jueves, 16 de marzo de 2017

Despedida

La casa de mis padres es un alcázar blanco rodeado de verde. Allí, escondido en la sombra de los setos, suele dormitar Lolo, nuestro gato, al abrigo del sol y de las perturbaciones del mundo. Cuando pasas a su lado, a veces consigues entrever sus ojos amarillos parpadeando levemente con gesto de desprecio sobrenatural. Solo los gatos consiguen elevar el desprecio a virtud: un desprecio aristocrático, señorial, übermenschlich. En clase siempre pongo a Lolo como ejemplo de filósofo helenístico, pues domina el arte de vivir conforme al orden de las cosas. Sin deseos, sin preocupaciones, sin artificios. Un maestro de la ataraxia. Podía yacer durante horas como una esfinge y, en un segundo, saltar sobre pájaros y ratones para devorarlos: seguía, como la araña de Spinoza, el divino orden de los efectos y las causas. El mundo humano está lleno de inútiles frustraciones; en el mundo de Lolo, todo es como debe ser. Por eso, cuando ayer sintió que su final era inminente, se acercó plácidamente a la puerta de la casa de mis padres para morir a sus pies. Y yo no quiero que termine el día sin despedirme de él con estas palabras, pues ya nunca volverá a sentarse en mi regazo mientras la tarde cae sobre los viejos árboles. Ya nunca volveré a acariciarlo mientras me duerme el ronroneo que hace felices y mansas todas las cosas. Hasta siempre, compañero de siestas y de juegos, señor de los alféizares y de las altas ramas, noble guardián de la casa de mis padres. Nos reuniremos en la tierra que a todos nos aguarda.