En las noticias de la tele muestran una inundación en no sé qué lugar de no sé qué país. Con esa pasajera seriedad que nos caracteriza como telespectadores, los adultos contemplamos el caos, los campos anegados, la angustia de la gente que ha perdido sus casas, sus cosechas... Entonces, mi sobrina de dos años señala con el dedo y grita, entusiasmada, "¡PATOOOOOO!".
Sí: sobre las aguas desbordadas de sus cauces nadaba un pato, invisible para nosotros.
No podemos contener la risa, pero sólo dura un momento. Porque, después, todos nos quedamos brevemente sobrecogidos, cautivados por la alegría de la inocencia, aún atenta al enigma del ser, al hecho milagroso de que los patos existan.
sábado, 19 de enero de 2013
Entre Bizancio y el futurismo (un texto de Boris Groys sobre Florenski)
Hace tiempo traduje para la revista Númenor este texto de Groys sobre Florenski. Lo comparto aquí, ya que no se encuentra completo en la red.
Boris Groys, Entre Bizancio y el futurismo
"A finales del siglo XIX, muchos europeos no querían creer más
en los ideales de la civilización burguesa. Se buscaba lo “otro” dentro y fuera
de la triste cotidianidad europea. Bajo el influjo de la modernidad estética
occidental, la inteligencia rusa de aquel tiempo también se vio arrastrada a
aquella búsqueda. El cambio de siglo significó para la vida cultural rusa un
rápido cambio de orientación: huyendo de la idea de progreso científico y
social hacia las visiones de un orden espiritual completamente nuevo, extático,
radicalmente utópico. Este cambio de orientación condujo a un nuevo
descubrimiento de Rusia, donde aún perduraban muchas cosas antiguas, no
occidentales, bizantinas: la Iglesia ortodoxa, el zarismo y la forma de vida
tradicional de los campesinos.
Todo esto lo encarna del mejor modo la obra de Pawel
Florenski (1882-1937), quien fuera sacerdote de la Iglesia rusa ortodoxa y, a
la vez, un importante pensador en lo más alto de su tiempo, científico y
escritor. Con total decisión, se rebeló contra todos los intentos de adaptar la
Iglesia ortodoxa a la modernidad y reconciliarla con las tendencias liberales y
emancipatorias de su tiempo, así como contra el intento de cuestionar su
radical otredad y su meta absolutamente espiritual. La mayoría de filósofos y
escritores rusos estaba en contra de liberar el espíritu del cristianismo
oriental de su milenaria sujeción a la letra y al ritual para permitirle actuar
en la historia humana. Florenski insistió en que el espíritu no es separable de
la letra, en que no hay ningún contenido oculto que pudiera ser liberado de una
“vieja forma”, y en que el ritual no “expresa” algo que pudiera ser expresado
de otro modo en determinadas circunstancias, sino que es idéntico con el
sentido. Con ello, Florenski argumenta desde una comprensión del signo, del
lenguaje y de la imagen que caracteriza a la vanguardia artística más radical
de su tiempo. Para él, el signo es esencialmente material y autónomo. Palabra,
imagen y ritual son cosas materiales o procesos que tienen su propia realidad y
que no pueden ser reducidas a mera expresión de algo otro: un espíritu,
contenido, sentido, etc. Por esa razón, Florenski rechaza decididamente toda
reforma eclesial, social o cultural.
La afirmación de la materialidad y la autonomía de lo signos
es, al mismo tiempo, el rasgo fundamental de la vanguardia artística del siglo
XX. Por regla general, la vanguardia estuvo unida a la pretensión de tomar las
imágenes y las palabras y liberarlas de los viejos contenidos para sustituirlos
por otros nuevos, o incluso inventar nuevos. Frente a ello, Florenski defiende
la tradición precisamente en cuanto sistema material del lenguaje y no en
cuanto sistema ideal de los contenidos. Es decir: lucha por la tradición con
argumentos vanguardistas. Florenski es un postmoderno avant la lettre. Sus famosos textos sobre el icono bizantino (La iconostasia y La perspectiva invertida) son postcubistas, si no incluso
postsuprematistas. Sus análisis del lenguaje bíblico y del ritual
cristiano-bizantino (Pensamiento y
lenguaje) es postfuturista.
Leyendo los textos de la tradición cristiana oriental,
Florenski se concentra en la interpretación por medio de un análisis
parasemántico de las palabras y nombres aislados, autónomos, y al hacerlo,
vincula explícitamente esa praxis interpretativa con los experimentos con
palabras que hacían los futuristas rusos. En distintas ocasiones describe el
entero rito de la Iglesia oriental como una especie de obra de arte total, que
no puede ser amenazada en ninguno de sus detalles sin que se desmorone
irrevocablemente la totalidad. Florenski es un conservador por razón del
principio de responsabilidad estética que ha aprendido de la vanguardia
artística.
Veinte años tuvieron que pasar tras la muerte de Florenski
para que sus escritos fueran divulgados por el samisdat[i]
y cada vez más leídos. Sobre todo tuvieron una recepción entusiasta en los
círculos artísticos: Florenski abrió para muchos el camino que permitía unir la
vanguardia rusa con la tradición reprimida de la espiritualidad rusa, y liberar
así la “verdadera esencia” de la pintura y la poesía vanguardistas frente a las
aspiraciones del socialismo utópico que condujeron a la vanguardia a la
cercanía de la ideología soviética y a comprometerse con ella. Hoy en día,
Florenski es honrado en Rusia como pensador y mártir, y asumido ideológicamente
por todos lados: también por quienes quieren comprender y valorar sus
convicciones conservadoras, pero no sus preferencias y opiniones estéticas. La
obra de Florenski combate principalmente una interpretación ruso-nacionalista de
la tradición cultural bizantina que pervive en la Iglesia rusa ortodoxa.
Florenski tenía una instintiva animadversión contra toda concepción
nacionalista de la fe ortodoxa, porque ésta podría en cuestión la universalidad
del cristianismo bizantino".
[i]
Samisdat: palabra empleada en la antigua Unión Soviética y otros países
socialistas para designar difusión de una literatura no oficial por medio de
canales no oficiales.
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cristianismo,
Florenski,
futurismo
domingo, 13 de enero de 2013
Nadie en el espejo
Los poetas
hablan mucho de la soledad. A veces la comparan con un barco solitario que se pierde lentamente en el mar, o con la imagen de
un rostro atrapado entre dos espejos, multiplicándose hacia el infinito. "No hay nadie en el espejo", se lamentaba Borges. Hay
metáforas crueles. Las peores están, esto se sabe, en los boleros y en las canciones
de amor. Algunos filósofos también han hablado de ella. Kierkegaard o
Heidegger, por ejemplo, aunque para ellos la soledad iba ligada a la experiencia
de la individualidad y de la libertad. Schopenhauer decía, incluso, que era el privilegio y la suerte de los espíritus elevados. La soledad de los poetas, por el
contrario, carece de energía afirmativa. Es un agujero negro que atrae dentro
de sí toda fuerza y la anula. Eloy Sánchez Rosillo la describía así: "Sólo queda la noche. Y nos perdemos / en el largo silencio de las calles / vacías. Y al llegar la madrugada / sentimos frío y respiramos muerte".
Ya sabemos, por
otra parte, que el hombre puede estar solo también en compañía. Y, en cierto
modo, es precisamente allí donde más solos estamos, pues huimos de la soledad
para encontrarnos con los otros: pero si éstos no logran ahuyentarla, entonces
se vuelve desesperante. Porque ya no hay excusas. La soledad se vuelve radical,
algo que no puede ser solventado desde fuera. Sólo entonces nos pone en
contacto con la carencia que está en su raíz: la falta de uno mismo. Es así:
nos echamos de menos. Cada mañana nos levantamos, nos vestimos, vamos a
trabajar, comemos, descansamos, leemos, somos a ratos felices e infelices, resolvemos tareas que no hemos elegido… y ni
la música, la televisión, las actualizaciones de Facebook o los pitidos del
Whatsapp pueden tapar ese silencio de fondo… ¿dónde estoy yo mismo? En medio de
este sistema organizado, mecánico e implacable que llamamos vida, y del que
Occidente se queja desde sus orígenes, el hombre se echa de menos a sí mismo, pues ha construido su identidad en el reino de lo que Hegel llamaría la "pura exterioridad", de forma que nuestra vida nos resulta, en el fondo, extraña, ajena, otra. Entonces aparece la pregunta: ¿qué fue de aquél que fui, si acaso llegué a
serlo un día? Y dentro de esa pregunta, que se desliza como silenciosamente por las venas, tenemos si quiera un atisbo de hasta qué punto estamos perdidos. El silencio de la soledad dice mucho del que está callado, pues cuenta la historia de nuestra más honda
pérdida. Tal vez a esto se refiriera Gómez Dávila: "El día se compone de
momentos de silencio. Lo demás es tiempo perdido".
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