sábado, 30 de julio de 2016

La zorra y las uvas (el resentimiento en la política)

Hay una vieja fábula atribuida a Esopo que narra el esforzado intento de una zorra por alcanzar un racimo de uvas demasiado alto. Tras fracasar una y otra vez, la zorra se aleja y exclama, desdeñosa: “¡Todavía están verdes!”. Suelo usar esta historia en clase para ilustrar el concepto de “resentimiento” en Nietzsche: el odio que profesamos hacia todo aquello que secretamente queremos pero no somos capaces de alcanzar. El odio de la impotencia alterando el valor de las cosas. A veces uso otro ejemplo: esa persona que, tras haber estado enamorada de otra de un modo no correspondido, termina diciendo: “¡No sé cómo pude enamorarme de alguien tan feo y estúpido!”. La vida cotidiana está llena de ejemplos de esta perversa alteración del valor que nos permite sobrellevar la frustración y que, por eso mismo, es solo un mecanismo psicológico de supervivencia emocional bastante simple. “Desde su impotencia –decía Nietzsche– crece en ellos el odio hasta convertirse en algo gigantesco y siniestro, en lo más espiritual y lo más venenoso”.


Ocurre, sin embargo, que esa inversión de los valores (despreciar lo bueno que no está a nuestro alcance, apreciar lo mediocre que sí lo está) no afecta solo a los bienes exteriores (las uvas maduras, las chicas guapas, las asignaturas difíciles, la merecida fama) sino también a los bienes interiores: así es como el tonto suele despreciar la inteligencia; el ignorante, la cultura; el débil, la fuerza; el miserable, la honestidad. El resentimiento –decía Max Scheler, otro de sus grandes teóricos– es una autointoxicación psíquica: en el fondo de nuestra oscura caverna psicológica nos vengamos de una realidad empeñada en no rebajarse a nuestra altura.

El resentimiento es un odio enmascarado hacia la vida. Una vida que no nos da lo que deseamos, que no se pliega a la forma de nuestra voluntad. Entonces, el resentimiento conduce necesariamente a un escenario psicológico en el que nadie es mejor que yo, en el que no existe nada valioso que no me pertenezca de antemano, en el que las uvas maduras nunca están demasiado altas. La jerarquía, la diferencia, es ofensiva para el resentido. Lo decía Chesterton, a su modo: “Quizá la mediocridad consista en estar al lado de la grandeza y no darse cuenta”. Fuera del mecanismo del resentimiento, uno tiene dos opciones ante la grandeza: se puede aspirar a alcanzarla por medio del esfuerzo y la obstinación, o se puede simplemente admirarla, reconociendo que está muy por encima de uno mismo y disfrutar del hecho de que al menos sí esté al alcance de otros. Aspirar a la inteligencia, al saber, a la virtud, o al menos admirarlos en otros. Ambas opciones respetan la naturaleza jerárquica de los valores: los dejan en el lugar que merecen. “Un alma delicada –decía Nietzsche en Humano, demasiado humano– se siente molesta al saber que hay que darle las gracias; un alma grosera, al saber que tiene que darlas”.

Nietzsche fue el primero en percibir el modo como el resentimiento había sido capaz de crear sistemas de valores a lo largo de la historia, y el primero también en detectar que este mecanismo impregnaba, de manera alarmante, toda la vida espiritual de la Europa moderna. Su intuición fue desarrollada, en diferentes sentidos, por Scheler y Ortega. El resentimiento en la moral de Max Scheler aparece en 1912 y La rebelión de las masas de Ortega y Gasset, en 1929. Ambas se publican, pues, cuando en Europa es ya muy clara la sintomatología política y social de una enfermedad que Nietzsche había diagnosticado veinte años antes de que terminase el siglo XIX y que alcanza su desarrollo total en nuestra propia época. “Aprended esto de mí –clamaba Zaratustra– en el mercado nadie cree en hombres superiores. Y si queréis hablar allí, ¡de acuerdo! Pero la plebe responderá, parpadeando, «todos somos iguales»”.

La moral dominante niega la diferencia, la excelencia, el mérito, así como la grandeza intelectual y moral. Lo que Ortega llama el "hombre masa" –es decir, el individuo en cuanto no se diferencia de ningún otro por ninguna cualidad especial– se convierte en prototipo de existencia. “Lo característico del momento es que el alma vulgar, sabiéndose vulgar, tiene el denuedo de afirmar el derecho de la vulgaridad y lo impone dondequiera”. Esto se confirma cada vez que uno se toma la molestia de observar qué tipo humano, qué paradigma de la existencia se predica desde los programas televisivos, las tertulias, las listas de los partidos políticos, los ídolos deportivos. Por todas partes, ocupando los principales espacios de la vida común, hay hombres vulgares convencidos de que su vulgaridad es la medida de todo valor. Todos somos iguales, y por tanto debemos parecerlo: he aquí la base de esta universalizada e hipócrita estética de la humildad que nos rodea. La mediocridad es convertida en la medida de todo valor. Como dice en España invertebrada, "la rebelión sentimental de las masas, el odio a los mejores, la escasez de estos -he aquí la razón verdadera del gran fracaso hispánico". Y este fenómeno alcanza a toda la vida social europea: “El europeo que empieza a predominar sería, relativamente a la compleja civilización en que ha nacido, un hombre primitivo, un bárbaro emergiendo por escotillón, un «invasor vertical»”. Este invasor vertical es también el que, en la acción política contemporánea, se manifiesta en las múltiples dogmáticas de la democracia directa: cualquiera es tan bueno como cualquier otro, no hay que encargar la política a ningún representante, pues la representación es en sí misma una jerarquía, y por tanto, el último residuo de la desigualdad. 


Otro de los rasgos del resentimiento político es su amnesia histórica. Nunca ha habido en la historia de la humanidad tanto tiempo de paz, prosperidad y libertad como el que disfruta el mundo de las democracias liberales actuales, y ello a lo largo de cuantos sistemas de organización social, política, moral y religiosa han existido. Pero el resentido no puede aceptar algo que implicaría el reconocimiento de su propia condicionalidad: que el simple hecho de existir ya nos pone en una situación de inferioridad y dependencia respecto al pasado. Somos siempre efecto antes que causa. “Quien pertenece a la plebe –dice Nietzsche – tiene una memoria que solo alcanza al abuelo, el tiempo termina en el abuelo”. Es esto lo que conduce a lo que Ortega llama “la radical ingratitud hacia cuanto ha hecho posible la facilidad de su existencia”. La creencia infantil en que los logros históricos, los derechos adquiridos, son connaturales a la propia existencia, que no son algo conquistado y, por tanto, en permanente riesgo de pérdida. La civilización como naturaleza, no como empresa. Parecería que -en su intuición general, pues en los detalles Ortega se contradice como nadie- este es el terreno donde se juega la condición moral y política de nuestro tiempo: entre un negacionismo del pasado revestido a veces de falso progresismo, la mediocridad elevada a virtud colectiva, y la negativa a reconocer el valor de los mejores, la verdadera aristocracia del mérito y de la condición –no la de la sangre o la clase social– que siempre han guiado las grandes empresas históricas de la humanidad. 

jueves, 28 de julio de 2016

La hemiplejía moral del populismo

Si el alcalde de Granada le dice a Teresa Rodríguez que "cuanto más tapada la boca, mejor", es un machista repugnante, pero si Pablo Iglesias dice que quiere azotar a Mariló Montero hasta hacerla sangrar, se trata de una conversación privada y una simple broma. Si en las listas de Ciudadanos va un humorista como Felisuco, es un fichaje ridículo y risible, pero si en las listas de Podemos va un analfabeto como Cañamero, con decenas de querellas a sus espaldas y que manifiesta abiertamente no someterse al poder judicial, se trata de un hombre del pueblo y criticarlo es clasista. Si España está como está, es culpa de las malvadas élites que no quieren contribuir al pago de los derechos laborales de los trabajadores, pero si Echenique contrata a un asistente sin pagarle la seguridad social, no es más que un hombre humilde víctima del sistema. Así es la hipócrita indignación de los indignados, su ética unidireccional, la hemiplejía moral del populismo.

miércoles, 13 de julio de 2016

El caso Rajoy

Alguien debería escribir un libro que tal vez quisiera titular El caso Rajoy, inspirado en aquel que Nietzsche dedicara a la psicopatología colectiva que hizo posible el triunfo de la música de Wagner. La tesis era, en aquella obra, que la música de Wagner triunfa solo en la medida en que excita los sentimientos mientras desatiende todo lo que es propiamente música. Como las canciones de Pablo Alborán, para entendernos. Rajoy también es un caso curioso. Su triunfo político se lo debe a una genial renuncia a todo cuanto es político: la resolución, la gestión, la negociación, la representación. Rajoy funciona como una película de terror: ocultándose a sí mismo como el misterio que, al revelarse, se mostraría vano y acabaría con la tensión. Hace poco me decía una amiga alemana, al verlo en la tele, que le parecía un tipo competente y serio. En otra ocasión, alguien me comentaba que parecía un abuelillo simpático, a lo que solo habría que añadir: agredido por unos jovenzuelos insolentes y crueles. Pero esta curiosa combinación de amable ancianidad, competencia fingida y victimización no es todo. Como decía, Rajoy renuncia a dar cuenta de su gestión, renuncia a exponerse a la prensa, renuncia a sentarse en una mesa para hablar de qué piensa hacer en los próximos años y con quién. Todo ello le permite danzar sobre sí mismo mientras el universo se colapsa a su alrededor. Esta danza se repetirá en los días previos a la investidura: muchos pensamos que, dadas las circunstancias salidas de las urnas, lo más razonable sería que Rajoy encabezara el próximo gobierno. Cualquiera entiende, no obstante, que ello le exigirá, por la propia situación parlamentaria, dialogar y ceder ante otras fuerzas. Pero Rajoy usará otra vez su magia para obligar a los demás a moverse alrededor de él mientras logra evitar cualquier contacto profano con la realidad que aborrece. Con el obvio respaldo de sus 137 diputados conseguirá hacer invisible la también obvia realidad de que tiene enfrente a 213 diputados de la oposición y a un país que reclama, incluso desde sus propias filas, la renovación de muchas cosas. Él seguirá siendo el agujero negro alrededor del cual giran, mientras son engullidas, las galaxias.