jueves, 29 de agosto de 2013

Final del verano (2013)

Ya son más de treinta, me temo, los veranos que se agazapan como cangrejos entre las piedras de mi memoria. No sé exactamente dónde está cada uno, pero por ahí andan, intuyo, observándome desde algún agujero. Y cada uno de esos veranos es un yo que murió, al menos en parte: el niño que se duerme en una playa de Isla y el que juega con la nieve de Sierra Nevada. También el adolescente que recorre –primero en bici y después en el Renault Megane de Nico– Cazalla, Gredos, Grazalema… El estudiante que escucha música junto al Danubio y el profesor que anda de noche por las callejas de París, de Berlín, de Roma, de Londres, de Lisboa… El hombre es lo que amó y la tierra que pisó. El resto queda tendido en la cuneta del tiempo. Los atardeceres con su vertido de oro sobre el mar. Todos esos veranos son ascuas encendidas bajo la ceniza. El tiempo de verdad es verano, pero a veces se disfraza de invierno. Luego siempre vuelve, solo que más viejo y más pequeño. Parece como si cada cosa que ocurriera en la vida no solamente fuera única e irrepetible, sino, sobre todo, más corta que la anterior. Por eso el verano de la niñez es inmenso, como el amor de la adolescencia. Así que este verano es por ahora el más pequeño de todos mis veranos –y, sin embargo, qué enorme–. Hoy me despido de él, en sus últimos días, que son como los últimos granos de un reloj de arena, apresurándose a caer más deprisa. La piscina se ha llenado de hojas. Y el aire de agosto se ha hecho de pronto frío.

miércoles, 28 de agosto de 2013

Decir y vivir (el problema de la poesía)

Era de noche y llevábamos ya un par de copas. Parecía un relato de Carver en el que los interlocutores cambiaban de tema de conversación como cambiaban de mano el gintonic. Una chica se puso a hablar de poesía. Decía ella que un poeta tiene que decir siempre la verdad, que si el poema dice algo que al poeta no le ha ocurrido, miente, y por tanto es un impostor. Para mí estaba claro que la verdad no es un hecho biográfico ni un dato empírico. Pero el asunto me dejó pensando en qué significa en general, para un poeta, decir la verdad. Y de pronto, por estos giros rápidos que hace la mente a veces, me vi en un aula de la facultad de filosofía, delante del profesor César Moreno, que para enseñarnos la fenomenología de Husserl hacía este experimento mental al que yo he recurrido muchas veces luego: “Imaginad un árbol” –decía–. “Y ahora imaginadlo existiendo”. Tras unos segundos se empezaban a escuchar murmullos y los estudiantes nos mirábamos unos a otros. Podíamos pensar un árbol imaginario, pero si intentábamos pensarlo existiendo, no conseguíamos añadir nada a la imagen que ya teníamos. Comprendimos por primera vez algo tan increíble como que no podemos tener un concepto de la existencia. Podemos conceptualizar y representar el verde, las hojas, el árbol, la altura… Pero la existencia misma (esto ya lo decía también Santo Tomás) no podemos pensarla, pues es distinta de la esencia. Entendemos las cosas, pero no entendemos aquello que las hace reales.

Algo así ocurre con la cuestión de la poesía: la vida, la existencia, es algo tan denso y, paradójicamente, tan sobrenatural, que no puede ser dicha. Por la misma razón que no puede ser pensada. Es el viejo misterio de que sea el ser y no la nada. De hecho, las palabras sirven para disminuir la realidad, para empequeñecerla hasta un punto en que sea inteligible. Una palabra es un flatus vocis que sirve sólo para referir el hecho de que ciertos seres comparten ciertos rasgos. Porque la existencia, en su absoluta individualidad, no puede ser pensada ni dicha. Por eso todo lenguaje es reduccionista. Y por eso la poesía sólo es lenguaje en la medida en que intenta ir más allá del lenguaje. Como la escalera de Wittgenstein, que se sube para luego tirarla. Cuando la poesía encuentra el ser, es cuando ha roto el lenguaje y lo ha dejado atrás. De ahí que, desde el punto de vista realista del pensamiento natural, la poesía sea mentira. Lo que dice es siempre menos que lo real. Y lo real es aquello que no termina de decir. Un balbuceo o una imagen velada apenas entrevista. Ese es su juego de ramera seductora. La metáfora es fea. Pero, al fin y al cabo, toda poesía es erótica precisamente porque seduce, porque enseña y oculta, y sobre todo porque promete algo que ella, por sí sola, nunca podría dar.