domingo, 13 de enero de 2013

Nadie en el espejo

Los poetas hablan mucho de la soledad. A veces la comparan con un barco solitario que se pierde lentamente en el mar, o con la imagen de un rostro atrapado entre dos espejos, multiplicándose hacia el infinito. "No hay nadie en el espejo", se lamentaba Borges. Hay metáforas crueles. Las peores están, esto se sabe, en los boleros y en las canciones de amor. Algunos filósofos también han hablado de ella. Kierkegaard o Heidegger, por ejemplo, aunque para ellos la soledad iba ligada a la experiencia de la individualidad y de la libertad. Schopenhauer decía, incluso, que era el privilegio y la suerte de los espíritus elevados. La soledad de los poetas, por el contrario, carece de energía afirmativa. Es un agujero negro que atrae dentro de sí toda fuerza y la anula. Eloy Sánchez Rosillo la describía así: "Sólo queda la noche. Y nos perdemos / en el largo silencio de las calles / vacías. Y al llegar la madrugada / sentimos frío y respiramos muerte".

Ya sabemos, por otra parte, que el hombre puede estar solo también en compañía. Y, en cierto modo, es precisamente allí donde más solos estamos, pues huimos de la soledad para encontrarnos con los otros: pero si éstos no logran ahuyentarla, entonces se vuelve desesperante. Porque ya no hay excusas. La soledad se vuelve radical, algo que no puede ser solventado desde fuera. Sólo entonces nos pone en contacto con la carencia que está en su raíz: la falta de uno mismo. Es así: nos echamos de menos. Cada mañana nos levantamos, nos vestimos, vamos a trabajar, comemos, descansamos, leemos, somos a ratos felices e infelices, resolvemos tareas que no hemos elegido… y ni la música, la televisión, las actualizaciones de Facebook o los pitidos del Whatsapp pueden tapar ese silencio de fondo… ¿dónde estoy yo mismo? En medio de este sistema organizado, mecánico e implacable que llamamos vida, y del que Occidente se queja desde sus orígenes, el hombre se echa de menos a sí mismo, pues ha construido su identidad en el reino de lo que Hegel llamaría la "pura exterioridad", de forma que nuestra vida nos resulta, en el fondo, extraña, ajena, otra. Entonces aparece la pregunta: ¿qué fue de aquél que fui, si acaso llegué a serlo un día? Y dentro de esa pregunta, que se desliza como silenciosamente por las venas, tenemos si quiera un atisbo de hasta qué punto estamos perdidos. El silencio de la soledad dice mucho del que está callado, pues cuenta la historia de nuestra más honda pérdida. Tal vez a esto se refiriera Gómez Dávila: "El día se compone de momentos de silencio. Lo demás es tiempo perdido".

1 comentario:

Anónimo dijo...

Es entonces cuando no hay ningun reflejo exterior de ti mismo ni en el espejo ni de los demas ,cuando miras tu transparencia ,el vacio ,que te recuerda que eras y que eres ,cuando puedes llegar a un infinito silencio contigo mismo y ser el observador invisible