martes, 29 de junio de 2010

El triunfo de la voluntad

"No hay tribunal que pueda juzgar nuestros sentimientos y nuestra voluntad" (Montilla, 2010)

Me cuesta imaginar una forma más exacta de definir la esencia ideológica del fascismo...

domingo, 27 de junio de 2010

La ética y los toros

Algunos visitantes de este blog me han pedido, en diferentes ocasiones, que exponga mi opinión sobre la fiesta de los toros. En realidad, si no lo he hecho antes es porque el asunto no me ha merecido nunca el suficiente interés como para tener toda una teoría al respecto, además de que hay mejores cabezas que la mía dedicadas a reflexionar sobre el problema. Jesús Zamora ha dedicado toda una serie de entradas a este problema. Así que resumiré mucho: básicamente creo, con Hume, que los derechos (y las obligaciones) no pueden ser deducidos de ningún hecho. Es decir, que no hay nada en ningún cuerpo, vivo o no, que nos lleve a la conclusión apodíctica de que merezca ser tratado de tal o cual forma. Creo que la ética es, ante todo, un Sprachspiel, que diría Wittgenstein: un juego del lenguaje. Como todas las creaciones culturales humanas, este juego procede de una sofisticada red en la que se mezclan tendencias pulsionales, experiencias biográficas, invenciones simbólicas, tentativas racionalizadoras...

Como todos los juegos, el de la moral tiene algunas reglas. En este caso, la regla fundamental es la reciprocidad. Esta regla no explica sólo el origen de la moral, sino su persistencia: sólo porque los hábitos morales son recíprocos, se mantienen como tales hábitos. Pero la reciprocidad es algo que sólo pueden entender los humanos. O dicho en plata: mientras el toro no sea capaz de interiorizar mi derecho a no ser atacado, estará fuera del juego ético. De ahí que los antitaurinos sean, desde mi punto de vista, los verdaderamente hostiles con los animales: se empeñan en civilizarlos, es decir, en hacerlos partícipes del mundo humano, de nuestros valores, de aquello que a nosotros nos parece cruel y repudiable, en imponerles el modelo de una existencia pacífica que el hombre sólo ha logrado a fuerza de reprimir y encauzar unos instintos que los animales jamás reprimirán ni encauzarán.

Su antropocentrismo es tan enorme que les impide ver y respetar la verdadera libertad y belleza del mundo animal: los animales desconocen el "malestar en la cultura", pues al carecer de una inteligencia suficientemente desarrollada, carecen también de la conciencia de la muerte, y con ello de la sofisticada red de tabúes, ritos, sentimientos de culpa, represiones, que nosotros hemos tenido que inventar (y padecer) para lograr, en una comunidad moral, que sea menos angustiosa la espera de una muerte de la que somos terriblemente conscientes.


Siguiente cuestión: quienes se oponen a los toros no se oponen simplemente a la muerte del animal, ni a su supuesta tortura, sino al hecho de que esa muerte y esa tortura tengan lugar en vano, es decir, que su fin no sea la supervivencia del hombre. De manera que se puede entender el padecimiento de los pollos enjaulados y su posterior decapitación antes de llegar a mi plato aromatizado con limón y romero, pero no el padecimiento del toro para diversión del populacho. Pero ni el pollo es necesario para mi supervivencia, ni nadie dice que la supervivencia sea lo único que justifica el maltrato al animal. Si verdaderamente creyéramos, como afirman los veganos, que todo ser con sistema nervioso o capacidad de sufrimiento tiene derecho a la vida, ¿por qué no cerrar los mataderos y las carnicerías y sustituirlas por plantaciones de soja?
Y una última cuestión (por no extenderme más). El respeto a las reglas del juego moral exige que esas reglas sean reflexionadas racionalmente. La compasión que nos merecen ciertos seres no es ni puede ser nunca criterio suficiente para dirimir cuestiones morales, pues como todo sentimiento, tiene un carácter empírico, y como todo lo empírico, carece de universalidad: desde el monje budista que barre el suelo por el que camina para evitar pisar insectos hasta el soldado de la Wehrmacht que tirotea al niño judío, la especie humana nos muestra toda una gama de afectos inculcados que no pueden tener la última palabra si verdaderamente queremos alcanzar un acuerdo, siquiera mínimo, sobre aquello que merece ser incondicionalmente protegido y aquello que sólo tiene un valor instrumental para el hombre.

jueves, 24 de junio de 2010

¿Para qué sirve la filosofía?

Ayer, de copas por Ciudad Real con unos amigos, vuelve a salir la eterna pregunta: "¿para qué sirve la filosofía?". En esta ocasión, la respuesta venía con la pregunta: "la filosofía no sirve para nada". En realidad, la pregunta es, en sí misma, tan naif, que consigue hacer brillar, en su modesta formulación, la grandeza de lo cuestionado, pues ni siquiera es capaz de dar un paso más allá y plantear: ¿a qué o a quién sirve la filosofía? Pues las cosas no sirven en absoluto. Sirven para algo, o a alguien. Primer punto.

Por lo demás, quienes hacen esa pregunta suelen tener en común varias cosas: en primer lugar, que no esperan una respuesta, y en segundo lugar, que nunca han leído filosofía. Si a mí se me ocurriera decir que Hugh Everett es un charlatán y la astrofísica, un cuento chino, sólo porque no los entiendo, lo normal sería que me tratasen de ignorante o de dogmático. Pero con la filosofía todo el mundo se permite la rebeldía. Lo cual es todo un síntoma y da que pensar. Entre otras cosas, es un signo más de la decadencia democratizante que nos envuelve: la filosofía es vista como una opinión, pero como una opinión que se tiene a sí misma por más profunda, más elevada y más digna. Por consiguiente, ha de ser antidemocrática, y por tanto, despreciable. (Ah, si hubieran leído a Nietzsche... ¡qué conscientes serían del modo en que el resentimiento pervierte el juicio!). Cualquier opinión ha de ser igualmente buena, cualquier pensamiento ha de valer tanto como cualquier otro.

Sin embargo, los que conocemos la filosofía, sabemos que precisamente todo radica en esa diferencia: la que hay entre la pereza intelectual y la pasión filosófica, entre la vulgaridad soñolienta de la opinión y la divinidad guerrera de la filosofía, entre -en fin- la estupidez y la profundidad. Y por eso, como decía Deleuze, el pathos filosófico puede resumirse en vergüenza ante la estupidez. Los filósofos contemplan con asombro cómo se repiten en nuestro tiempo debates conceptuales superados hace siglos en el ámbito de la filosofía. ¡Cuántos innecesarios debates teológicos si nuestros intelectuales leyeran adecuadamente a Kant! ¡Cuántas polémicas éticas resueltas con tal de no haber olvidado la ley de Hume!

La filosofía no sirve en absoluto: sólo sirve a aquella voluntad que busca ir más allá de lo que todos dan por sentado, al verdadero inconformismo intelectual, que no es una etiqueta, sino el deseo de no asumir sin más aquello que el propio tiempo y la propia cultura presentan como indudable, incluido el escepticismo. La filosofía es una opción moral. Su descrédito es sólo un síntoma de la miseria de una época empeñada en destruir todo lo que marque diferencias entre la inteligencia y la estupidez, la nobleza y la vulgaridad, la libertad y la postración.

martes, 22 de junio de 2010

Alianza de Civilizaciones

No existen civilizaciones, sino culturas. Civilización hay una sola, y ha surgido de la cultura occidental: es aquel entramado de valores e instituciones que mejor sirven al fin de la cultura, que no es otro que el triunfo de la libertad sobre la naturaleza. No creo en la Alianza de Civilizaciones por la misma razón que me repugna el pacto entre la Izquierda Abertzale y EA: porque este tipo de acuerdos se realizan siempre a costa de obviar, tapar, olvidar, pasar por alto, las diferencias basadas en concepciones radicalmente opuestas del valor del hombre, su vida y su libertad. Mientras Somalia prohibe afeitarse so pena de torturas o muerte, yo deseo aumentar mi repertorio de productos de belleza masculinos. Y es que lo valioso no se encuentra en aquello que nos une, sino justamente en lo que nos separa. Porque son esas diferencias las que, finalmente, se enfrentan en el terreno de la historia, que es, como decía Hegel, el juicio universal. Y allí debe vencer, una vez más, Occidente. O sea: la civilización.

sábado, 5 de junio de 2010

Un día más

Son las 20:30 en este preciso momento. Acabo de terminar lo que tenía que traducir y que estudiar hoy. Cuando iba escribiendo las últimas palabras, pensé que, para ser feliz, sólo hace falta darle a cada día lo suyo. Hacer lo que toca, sin más. Y, al final del día, tener una terraza desde la que asomarse para ver un sol cansado, adormecido, igual que uno. Y recuerdo, para autoconfirmarme, que Gómez Dávila se quejaba (lástima no tenerlo a mano para citarlo bien) de la falta de sabiduría en el buen vivir que trasluce una sociedad que desprecia la monotonía. Pero esta sensación de felicidad rutinaria dura poco. En seguida mi lado romántico asalta a mi lado reaccionario, y le susurra: "Ahora mismo alguien está saltando en parapente desde una montaña que ni siquiera sabías que existía, y en algún local oscurecido de una ciudad unos músicos tocan una pieza irrepetible, y dos amantes están revolcándose sobre alguna playa, aunque sea en una película...". Y tengo la sensación de que lo verdaderamente importante se escapa en medio de esa lucha: entre la frustración y la alegría, entre la realidad y el deseo.