lunes, 30 de noviembre de 2009

Mera ciencia

Hubo un tiempo en Europa en que los hombres -más exacto sería: algunos, muchos hombres- depositaron sus esperanzas de felicidad y emancipación en el pensamiento científico. Sobre los escombros de los idola teatri se alzaría mañana la ciudad transparente de la razón, la Nueva Atlántida en que los irracionales hábitos contraídos en épocas de sumisión serían demolidos para abrir paso a un nuevo hombre hecho a imagen de sí mismo, proyecto consumado de un logos cuya voluntad de expansión no conocería límites. Aquellos hombres que forjaron el proyecto de una Ilustración científica -desde Bacon a Comte, por lo menos- unieron en su representación las nociones de ciencia, progreso, emancipación y felicidad. Pero doscientos, trescientos años después, su sueño se ha revelado vano, a pesar de que algunos se aferran a las promesas de un mesianismo invertido que pertenece al pasado. Por todas partes, los hombres que habitamos el planeta después de la II Guerra Mundial vemos que la ciencia, al forjar nuevos modelos del cosmos, no nos reconforta; que los remedios para las viejas enfermedades no nos libran de otras nuevas; que las grandes invenciones tecnológicas, lejos de acercarnos a la utopía de una sociedad autosatisfecha, más bien despiertan la pesadilla de una hecatombe total. La situación real de nuestra época es que el hombre sigue enfermando, sigue muriendo, y sigue siendo infeliz.

Entre tanto, tampoco la ciencia parece haber satisfecho la promesa de conocimiento con que inició, segura de sí, su andadura. Mientras más complejo es nuestro saber acerca del universo, de la materia, del hombre mismo, más claras se manifiestan nuestras insuficiencias y más nítidamente se revelan los contornos de nuevas lagunas. Por si fuera poco, la misma ciencia se retira de aspectos de la realidad que nos atañen demasiado: ¿por qué, si el pensamiento religioso es una etapa primitiva de conocimiento, sigue persistiendo de una forma tan firme incluso allí donde razón y experimentación consuman su feliz ayuntamiento? ¿no parece, por otro lado, que las realidades estéticas y morales del hombre siguen requiriendo un modo de comprensión que se muestra más hermenéutico que propiamente explicativo?

Justamente en el ardor con que algunos defienden el credo fundamentalista de una ciencia que no existe, se revela que el verdadero interés no es, ni ha sido, la verdad, la emancipación, o el progreso, sino mantenerse agarrado a cualquiera de los muchos maderos del naufragado barco de nuestra historia.

miércoles, 11 de noviembre de 2009

Elogio del tabaco

El artículo de mi amigo Rafa sobre el tabaco en los institutos me ha hecho pensar. En primer lugar, en el hecho de que la discusión sobre el tabaco se reduce casi por completo a que sus detractores subrayen la insalubridad del mismo, y a que los fumadores asientan, entre avergonzados y resignados, asumiendo su impotencia frente a la adicción del asqueroso vicio. Se repiten, con una actualidad aterradora, las palabras que le dedicara Fernández de Oviedo, sin saber nada de la nicotina y el alquitrán, en su Historia General y Natural de las Indias: "Usaban los indios desta isla, entre todos sus vicios, uno muy malo, que es tomar unas ahumadas, que ellos llaman tabaco, para salir de sentido".

Todo rastro de romanticismo en el tabaco queda relegado ya a una imagen del hombre superada, representada por Humphrey Bogart, o a un exótico vestigio de religiones del pasado, como la que practicaban los algonquinos de las Grandes Llanuras... Sin embago, el hábito del tabaco no se reduce a esa imagen del estresado occidental, tristemente común, que se arroja en busca de su cajetilla de Marlboro nada más levantarse y que va llenando de colillas un apestoso cenicero a lo largo de su estresado día de trabajo. Una imagen que veríamos recluída en el cuadro de las patologías si no fuera porque nuestro mundo no nos ha enseñado a disfrutar de la vida sino bajo la nube negra de la ansiedad, convirtiendo toda pulsión en una compulsión. El sexo es voracidad; la música, una vertiginosa sucesión de no-silencios; la felicidad, la incansable sonrisa estúpida de los anuncios publicitarios. Como ocurre con todo, el tabaco es algo estúpido cuando se ha convertido en una cosa más. Como cepillarse los dientes, ir a trabajar, conducir, llamar por teléfono. Como la sonrisa, la música y el sexo. Y doblemente estúpido si, además de monótono, resulta ser dañino.

Ciertamente, desde el punto de vista de lo sensato, de la razón normal, nada bueno hay en el tabaco. De la misma manera que nada hace preferible el vino al mosto, la cerveza a la leche de soja. Y sin embargo el hombre no concibe la fiesta sin ellos. Pero la fiesta es lo contrario del vicio: es el tiempo excepcional, la excepción del tiempo. Festejar es abrir el espacio de lo sagrado, de lo que se sustrae al espacio profano de la razón, la división del trabajo, el orden, las normas, el sentido, la moral y... la salud. Por eso, sin su dimensión "demoníaca", el tabaco, como el alcohol, sería absurdo. "Vicio para salir de sentido": he aquí el verdadero peligro del tabaco, su naturaleza moralmente pervertidora, que hacía a los indios vagos y licenciosos, libidinosos y holgazanes...

Fumar tabaco es un rito, y además un hermoso rito. En él tomamos la tierra viva y la transformamos en un espíritu apaciguador que entra y sale de nosotros. Pues el espíritu es aliento, y el aliento, humo. Comunión, pues, con la tierra, y con los otros hombres. El tabaco es inseparable de los viejos amigos en el reencuentro tabernario, del último frío de la madrugada antes de regresar a casa. O de estas mañanas neblinosas del invierno manchego, en que el humo, espeso por la humedad del aire, dibuja hermosas formas mientras flota pesadamente hacia lo lejos.