lunes, 30 de marzo de 2015

Ser nazareno en Sevilla

A veces, alguna gente me pregunta por qué salgo de nazareno. Mis alumnos, sin ir más lejos, dicen que no me pega nada, que tengo "cara de ateo". No sé cómo os deja eso a los ateos, la verdad. El caso es que ayer me puse a darle vueltas hasta que comprendí que no había ninguna razón, es decir, que no tenía ningún "motivo" para hacerlo en el sentido de una decisión meditada en torno a un fin. Hay en mi casa una vieja foto en la que mi hermano y yo sostenemos una vara de las que se da a los niños porque los cirios les pesan demasiado. Mis padres, jovencísimos, sin una cana aún, detrás de nosotros. Desde entonces, durante casi treinta años, repetimos el mismo rito: vestirnos con la túnica blanca y el antifaz azul, ceñirnos el cíngulo y colgarnos la medalla, comer en casa de mi abuela el guiso de patatas con carne -todos esos años, sin una sola excepción mientras vivió, el mismo plato- y luego caminar por Pagés del Corro, desde la casa de abuela, donde mis primos y yo jugábamos con los cazos de la cocina, muy cerca de la iglesia donde me bautizaron. Año tras año, en un ciclo idéntico, como las estaciones y las mareas. Porque, a pesar de lo que vende la ideología de nuestro tiempo, la mayoría de las cosas importantes de la vida no son fruto de decisiones. Simplemente nos encontramos en ellas, arrojados, como decía Heidegger, en un mundo que es más grande y más antiguo que nosotros. Como la patria, como la lengua, como los padres. Ayer, una vez más, acompañé a María Santísima de la Estrella hasta su capilla. Es el primer año que lo hago solo. Pero mi padre y mi hermano siempre estarán junto a mí en ese camino que huele a cirio y a incienso y a azahar. Todos los años alguien me dice "reza por mí". Yo no sé qué caso harán en el Cielo a un patán por muy vestido de nazareno que vaya. Pero yo lo hago, por si acaso, y todo el camino me acompañan aquellos a quienes quiero y lo están pasando mal. Así que, sin ningún motivo, cuando entro en la capilla me emociono. Desde allí nos observa -esto es un privilegio de los católicos- un Dios hecho madera y, sin ningún motivo explicable, esa emoción antigua me acompaña cuando vuelvo a casa por las calles, ya silenciosas y vacías, de Triana.