domingo, 28 de agosto de 2011

Indignados, progres, fachas y estigmatizados

He estado en dos manifestaciones violentas en mi vida. La primera, contra un proyecto de ley educativa que ni siguiera recuerdo (supongo que sería la LOPEG); la segunda, contra las pruebas atómicas que realizó Chirac el año 95 en la Polinesia Francesa. En ambos casos yo tenía menos de veinte años. Gritar consignas, insultar a la policía y lanzar naranjas contra la Embajada o la Consejería de Educación era, lo recuerdo, emocionante. En situaciones así, la adrenalina se convierte en la manifestación fisiológica de un sentimiento de superioridad moral, a veces justificado, a veces no. La indignación fácilmente conduce a pretender dar a cada uno lo suyo, a separar el trigo y la cizaña: tiene una vocación judicial difícilmente evitable. Yo creo, con los indignados, que el mundo es imperfecto, que las instituciones son un coñazo, que el sistema económico es injusto, pero no veo ninguna bondad en juzgar a la humanidad, a la sociedad y a la historia desde el púlpito inmaculado de la propia conciencia y firmar una condena universal. En el tiempo de aquellas --ya lejanas, ay- manifestaciones, yo me sentía una especie de anarquista místico al que indignaban las guerras y los capitalistas. Recuerdo que a unos chicos del PCE les costó mucho venderme una revista que editaban, pues, como buen anarquista, miraba a los comunistas con cierta distancia. Es tan difícil romper la imagen que el ego proyecta sobre sí mismo: se tarda toda una vida (o sea, que nunca se logra del todo). Y, en parte, madurar es tomar distancia con respecto a tus propias ideas, entender que la realidad es más importante que tus ideas, y que uno mismo también es más importante que ellas. En cierto modo, siempre estamos más acá de nuestras ideas, de las que a veces, como de nuestras palabras, somos prisioneros. Si de algo sirve la experiencia es para que ella demuestre, una y otra vez, que las cosas siempre son más complejas de lo que los esquemas narcisistas del pensamiento permiten ver. Hay quienes pasan por la vida sin dejarse agitar si quiera por la experiencia, por la providencial verdad de que el mundo siempre es más que yo. Por eso no tienen madurez, ni autonomía, ni verdadera libertad aquellos para quienes sus ideas valen más que su prójimo, pues éste es siempre infinitamente más real que cualquier idea. Ni quienes conciben la libertad como afirmación de uno mismo, en vez de como reconocimiento del otro. Y no hay pensamiento allí donde la inteligencia se dedica a clasificar a las personas en dos bandos (progres y fachas, por ejemplo, o creyentes e infieles, buenos y degenerados) para asentar una visión maniquea del mundo desde la que justificar cualquier acto. El progresismo, cuando es más que un enésimo conjunto más o menos coherente de ideas, es una forma de una ingeniería, que opera allí donde la inteligencia y la voluntad humana trabajan para vencer la resistencia natural de las cosas. El progresismo no es una etiqueta para estigmatizar a los otros: el estigma, la clasificación de las personas en castas (raciales, sexuales, morales, religiosas), es posiblemente el pecado más antiguo del hombre. Progresar es superar el estigma. Y no es nada fácil, pues el estigmatizador no siempre se siente tal: lo espeluznante del Holocausto es siempre el modo como los nazis concebían sus actos como legítima defensa frente a milenarios agresores. Si algo une claramente la modernidad y el cristianismo es la impugnación del estigma, la puesta en primer plano de aquello que ha sido dejado en los márgenes de la conciencia, de la sociedad, de los dioses. Progresar es recoger los restos de las cunetas de la historia. Pienso, viendo cada día las diversas manifestaciones de la indignación, que la ética es la reflexión sobre el modo de solucionar los problemas humanos, no sobre cómo crear nuevos problemas a los humanos. Y no creo en ninguna ideología que no dé cabida al escepticismo: al menos a ese escepticismo que conduce, no al cinismo, sino al humor, que es la primera forma, la más obvia, del amor.