que, al final de sus días, abandonan el cuidado del presente y se adentran en la cueva de la memoria, como si allí nunca nada fuera demasiado tarde. Y, sin embargo, lo es. Hay una dimensión del mundo que está dada. Y el tiempo es su núcleo vivo. Allí donde percibimos momentáneamente que toda permanencia es ilusoria, es donde más evidente se vuelve nuestra finitud. Y nada hay, en verdad, tan desolador para nuestro ego postmoderno que este encuentro con su propia impotencia. No todo está en nuestras manos. El fin del año es un momento para el remordimiento o el anhelo. Pero entre estos dos modos rencorosos de estar en el tiempo, entre la añoranza de lo que no pudo ser y el deseo de lo que será, está esa estancia que describe Eliot en sus Cuatro Cuartetos, en la que todo el tiempo está contenido en el ahora. En la fuerza extraída del dolor pasado y en la energía conquistada por nuestro propio proyecto. Y así, en el tránsito de un año a otro aprendemos que vivir es el tránsito mismo, la habitación serena del ahora, por cuyas ventanas contemplamos cómo fuera brillan las flores cubiertas de rocío, distintas pero iguales cada año, como bocas de pájaros cantando una liturgia secreta en la mañana.

lunes, 24 de diciembre de 2012

Feliz Navidad

"La verdad se funde como la nieve en la mano de aquel cuya alma no se funde como la nieve en la mano de la Verdad" (proverbio sufí).

Os deseo Feliz Navidad a todos.

Deus natus est!


miércoles, 19 de diciembre de 2012

Nietzsche, la mujer y cómo pensar sin ideología


Llevo varios días dándole vueltas a un tema, o a varios temas, en los que querría poner un poco de orden. Así que lo cuento. Todo empezó con un mensaje de una antigua alumna contándome que estaba haciendo un trabajo en la Universidad sobre el tema de la mujer en Nietzsche. El hecho en sí me sorprendió (¿por qué la mujer? ¿por qué precisamente Nietzsche?), y la curiosidad me empujó a revisar los textos en los que el buen Fritz trataba el tema. Después decidí hacer un experimento (con riesgo de mi propia vida) y compartir con amigos un famoso fragmento de la Gaya Ciencia (§363) llamado “Cómo cada sexo tiene sus prejuicios acerca del amor”. El resultado fue el esperable: la defensa nietzscheana de una diferencia radical entre el amor masculino y el femenino, su afirmación de que la fidelidad no es consustancial al amor masculino, etc., todo eso son cosas que indignan.

Un par de aspectos me llaman la atención: en primer lugar, que el modo que tenemos, en general, de acercarnos al pensamiento de los otros es puramente computacional (verdadero / falso, ceros / unos) y facebookiano (me gusta / ya no me gusta) y que de esta manera se pierde justamente lo más interesante del pensamiento racional: el “pensar con”, lo que los románticos llamaban symphilosophieren, utilizar el pensamiento ajeno como un motivo para aligerar el propio. El hecho de que Nietzsche indigne no debería ser motivo para rechazarlo, sino justamente para preguntarnos por qué molesta, contra qué alto muro de nuestro ego embiste, y qué se esconde bajo la brillante armadura de la indignación.

Y es que lo preocupante es constatar cómo, una y otra vez, antes que razonar, juzgamos. Es decir, filtramos las opiniones ajenas en función de si nos parecen buenas o malas. No estamos dispuestos a aceptar una verdad que contradiga nuestras más íntimas convicciones morales, o que no esté redactada según los cánones éticos de la ideología dominante. En esto no hemos progresado gran cosa respecto a los viejos inquisidores: como ellos, podemos ser muy razonables hasta que el juicio ajeno traspasa la frontera de lo que consideramos sagrado. Y mientras la filosofía sea una actividad minoritaria, casi elitista, eso no cambiará. Las sociedades democráticas modernas siguen pensando inquisitorialmente, por mucho que sus tabúes ya no sean religiosos, sino éticos o políticos. Recuerdo un caso que ya he citado en otras ocasiones: cierto científico norteamericano, genetista, afirmó hace un par de años que los negros eran menos capaces que los blancos para determinadas actividades intelectuales. En seguida lo insultaron desde todos los medios, incluso personas que no tenían ni la más remota idea de genética, ni de neurología, ni probablemente de nada, lo tildaron de mentiroso y racista. Dado que la afirmación era racista, no podía ser verdad. Y esto es lo inquietante. Porque la cuestión es: ¿y qué si fuera cierto? ¿Qué haríamos ante una verdad que socavara nuestras íntimas convicciones morales? ¿Acaso el mundo está obligado a comportarse según el modo como nos gustaría que lo hiciera? Nietzsche afirma una diferencia entre el modo en que hombres y mujeres se aman. ¿Y qué? Tal vez nos iría mejor si, en lugar de enfadarnos ante la indignante afirmación de una desigualdad originaria, observásemos la realidad y dejáramos que fuera ella la que, sin filtros morales, nos mostrara lo que en verdad es. Y la verdad –la del amor, como la de todo lo demás– no es la que defienden los prejuicios religiosos, ni tampoco la que propaga la ideología del sentimentalismo burgués a través de Hollywood y los bestsellers. Las personas creemos cosas, y el mundo es otra. Por supuesto, también creemos cosas sobre nosotros mismos, pero nosotros mismos somos otros. Esto ha sido siempre así: somos hábiles maestros del autoengaño.

Habría que añadir a esto que, en todo caso, la cuestión moral viene luego, como un suplemento. Que hombres y mujeres fuéramos diferentes (cuestión de hecho) no impediría que juzgásemos necesario tratarnos todos como iguales (cuestión de derecho). Desde Freud, al menos, deberíamos saber que nada hay peor que negar la naturaleza humana, pues la verdad del hombre, de sus pulsiones y necesidades, siempre vuelve a la superficie, en formas distorsionadas y monstruosas. Tal vez la crisis de la pareja moderna y sus instituciones tradicionales tenga que ver, precisamente, con un profundo y prejuicioso desconocimiento del otro y de uno mismo. Nietzsche no siempre acierta, desde luego, pero nos acerca a la parte odiosa de la realidad: ésta no es necesariamente como nos gustaría que fuera. Y eso es duro de aceptar. Pero el evangelio de Zaratustra promete algo: que si uno logra mirar el mundo sin juzgarlo, verá en él un espectáculo maravilloso y fascinante; y entonces será fácil pensar y crear, transformar la realidad en una obra en la que podamos reconocernos, como niños artistas jugando en la inocencia del devenir.

martes, 11 de diciembre de 2012

Motivos para acabar con Historia de la Filosofía




Wert pretende acabar con la Historia de la Filosofía en 2º de Bachillerato, y me parece bien. Al fin y al cabo, ¿qué pasaría si se dejara de enseñar? En realidad, nada importante. No habrá ninguna perturbación en el Universo. Las parejas seguirán besándose en los parques, los chinos seguirán levantando presas y fabricando gatos que saludan, se servirán caracoles en los bares de Triana, los médicos recetarán ibuprofeno, y los hombres se volverán para mirar el trasero de las chicas que pasan. ¿Qué interés puede tener estudiar lo que han pensado y escrito aquellos viejos filósofos de épocas pasadas? Pensémoslo. Pitágoras creó una secta dedicada a desarrollar las matemáticas. Platón sugirió que los representantes políticos debían estar cualificados para ello. Los filósofos y místicos medievales se empeñaron en construir fabulosos e inútiles edificios conceptuales para mostrar que hay algo más adentro de todas las cosas, una realidad densa que, como la Existencia de Tomás de Aquino, no puede ser pensada. Moro, Campanella, Bacon… soñaron mundos mejores, reflexionaron sobre si sería posible construir una sociedad en la que reinara la paz y no existieran el hambre, la enfermedad y la injusticia. Y dieron forma a sus sueños con ayuda de la inteligencia. Newton basó en principios matemáticos su filosofía natural para mostrarnos que el mundo está regido por leyes predecibles y calculables. Locke defendió la tolerancia religiosa en un siglo de guerras. Hobbes, la seguridad del Estado en una época de incertidumbres. Spinoza, la libertad del pensamiento en un tiempo amenazado por la tiranía. Kant nos hizo creer que nuestro conocimiento del mundo está limitado, que no conocemos la realidad más que a través de la forma de nuestros órganos de percepción y comprensión. Nos hizo saber que somos más pequeños de lo que pensábamos. Pero también más grandes: esa extraña teoría ética suya en la que se fundan los conceptos de dignidad y derechos humanos. Nietzsche y Freud nos hicieron sospechar de todo cuanto hemos llamado “sagrado” durante siglos. Nos hicieron más libres y más responsables, pero a costa de quitarnos suelo bajo nuestros pies. Ortega defendió la terrible idea de que la vida es una construcción individual, un proyecto de nuestra imaginación, y que no hay solución al problema de la vida más allá de la que cada hombre sea capaz de encontrar para la suya. Defensores del individuo, agitadores de la polis, negadores de lo más sagrado. ¿De qué nos sirven? Sólo inquietan, desmoralizan, agitan la cálida cuna de nuestra existencia presente. Sabemos lo que es el hombre: es una pieza del sistema. Sabemos lo que debe hacer: rendir. Y sabemos lo que puede esperar: nada. Y, por esto mismo, deberíamos prescindir también de la música, esa pasión inútil. De los preludios de Bach y las sinfonías de Beethoven. Olvidemos los retratos a lápiz y las perspectivas. Alejemos a nuestros hijos de la gramática y el análisis sintáctico. Basta de poetas, de novelas y de dramas. Basta de relatos acerca del pasado: fechas, ciudades, imperios, movimientos sociales, revoluciones, cambios. Emprendamos, al fin, lo que queremos: un sistema educativo encaminado a formar seres capaces de funcionar eficientemente. La educación es simplemente “el motor que promueve la competitividad de la economía” (segundo borrador de la LOMCE). No hace falta nada más. Ya basta de esa antigua idea del hombre, de ese humanismo en el que tanta energía hemos malgastado. Eliminemos cuanto no sólo no mantiene nuestra realidad, sino que proporciona instrumentos para hacerla tambalear. Nacer, crecer, reproducirnos, morir. ¿No es acaso esto lo único que los hombres hemos venido a hacer en este mundo?


domingo, 9 de diciembre de 2012

La filosofía y Wert

Estoy desconectado del mundo, al menos de esta parte del mundo que se extiende sobre la superficie virtual de los blogs. Así que imagino que ya se habrán escrito cientos, miles de entradas sobre la última tropelía del que sin duda habrá entrado ya en el top ten de los peores ministros de la democracia española. Así que mi aportación se reducirá, al menos de momento, a tres notas: una sobre mi puesto de trabajo, otra sobre Wert, y otra sobre la asignatura que pretende torear

1) Las argumentaciones gremiales tienen mala fama. Parece que defender la filosofía debiera ser algo más excelso que defender las condiciones laborales de los filósofos. Y lo es. Pero tan legítimo es que los agricultores protesten cuando se les retiran subvenciones como que los filósofos protestemos cuando se nos quitan horas. Porque la cuestión es ésta: uno dedica cinco años de su vida para sacarse una carrera, malgasta otro en el CAP -ahora máster- y se encierra otra temporada en una biblioteca para aprobar unas oposiciones. Y esta inversión de vida, de tiempo, tiene lugar porque uno confía en la estabilidad del puesto al que opta. Opositar es como invertir en un fondo garantizado (poca rentabilidad, máxima seguridad), pero cada vez se parece más a uno de alto riesgo (sin contraprestación económica). Incertidumbre, bajadas de sueldo, desplazamientos, absorción de horas en asignaturas distintas a la propia... En mi caso -y cada uno tendrá su historia- descarté otras posibilidades laborales en el ámbito privado y me decidí a opositar, entre otras razones, porque la filosofía era una materia que se enseña sobre todo en Bachillerato, y la Ética, en el último curso de la obligatoria. Opté a eso, y no a cualquier otra cosa. Tenemos derecho a protestar por el ataque injustificado que supone la reforma de Wert a nuestro puesto de trabajo. Pues ¿qué se supone que haremos para completar nuestro recién engordado horario, ahora que la Ética y Filosofía II pasan a ser optativas, es decir, a desaparecer? Lo sabemos: daremos clases de materias para las que no estamos cualificados y para las que no optamos al opositar. Esto es malo para nosotros y malo para los estudiantes. Es malo para todos. Nadie quiere esta reforma, salvo Wert y aquellos a cuyos intereses sirve.

2) Hablemos del Ministro. Sus intervenciones públicas (desde Cataluña, pasando por la ratio de alumnos en las aulas, hasta su reciente autodesignación como toro bravo) revelan una personalidad zafia, sin profundidad, manipuladora y desafiante. Justo lo contrario de lo que cabría esperar de un Ministro de Educación y Cultura. Pero voy a intentar no convertir esto en un simple ad hominem. El universo educativo (padres, alumnos, profesores) lleva años esperando a ese mesías que se sentará en una mesa con la oposición y con los agentes educativos para dar de una vez una solución nacional y radical al problema educativo, una solución con vocación de permanencia y sin lastres partidistas. Esto es una urgencia nacional cuya desatención ha provocado y provocará el empeoramiento de la calidad de la enseñanza y, consiguientemente, de la vida económica, laboral, social y cultural de este país. Wert, como sus antecesores, va a perder la oportunidad de revertir el curso histórico de las leyes educativas españolas. En lugar de comportarse como un toro bravo, debería coger el toro por los cuernos y crecerse ante la verdadera adversidad, que es la de la situación educativa española. Pero Wert es un sociólogo, y su reforma es la reforma de un sociólogo. El borrador de la nueva ley educativa exhala ese aroma de la sociología decimonónica, según la cual la filosofía es sólo una etapa superada en el desarrollo del pensamiento. Pero mientras que para Comte la filosofía se superaba en la ciencia, para Wert la filosofía se supera en la sociología misma: "el fin de la enseñanza es la socialización de los alumnos", dijo. Esta es la monstruosidad ideológica que se esconde tras su reforma.

3) ¿Para qué sirve la filosofía? En clase siempre traigo un texto de Deleuze que se puede leer aquí. Pero hoy quisiera comentar otro aspecto. Si hay algo en el sistema educativo que está bien hecho es -con algunos matices- las asignaturas que en él se imparten, porque si el fin de la enseñanza es hacer humanos a los seres humanos, esto se consigue dándoles las herramientas para desarrollar aquello que son. El hombre tiene diferentes habilidades (físicas, lógicas, imaginativas, morales, estéticas) y las asignaturas clásicas han desarrollado estas habilidades. Yo no sé matemáticas, pero sé que no sería la misma persona de no haber estudiado matemáticas. Y, así, la filosofía es ya prácticamente la única asignatura que permite trascender el orden de lo fáctico para reflexionar desde un lugar distinto. Combina la inteligencia lógica y la imaginación poética en la experiencia que da origen al pensamiento occidental, a la ciencia y a la subversión política: ¿es éste el único mundo verdadero o es posible "salir de la caverna"? ¿Quién va a dar a los alumnos esa perspectiva cuando Wert corra su lápida sobre la entrada de la caverna? 

Cierro con una anécdota: en cierta ocasión me mandaron a un alumno de 2º de la ESO castigado a la clase de 2º de Bachillerato. Lo sentaron en la última fila y le dieron tarea. Era un chico noble, pero muy conflictivo, que vivía en unas condiciones muy difíciles que no voy a detallar. Yo explicaba a Descartes mientras él garabateaba algo en su cuaderno. De pronto, alzó la cabeza y dijo: "Hostia, es verdad, ¡qué paranoia!". Al día siguiente me buscó y me dijo: "ayer estuve toda la tarde sentado en un banco con mis amigos y no podía quitarme de la cabeza lo que contaste. Hasta me decían: ¿qué te pasa hoy?...". Esto es sólo una anécdota. Pero es una entre otras muchas. La filosofía despierta algo en el hombre. Algo radical. Hace que la mente se turbe, que no dé por sentado aquello en lo que acostumbraba a creer. Es el inquietante y doloroso despertar del espíritu lo que nos hace más libres, más críticos, más profundos, más radicales, más exigentes con aquello que podemos esperar de nosotros y del mundo. Más humanos, en fin. No debemos prescindir de ella.