jueves, 21 de julio de 2011

Una mano invisible

Comienza agosto. El periódico anuncia que la prima de riesgo de la deuda española alcanza los 400 puntos. Hace unos días volvían a manifestarse los indignados. Sería un buen momento para retomar el blog, pienso. Decir algo sobre la economía o la democracia. Recuerdo que, en el famoso discurso de Pericles, la democracia no era simplemente el gobierno de la mayoría, sino un "ejemplo para otros pueblos", un auténtico sistema moral, donde sólo la diferencia de méritos es causa de la diferencia de posición, un orden político que garantiza la igualdad de derechos en la defensa de lo privado, etc. Lo que causa espanto, y tristeza, es contemplar cómo los ciudadanos de los países democráticos, más de dos siglos después de la Ilustración, tienen grandes dificultades para tomar decisiones racionales en torno a las cuestiones que les atañen. ¿Qué ocurriría, cuánto duraría la polis, poniéndonos serios, si todas las decisiones económicas, bélicas o ambientales, fueran decididas por referéndum? Es decir, si tuviéramos el valor de construir una democracia real, como la que había soñado Rousseau y reivindicaban los acampados. La tragedia de las democracias de masas es que no puede haber consenso racional: demasiada gente, demasiada desinformación, demasiada complejidad. Las decisiones importantes las toman unos cuantos no se sabe dónde, zarandeados por poderes internacionales que les superan. Los ideales morales de la democracia se rinden a una mano invisible que conduce la historia por caminos nada transparentes. Así que, si uno es honesto consigo mismo, ha de reconocer que no encuentra alternativa ni sabe cómo encarar todo esto. El hombre democrático es políticamente impotente. Mira la pantalla y escucha mensajes de alarma, demoniza un sistema que le supera y ataca poderes que ignora, pero su indignación no es suficiente para crear nada nuevo. Por eso se convierte tan fácilmente en rabia y resentimiento. Por eso, entre el miedo por las angustiosas noticias económicas y el letargo que me provoca este agosto templado, desisto de decir nada, y me quedo mirando por la ventana de mi habitación, preguntándome, ignorante, impotente, en qué va a terminar todo esto.