martes, 4 de septiembre de 2012

El caos como obra de arte

Dicen los que saben que las vanguardias fueron el último intento por restaurar la dignidad del arte. Todavía Rodchenko, Malevich, y por supuesto Klimt, Shiele, creían -de diferentes modos- en el arte como depositario de una misión histórica. Tras ellas, el arte se vulgariza; y sus divinos templos se llenan de urinarios y mierda de artista enlatada. Pero aun estas obras mantenían una deuda con la tradición: el artista como sujeto consciente de una voluntad representativa. El fantasmagórico presente de la información nos propone, por contra, un espectáculo inédito: la no-artista hace involuntariamente un no-arte convertido de pronto en un espectáculo estético de alcance mundial. En un pequeño pueblo aragonés, una ancianita siente vergüenza por algo que podría haber presentado como la verdadera culminación de la muerte del arte, si tan sólo dispusiera de las herramientas conceptuales de un Klee, un Modrian, un Malevich. En el mismo escenario inconceptualizable del presente aparecen, ya casi como espectros en un plano en penumbra, el socialista que destruye su programa social y el liberal que sube los impuestos. Y toda una comitiva de criaturas bosquianas que los espectadores no son capaces de ubicar en la realidad. Las "semanas decisivas" se repiten. El "tiempo que se acaba" parece no acabar nunca. Las representaciones estéticas de la catástrofe y la salvación se suceden, como en un tríptico renacentista holandés. Y cuando el espectáculo parece alejarse tanto de la realidad que empieza a resultar inverosímil, aparece Alfonso Guerra -como el nexo ontológico entre la realidad y su reverso- para pedir que se deje caer a los bancos, mientras Zapatero, en esta psicodelia en que se mezclan pasado y presente, mira hacia otro lado, con el rostro desvanecido de un Cristo de Borja. Las clases comienzan en los colegios. Pero no se sabe muy bien para qué. Porque, en el espectáculo del caos, el futuro es un rostro que no somos capaces de restaurar, y que se deshace en las paredes envejecidas de la inteligencia.