Hay una vieja fábula atribuida a Esopo que narra el
esforzado intento de una zorra por alcanzar un racimo de uvas demasiado alto.
Tras fracasar una y otra vez, la zorra se aleja y exclama, desdeñosa: “¡Todavía
están verdes!”. Suelo usar esta historia en clase para ilustrar el concepto de
“resentimiento” en Nietzsche: el odio que profesamos hacia todo aquello que
secretamente queremos pero no somos capaces de alcanzar. El odio de la
impotencia alterando el valor de las cosas. A veces uso otro ejemplo: esa persona
que, tras haber estado enamorada de otra de un modo no correspondido, termina
diciendo: “¡No sé cómo pude enamorarme de alguien tan feo y estúpido!”. La vida
cotidiana está llena de ejemplos de esta perversa alteración del valor que nos
permite sobrellevar la frustración y que, por eso mismo, es solo un mecanismo
psicológico de supervivencia emocional bastante simple. “Desde
su impotencia –decía Nietzsche– crece en ellos el odio hasta convertirse en
algo gigantesco y siniestro, en lo más espiritual y lo más venenoso”.
Ocurre, sin embargo, que esa inversión de los valores
(despreciar lo bueno que no está a nuestro alcance, apreciar lo mediocre que sí
lo está) no afecta solo a los bienes exteriores (las uvas maduras, las chicas
guapas, las asignaturas difíciles, la merecida fama) sino también a los bienes
interiores: así es como el tonto suele despreciar la inteligencia; el
ignorante, la cultura; el débil, la fuerza; el miserable, la honestidad. El
resentimiento –decía Max Scheler, otro de sus grandes teóricos– es una autointoxicación
psíquica: en el fondo de nuestra oscura caverna psicológica nos vengamos de una
realidad empeñada en no rebajarse a nuestra altura.
El resentimiento es un odio enmascarado hacia la vida. Una vida que no nos da lo que deseamos, que no se pliega
a la forma de nuestra voluntad. Entonces, el resentimiento conduce
necesariamente a un escenario psicológico en el que nadie es mejor que yo, en
el que no existe nada valioso que no me pertenezca de antemano, en el que las
uvas maduras nunca están demasiado altas. La jerarquía, la diferencia, es
ofensiva para el resentido. Lo decía Chesterton, a su modo: “Quizá la
mediocridad consista en estar al lado de la grandeza y no darse cuenta”. Fuera
del mecanismo del resentimiento, uno tiene dos opciones ante la grandeza: se
puede aspirar a alcanzarla por medio del esfuerzo y la obstinación, o se puede
simplemente admirarla, reconociendo que está muy por encima de uno mismo y
disfrutar del hecho de que al menos sí esté al alcance de otros. Aspirar a la
inteligencia, al saber, a la virtud, o al menos admirarlos en otros. Ambas
opciones respetan la naturaleza jerárquica de los valores: los dejan en el
lugar que merecen. “Un alma delicada –decía Nietzsche en Humano, demasiado humano– se
siente molesta al saber que hay que darle las gracias; un alma grosera, al
saber que tiene que darlas”.
Nietzsche fue el primero en percibir el modo como el
resentimiento había sido capaz de crear sistemas de valores a lo largo de la
historia, y el primero también en detectar que este mecanismo impregnaba, de
manera alarmante, toda la vida espiritual de la Europa moderna. Su intuición fue desarrollada, en diferentes sentidos, por Scheler y Ortega. El resentimiento en la moral de Max Scheler aparece en 1912 y La rebelión de las masas de Ortega y Gasset, en 1929. Ambas se
publican, pues, cuando en Europa es ya muy clara la sintomatología política y
social de una enfermedad que Nietzsche había diagnosticado veinte años antes de
que terminase el siglo XIX y que alcanza su desarrollo total en nuestra propia
época. “Aprended esto de mí –clamaba Zaratustra– en el mercado nadie cree en
hombres superiores. Y si queréis hablar allí, ¡de acuerdo! Pero la plebe
responderá, parpadeando, «todos somos iguales»”.
La moral dominante niega la diferencia, la
excelencia, el mérito, así como la grandeza intelectual y moral. Lo que Ortega
llama el "hombre masa" –es decir, el individuo en cuanto no se
diferencia de ningún otro por ninguna cualidad especial– se convierte en
prototipo de existencia. “Lo característico del momento es que el alma vulgar,
sabiéndose vulgar, tiene el denuedo de afirmar el derecho de la vulgaridad y lo
impone dondequiera”. Esto se confirma cada vez que uno se toma la molestia de
observar qué tipo humano, qué paradigma de la existencia se predica desde los programas televisivos, las
tertulias, las listas de los partidos políticos, los ídolos deportivos. Por todas partes, ocupando
los principales espacios de la vida común, hay hombres vulgares convencidos de
que su vulgaridad es la medida de todo valor. Todos somos iguales, y por tanto debemos parecerlo: he aquí la base de esta universalizada e hipócrita estética de la humildad que nos rodea. La mediocridad
es convertida en la medida de todo valor. Como dice en España invertebrada, "la rebelión sentimental de las masas, el odio a los mejores, la escasez de estos -he aquí la razón verdadera del gran fracaso hispánico". Y este fenómeno alcanza a toda la vida social europea: “El europeo que empieza
a predominar sería, relativamente a la compleja civilización en que ha nacido,
un hombre primitivo, un bárbaro emergiendo por escotillón, un «invasor
vertical»”. Este invasor vertical es también el que, en la acción política contemporánea, se manifiesta en las múltiples dogmáticas de la democracia directa: cualquiera es tan bueno como cualquier otro, no hay que encargar la política a ningún representante, pues la representación es en sí misma una jerarquía, y por tanto, el último residuo de la desigualdad.
Otro de los rasgos del resentimiento político es su amnesia
histórica. Nunca ha habido en la historia de la humanidad tanto tiempo de paz,
prosperidad y libertad como el que disfruta el mundo de las democracias
liberales actuales, y ello a lo largo de cuantos sistemas de organización
social, política, moral y religiosa han existido. Pero el resentido no puede
aceptar algo que implicaría el reconocimiento de su propia condicionalidad: que
el simple hecho de existir ya nos pone en una situación de inferioridad y dependencia respecto al pasado. Somos siempre efecto antes que causa. “Quien pertenece a la
plebe –dice Nietzsche – tiene una memoria que solo alcanza al abuelo, el tiempo
termina en el abuelo”. Es esto lo
que conduce a lo que Ortega llama “la radical ingratitud hacia cuanto ha hecho
posible la facilidad de su existencia”. La creencia infantil en que los logros históricos, los derechos adquiridos, son connaturales a la propia existencia, que no son algo conquistado y, por tanto, en permanente riesgo de pérdida. La civilización como naturaleza, no como empresa. Parecería que -en su intuición general, pues en los detalles Ortega se contradice como nadie- este es el terreno donde se juega la condición moral y política de nuestro tiempo: entre un negacionismo
del pasado revestido a veces de falso progresismo, la mediocridad elevada a virtud
colectiva, y la negativa a reconocer el valor de los mejores, la verdadera
aristocracia del mérito y de la condición –no la de la sangre o la clase
social– que siempre han guiado las grandes empresas históricas de la
humanidad.
6 comentarios:
Excelente reflexión. Gracias por dar un poco de luz a nuestrad vidas. Lo comparto, aunque apenas podrá nadar contra la corriente dominante, tan plena de mediocridad como de odio.
Excelente reflexión. Gracias por dar un poco de luz a nuestrad vidas. Lo comparto, aunque apenas podrá nadar contra la corriente dominante, tan plena de mediocridad como de odio.
Alejandro, quisiera someter a tu consideración lo siguiente. La filosofía no puede prescindir del instrumento más confiable para la obtención del conocimiento: la ciencia. Para entender el comportamiento de los humanos hoy tenemos: psicología social, neurociencias, psiquiatría, ingeniería genética, etología, psicobiología, etc. Ninguna de estas disciplinas existía cuando hablaba Zaratustra.
Para filosofar sobre la envidia (o el resentimiento), creo que más fructífero resultaría comprenderla lo más cabalmente posible: partir por una definición operacional (que puede ser imprecisa y simplificada, pero lo mismo pasa con muchos otros constructos: "liderazgo", "felicidad"); dilucidar la etiología de la envidia, los rasgos de personalidad que correlacionan con ella, las culturas en las que predomina, los valores culturales que la promueven, su impacto en la sociedad y en la dimensión emocional del envidioso, etc., etc...
Claro, tu me dirás "Pero Nietzsche se ocupa de muchos de esos puntos". ¡Claro que sí! Pero si las intuiciones no se arrojan a la realidad mediante, entre otros métodos, una observación rigurosa, sistematizada, estandarizada (y hoy existen las herramientas necesarias para ello -al menos para una aproximación inicial) no dejan de ser meras especulaciones. Así se trate de Nietzsche u Ortega.
Gracias, Bernardo. Solo nos queda aspirar a lo que decía Gómez Dávila: una "lucidez impotente".
Paskal: estoy de acuerdo con lo que dices, pero solo en parte. Las ciencias -en el caso que nos ocupa, especialmente las ciencias de la mente y el comportamiento- son una herramienta utilísima, que proveen de gran información y, en ocasiones, de enfoques necesarios para una reflexión filosófica sólida. Pero no puedo compartir la calificación de "meras especulaciones" aplicada al pensamiento estrictamente filosófico que ha sido capaz de encontrar innumerables verdades antropológicas y psicológicas mucho antes de la constitución de las ciencias experimentales como tales y que, por otra parte, de todas formas siempre está impregnado de lo que en cada momento se ha considerado "ciencia" (es el caso de Nietzsche con la psicológica, la filología o el darwinismo). Un saludo y gracias
Alejandro:
Desde mi punto de vista, filosofía y ciencia son dos actividades (complementarias) de una misma empresa cognitiva. En ese sentido, el valor de las aportaciones de Nietzsche (o de cualquier otro filósofo o científico)consiste justamente en haber encontrado verdades que han soportado el contraste con la realidad y se solidifican al apoyarse en otras parcelas del conocimiento de su tiempo.
Ahora bien, no es el camino más prometedor apoyarse en la ciencia desfasada (no en la antigua, sino en la superada) para hacer filosofía, ni las afirmaciones sobre la realidad (psicológica, antropológica...) dejan de ser hipótesis hasta que la evidencia lo demuestre. Creo que pensamos igual en este punto.
Yendo más allá (mucho más allá) de lo que abarcaba nuestra conversación; no conozco mucho de la obra de Nietzsche. Pero sé que Mario Bunge lo acusa de anticientífico y oscurantista. No puedo suscribir eso, porque Bunge (y muchos otros) han criticado de manera excesivamente injusta a Freud, del que sí puedo hablar con cierta seguridad (y de su legado). Su caso me sirve para sospechar que podrían ser distorsionadas y simplificadas las objeciones y adjetivos que recaen desde el "cientificismo" (Mosterín, Sokal, Chomsky...) sobre algunos pensadores como Lacan y la mayor parte de los filósofos franceses del siglo XX (Derrida, Foucault...), el idealismo alemán (Hegel) y toda la filosofía existencialista (Kierkegaard, Heidegger, Sartre...). Básicamente, los catalogan de inentendibles, charlatanes, transmitidores de palabrería barata o juegos de palabras ininteligibles que no se refieren a nada, ni se apoyan en ninguna ciencia, ni apuntan a nada; o simplemente estafadores consumados. ¿Qué opinas?
Pues me temo que estoy muy lejos del planteamiento cientificista de Bunge, pero entiendo que, desde ese punto de partida epistemológico, es coherente catalogar de "oscurantistas" a la mayor parte de pensadores de la historia.
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