domingo, 22 de febrero de 2009

La ciudad y los árboles



No es necesario ser un fiel votante de Los verdes para desear que las ciudades estuvieran llenas de árboles. En la dimensión estética de las urbes modernas se repite la vieja contraposición, forjada en los comienzos de la modernidad, entre naturaleza y cultura. Hace mucho tiempo el hombre conquistó cierto espacio de seguridad y libertad arrancándoselo al que entonces era el reino de la arbitrariedad, el miedo y la incertidumbre. Pero ese espacio acabó convirtiéndose en la jaula de hierro de la que hablaba Weber. Freud lo explica de una forma hermosa y triste: la renuncia cultural a la satisfacción ciega de nuestros deseos nos otorgó seguridad al precio de la infelicidad y el desasosiego. Por eso ahora, de cuando en cuando, miramos con melancolía aquel útero del que una vez salimos para no volver nunca. Tuvimos que matar a la terrible madrastra que fue un día la naturaleza para hacer surgir de ella la imagen de una madre amorosa. Por eso, cuando paseamos por las calles geométricas de asfalto, rodeados de máquinas, símbolos y normas, parece como si los árboles nos dejaran respirar de nuevo, en la fingida paz de un mundo que sabemos para siempre perdido en el pasado.

domingo, 15 de febrero de 2009

15 de febrero de 2009

Después de tantos días de frío y oscuridad, ha salido el sol. He abierto la terraza para que entre la luz en mi cuarto, y he dejado todo el trabajo que tenía pendiente sólo para mirar afuera. Me he sentado en la terraza con un café caliente y un cigarro, y -después de tantos meses- he cogido un libro de poesía. Un hombre no tiene derecho a trabajar cuando Dios ha querido hacer un domingo así. Mientras dormitan sobre mi mesa exámenes por corregir, papeles por rellenar, libros por leer, yo abro mis ojos a la radiante claridad de la tarde. Y porque sé que dentro de unas horas todo será oscuro y frío otra vez, quiero anotar aquí que no fue un sueño. Que el sol llenó la tierra de una lluvia finísima de bronce, que su luz se enredó en las telarañas y amansó los ruidos de la ciudad, que me sentí feliz antes de volver adentro y apagar el cigarro. Y su humo fue el incienso que quemé ante el precioso altar de este día.

martes, 10 de febrero de 2009

Memoria histórica

De todos los conceptos "deconstruidos" por el gobierno en los últimos años, el que más me duele es éste: la memoria histórica. Cuando la idea de que existen "dos Españas" debería haber desaparecido -y si ello no es así, aún no podemos hablar de una "sociedad democrática"- lo lógico sería que este país asumiera de una vez la tarea de iluminar lo que ocurrió. Es un imperativo histórico, una exigencia del conocimiento. Pero también una tarea moral: nuestro compromiso con la historia incluye el deber de evitar los errores del pasado, de asumir lo que somos y de proyectar lo que queremos o no queremos ser.

Sin embargo, cuando uno observa el modo como pretende llevarse a cabo esa tarea, no ve sino una ocultación mezquina envuelta en una retórica narcotizante. De nuevo las consignas, los maniqueísmos, la ideología: la memoria se transforma en juez. Mal asunto. Hace unos años traduje un libro poco conocido, Diplomático en el Madrid rojo, para la Editorial Renacimiento. Existe otra versión de Agapito Maestre que lleva el título de Matanzas en el Madrid republicano. En todo caso, se trata de las memorias de Felix Schleyer, diplomático noruego en el Madrid de los años frentepopulistas, donde narra muchas cosas interesantes para reconstruir una verdadera memoria histórica. Allí se cuenta, por ejemplo, la solución propuesta por La Pasionaria para solucionar el clima político del momento: que "una" España "extermine a la otra". Sí: la misma a la que homenajea incomprensiblemente una parte de la izquierda. También se relatan las vidas de quienes tuvieron que refugiarse en embajadas de países europeos huyendo de las persecuciones comunistas y anarquistas, los hallazgos de fosas comunes, la existencia de checas donde se torturaba y ejecutaba a adversarios políticos. Por suerte, aún existe la memoria del parentesco: mi abuela contaba siempre cómo X, republicano, iba pregonando por todo el pueblo: "hoy nos hemos cargado a Fulanito, y mañana nos vamos a cargar a Menganito. Y -concluía suspirando- claro, cuando acabó la guerra, se lo cargaron a él..." Además, ahí están los textos de Largo Caballero diciendo cómo funciona el socialismo que pretendía implantar y qué opinión le merecía la democracia. Sí: el mismo que sigue contando -nadie entiende por qué- con una Fundación en la UGT. Sin embargo, todo esto se diluye en la nada mientras los altavoces del régimen pregonan que la memoria histórica consiste únicamente en retirar estatuas de Franco y desenterrar a Lorca. El pasado, como la realidad misma, susurra tenazmente, pero es frágil. No es difícil callarlo a golpe de consignas: por eso la memoria implica una escucha sacrificada, un esfuerzo, y por eso es un modo de expiación, al menos para la vergüenza.

Por eso es tan terrible ver cómo desde las poltronas del poder, de uno y otro signo, se reescribe el pasado según el guión establecido de lo que se pretende hacer del presente. Todo esto recuerda lamentablemente el mundo de 1984 de Orwell: el ruido incesante de la propaganda y de los medios acaba por sofocar el pasado para hacer brillar tras él la luz de un pensamiento que siempre quiere ser más que la realidad. Pero no: memoria histórica significa humillarnos ante la realidad. Tener memoria es rendir cuentas al ser, que es tiempo. Por eso San Agustín llamaba "memoria del presente" al simple contemplar la propia existencia. Al abandonar desinteresadamente el presente para asumir el pasado, damos un salto más allá de la inmediatez del ahora: por eso la memoria es la forma más sutil de trascendencia. Un amigo teólogo, Jaime, me hizo ver que la memoria era central en la autocomprensión del pueblo de Israel. De hecho, es la increpación permanente de Dios, el mandamiento más insistentemente repetido: "recuerda, Israel", implícito siempre en la alocución Shema: escucha. Sí, secuaces del Gran Hermano: Tenemos memoria.

miércoles, 4 de febrero de 2009

Crónicas manchegas

Cuando volví de Viena a Sevilla, sentí que mi vida había perdido glamour. Sin embargo, esta pérdida la compensaba el hecho de estar otra vez entre los míos: perdía las alas de una vida bohemia y viajera, pero ganaba las raíces de la confianza y el amor. Por desgracia, esta situación no duró mucho: la Junta llevaba casi una década prescindiendo de filósofos, así que tuve que presentarme a las oposiciones en Castilla – La Mancha, que había ofertado treinta y tres plazas, lo que para mi gremio era todo un derroche de generosidad. No llegamos a setecientos los que nos presentamos, así que pronto me vi dando clases a pocos kilómetros de Ciudad Real. Este acontecimiento suponía una nueva degradación de mi hábitat. Y sin embargo, a todo se acostumbra uno y en casi cualquier sitio hay espacio para la belleza y la alegría.

Al cabo de unos meses conseguí olvidarme de las casas modernistas de Viena, del mercado de la Wienzeile con sus quesos turcos, sus especias árabes y sus vinos italianos. También dejó de parecerme grave no tener que pasar el puente de Triana para recoger a Charo e ir a tomar unas cervecitas junto al río, ni poder salir al jardín de mis padres al atardecer y fumar un cigarro debajo de las ramas del paraíso, allí, en la única casa a la que yo he llamado “mi casa”. Y me acostumbré incluso a que todas las personas que amo, salvo una, estaban a más de cuatro horas en coche por una carretera destartalada. Pero, entonces, descendí otro peldaño más en la escalera invertida de Jacob: el concurso de traslado nos obligó a mudarnos a T.

T es un extraño lugar en medio de la estepa castellana. Se llega a él atravesando un vasto erial de tierra amarilla, que tras las últimas lluvias verdea tímidamente. Al acercarnos, columnas de humo blanco y un extraño olor como a desechos anuncian que queda poco. Cuando el viajero alza la vista, ve siempre la ciudad bajo una insólita nube negra, y en ese momento sabe cómo debieron sentirse los dos pequeños hobbits que, tras superar la última montaña, vieron alzarse ante ellos los muros espantosos de Mordor.

Y cuando paro un segundo, por ejemplo ahora en que quiero escribir algo en mi blog, me doy cuenta de que precisamente aquí, en este lugar infame cuyo nombre nunca antes había oído y cuya imagen nunca asocié a nada mío, resulta que aquí, precisamente aquí, está ocurriendo mi vida. Y casi soy feliz.

domingo, 1 de febrero de 2009

Más sobre la objeción de conciencia

Como no sé cómo poner elementos compartidos en el blog (por cierto, ¿alquien podría decírmelo?), enlazo aquí un artículo de Juaristi sobre el tema de la objeción de conciencia al que le estuvimos dando vueltas el otro día a propósito de la asignatura de Ciudadanía...

www.abc.es/20090201/opinion-/objecion-20090201552.htlm