Hubo un tiempo en Europa en que los hombres -más exacto sería: algunos, muchos hombres- depositaron sus esperanzas de felicidad y emancipación en el pensamiento científico. Sobre los escombros de los
idola teatri se alzaría
mañana la ciudad transparente de la razón, la Nueva Atlántida en que los irracionales hábitos contraídos en épocas de sumisión serían demolidos para abrir paso a un nuevo hombre hecho a imagen de sí mismo, proyecto consumado de un
logos cuya voluntad de expansión no conocería límites. Aquellos hombres que forjaron el proyecto de una Ilustración científica -desde Bacon a Comte, por lo menos- unieron en su representación las nociones de ciencia, progreso, emancipación y felicidad. Pero doscientos, trescientos años después, su sueño se ha revelado vano, a pesar de que algunos se aferran a las promesas de un mesianismo invertido que pertenece al pasado. Por todas partes, los hombres que habitamos el planeta después de la II Guerra Mundial vemos que la ciencia, al forjar nuevos modelos del cosmos, no nos reconforta; que los remedios para las viejas enfermedades no nos libran de otras nuevas; que las grandes invenciones tecnológicas, lejos de acercarnos a la utopía de una sociedad autosatisfecha, más bien despiertan la pesadilla de una hecatombe total. La situación real de nuestra época es que el hombre sigue enfermando, sigue muriendo, y sigue siendo infeliz.
Entre tanto, tampoco la ciencia parece haber satisfecho la promesa de conocimiento con que inició, segura de sí, su andadura. Mientras más complejo es nuestro saber acerca del universo, de la materia, del hombre mismo, más claras se manifiestan nuestras insuficiencias y más nítidamente se revelan los contornos de nuevas lagunas. Por si fuera poco, la misma ciencia se retira de aspectos de la realidad que nos atañen demasiado: ¿por qué, si el pensamiento religioso es una etapa primitiva de conocimiento, sigue persistiendo de una forma tan firme incluso allí donde razón y experimentación consuman su feliz ayuntamiento? ¿no parece, por otro lado, que las realidades estéticas y morales del hombre siguen requiriendo un modo de comprensión que se muestra más hermenéutico que propiamente explicativo?
Justamente en el ardor con que algunos defienden el credo fundamentalista de una ciencia que no existe, se revela que el verdadero interés no es, ni ha sido, la verdad, la emancipación, o el progreso, sino mantenerse agarrado a cualquiera de los muchos maderos del naufragado barco de nuestra historia.
1 comentario:
Hola, Alejandro. No entiendo el tono pesimista de tu post, porque me parece que seguimos viviendo con un gran optimismo en la ciencia. Nos parece que todos los problemas del mundo, y en concreto los de salud y los de alimentación, van a ir mejorando según avance la ciencia, que en las últimas décadas ha tenido un progreso asombroso. Así, nos parece (correctamente) que la ciencia hará que la producción de muchos bienes sea cada vez más barata y que todo será accesible para todos (ordenadores para niños del 3º mundo).
Este optimismo tiene algún lado siniestro, como el de la biotecnología, que ha logrado cosas tan admirables últimamente. Se entiende que todo lo que se puede hacer técnicamente también se puede hacer éticamente, y eso abre una puerta oscura, de novela de terror.
Pero este matiz negro no corrige la idea inicial: la confianza en el futuro gracias a la ciencia no es algo superado, más bien al revés.
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