jueves, 30 de julio de 2009

El nacionalismo moderado

Anasagasti, político nacionalista cuya inteligencia y sentido del humor admiro, tiene una entrada en su blog en la que se queja de las típicas críticas al PNV por poner una vela a Dios y otra al diablo. Bien: es cierto que el nacionalismo no es culpable de lo que hace ETA, pero sí es responsable de su existencia. Durante años, ha diseñado y fomentado un discurso de permanente deslegitimación de la nación española, y luego de la Transición y el orden constitucional. Es responsable de una peculiar idiosincrasia psicológica, exótica en Europa, que idiotiza a algunos con la nostalgia de un Reino sometido hace siglos, y que convierte a otros en sádicas alimañas capaces de las más horrendas crueldades.

ETA es un injerto marxista en el vetusto árbol del nacionalismo, surgido en el contexto de una lucha reaccionaria contra el liberalismo y la modernidad. Es cierto: los del PNV siempre condenan la violencia. Pero podrían hacer mucho más: podrían decir que el gobierno de Patxi López es infinitamente más legítimo que dejarse investir por quienes ni siquiera alzarían la voz si aquél fuese asesinado mañana; podrían agradecer la presencia de las FSE en el País Vasco y presentarlas como garantes de las libertades y derechos cívicos, en lugar de comparar unas simples maniobras militares con la invasión de Perejil; podrían aplaudir cada una de las actuaciones judiciales e iniciativas políticas contra el entramado social de la banda en lugar de presentarlas como anomalías propias de una falsa democracia; podrían proclamar que la autodeterminación y la independencia son deseos legítimos, pero no derechos conculcados por los que deban sentirse heridos y humillados; y, en fin, podrían dejar de ir por ahí reparando el honor de la Madre Patria con liturgias, banderitas e himnos. Pero, entonces, ¿qué les quedaría?


¿Te imaginas, querido lector (¿hay alguien ahí?), a Zapatero o Rajoy celebrando en Fuenterrabía la batalla de San Marcial con banderas rojigualdas y tarareando la Granadera...? Pero lo que es anormal para alguien normal es normal para un anormal. No sé si me explico...


Las despedidas de Takita

Ayer, Las despedidas, de Yojiro Takita, en el cine Alameda. Daigo Konayashi y su esposa Mika se ven obligados a volver al pueblo natal de Daigo tras fracasar como violonchelista, su vocación de niño, en una orquesta de Tokio. Allí acepta un puesto de trabajo tan indeseado que ni siquiera el anuncio del periódico dice claramente de qué se trata: amortajar a los muertos. Lo que comienza siendo una desagradable contingencia en su vida laboral termina revelándose como su verdadera vocación. De hecho, no son los detalles humorísticos los que hacen soportable una trama cuyos protagonistas son la muerte y el dolor, sino justamente el modo como la ceremonia misma, su intensidad estética y su belleza ritual, consiguen dignificar el hecho de la muerte, crear la estancia de un último momento de sentido con el difunto. Una ceremonia que, además, terminará reconciliando a Daigo con el padre que lo abandonó siendo niño. La música, increíble. Un peliculón.

jueves, 23 de julio de 2009

Blasfemia y tolerancia

Los países democráticos modernos suelen tener leyes que penalizan el que insultemos a otras personas u ofendamos su honor. Se basan, creo, en una intuición moral muy saludable: la idea de que, además de los intereses materiales (vida, propiedad, etc.), el Estado debe proteger los sentimientos y valores legítimos de los ciudadanos (esto es: aquellos que no implican conductas dañinas para los demás, en el contexto de una concepción más o menos liberal de la convivencia). Obviando esta obviedad, los laicistas se han enfadado mucho con la anunciada ley irlandesa contra la blasfemia, y con un par de querellas que quedarán –acuérdense– en nada. A mí, personalmente, que un autobús diga que Dios no existe, que un tarado meta un crucifijo en el horno o que algún vanguardista trasnochado pinte a una Virgen en plan porno, son cosas que, dicho mal y pronto, me la refanfinflan. Por lo demás, si alguna vez una emisora, periódico o televisión me han resultado hirientes, he dejado de verlos, sin más. Al contrario, por ejemplo, que aquellos fascios de la izquierda ibérica apostados para linchar a Jiménez Losantos por blasfemar contra lo que ellos sí consideran sagrado.

En todo caso, hay gente que, al ver u oír determinadas ocurrencias anticristianas, se siente profundamente dolida. Y, la verdad, no veo qué necesidad hay de herir sus legítimas convicciones religiosas en nombre de una supuesta libertad de expresión que se ha convertido en la excusa para todo tipo de atropellos. Uno puede muy bien criticar las maldades que crea encontrar en ritos, obispos, creencias…, pero jugar a que los objetos de la fe denostada son verdad sólo para tener ocasión de cagarse en ellos, me parece un abuso de las reglas de juego. Un abuso, por lo demás, peligroso, en cuanto puede alentar rencores, odios, fanatismos que, de otra forma, no aparecerían. Me acuerdo de Weber, a propósito de otra cosa: “Una nación perdona el daño contra sus intereses, pero no el que se hace a su honor”. Mutatis mutandis, eso mismo.

Al final, como en otras ocasiones, quienes dicen no creer en cosas sobrenaturales, vuelven a mostrar que no están dispuestos a hacerles un hueco entre las cosas naturales. Aceptarán como normal que no se pueda llamar puta a la madre de nadie, ni cagarse en sus muertos o mearse en una tumba (¿habrá cosa más sobrenatural que los “muertos”?), pero se rasgarán las vestiduras cuando alguien proteste porque se han herido sus sentimientos religiosos. Les basta con su firme creencia en que los objetos de la creencia de los demás son falsos. Pero no darán un paso más allá para admitir que la creencia misma es real, y que como tal merece un puesto entre las cosas que el hombre quiere proteger, y que es justo sean respetadas.

lunes, 20 de julio de 2009

Muy por encima de su clara forma

Cuando vine a vivir a La Mancha, recordé que un amigo de mis padres solía hablar de "la belleza metafísica de Castilla". Lo entendí en invierno, mientras atravesaba con el coche estos parajes desnudos, donde los ojos, ante la nada grisácea de los campos, se vuelven sobre el propio pensamiento. Aparecen, como en el poema de Claudio Rodríguez, "muy por encima de su clara forma". Pero la estación cálida desvela ahora la belleza sensible de Castilla: el trigo está intensamente verde; aquí y allá se extienden mantos de amapolas rojísimas que cubren como una plaga los campos. Y es como si el Espíritu hubiera estado aguardando este momento para desdecirse, para mostrar que todo páramo desolado es un preludio, el preámbulo de la fiesta total de los sentidos.










martes, 14 de julio de 2009

Reivindicaciones

Siempre he sentido simpatía por los utopistas y los antisistema. En la Universidad se me daban bien los idealistas, Marx y los frankfurtianos, y de adolescente me sentía cómodo entre los rebeldes. Presto mucha atención a las camisetas de mis alumnos, a los graffiti del cercanías y a las pintadas que cubren los muros de las ciudades que visito. Pero se me hace triste ver cómo los viejos sueños europeos de una humanidad emancipada se convierten en pesadillas estéticas o meros tribalismos lingüísticos.

De los muchos ejemplos que podría tomar para hablar de las reivindicaciones, empiezo con uno de mi propia tierra: la pancarta que colgó un conocido borracho sevillano en el puente peatonal de Bellavista. Decía así: “El indio quiere casa”. El hombre, disfrazado de piel roja, había asentado los reales bajo el puente y, litrona en mano, saludaba amablemente a los conductores que se paraban en el semáforo, esperando pacientemente la llegada de su casa. La genialidad reivindicativa del "indio" se basaba en su transparencia. Casi todas las reivindicaciones despiertan en nosotros la sospecha de una intención no confesada y oculta. Pero él era simplemente un holgazán borracho que quería una casa. Nada más.

De las chapas de los adolescentes, me quedo con la de los curas, tal vez por lo divertido de la doble negación. Y un capítulo aparte merecerían, claro, las reivindicaciones de los estudiantes, conformistas y reaccionarias como pocas: desde los años sesenta, se han mantenido devotamente fieles a la ortodoxia de lo ya dicho. Yo mismo he protestado ante la Delegación de turno, con pelos largos y autoconciencia anarquista, por lo mismo que protestan ahora: al parecer, cada pocos años a alguien se le ocurre privatizar la educación, cerrar las carreras de letras, poner a los estudiantes a trabajar para los capitalistas (¡menudos cabrones!). Sería fácil hacer un catecismo del estudiante revolucionario. Pero por no aburrir, se resume en la idea de que existe una confabulación mundial dirigida por los siguientes agentes: la Iglesia Católica, los judíos, las multinacionales, los partidos políticos que obtienen muchos votos, los gobiernos, el G-8, la policía, el ejército, los publicistas, el Rector de la Universidad. Así pues, esa entente está constituida por “La Derecha” o, más coloquialmente, “los fascistas”, y ha sido creada con los siguientes fines: impedir que la gente sea libre, hacerle creer cosas estúpidas y fantásticas, oprimir a los pobres, enriquecer a los ricos, calentar el planeta, hacer sufrir a los toros y a las gallinas.

Al final, mis reivindicaciones favoritas son aquellas pocas que todavía consiguen provocarme, despertar en mí esa sensación de asombro, tan rara en la época de la disponibilidad universal, de conmoción, de salto a otro plano de realidad. He aquí un ejemplo, para despedirme por hoy, que tomé de una calle de Ciudad Real, la ciudad más dada al surrealismo reivindicativo. De las mejores pintadas que he visto.