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sábado, 19 de enero de 2013

Entre Bizancio y el futurismo (un texto de Boris Groys sobre Florenski)


Hace tiempo traduje para la revista Númenor este texto de Groys sobre Florenski. Lo comparto aquí, ya que no se encuentra completo en la red.

Boris Groys, Entre Bizancio y el futurismo

"A finales del siglo XIX, muchos europeos no querían creer más en los ideales de la civilización burguesa. Se buscaba lo “otro” dentro y fuera de la triste cotidianidad europea. Bajo el influjo de la modernidad estética occidental, la inteligencia rusa de aquel tiempo también se vio arrastrada a aquella búsqueda. El cambio de siglo significó para la vida cultural rusa un rápido cambio de orientación: huyendo de la idea de progreso científico y social hacia las visiones de un orden espiritual completamente nuevo, extático, radicalmente utópico. Este cambio de orientación condujo a un nuevo descubrimiento de Rusia, donde aún perduraban muchas cosas antiguas, no occidentales, bizantinas: la Iglesia ortodoxa, el zarismo y la forma de vida tradicional de los campesinos.
Todo esto lo encarna del mejor modo la obra de Pawel Florenski (1882-1937), quien fuera sacerdote de la Iglesia rusa ortodoxa y, a la vez, un importante pensador en lo más alto de su tiempo, científico y escritor. Con total decisión, se rebeló contra todos los intentos de adaptar la Iglesia ortodoxa a la modernidad y reconciliarla con las tendencias liberales y emancipatorias de su tiempo, así como contra el intento de cuestionar su radical otredad y su meta absolutamente espiritual. La mayoría de filósofos y escritores rusos estaba en contra de liberar el espíritu del cristianismo oriental de su milenaria sujeción a la letra y al ritual para permitirle actuar en la historia humana. Florenski insistió en que el espíritu no es separable de la letra, en que no hay ningún contenido oculto que pudiera ser liberado de una “vieja forma”, y en que el ritual no “expresa” algo que pudiera ser expresado de otro modo en determinadas circunstancias, sino que es idéntico con el sentido. Con ello, Florenski argumenta desde una comprensión del signo, del lenguaje y de la imagen que caracteriza a la vanguardia artística más radical de su tiempo. Para él, el signo es esencialmente material y autónomo. Palabra, imagen y ritual son cosas materiales o procesos que tienen su propia realidad y que no pueden ser reducidas a mera expresión de algo otro: un espíritu, contenido, sentido, etc. Por esa razón, Florenski rechaza decididamente toda reforma eclesial, social o cultural.
La afirmación de la materialidad y la autonomía de lo signos es, al mismo tiempo, el rasgo fundamental de la vanguardia artística del siglo XX. Por regla general, la vanguardia estuvo unida a la pretensión de tomar las imágenes y las palabras y liberarlas de los viejos contenidos para sustituirlos por otros nuevos, o incluso inventar nuevos. Frente a ello, Florenski defiende la tradición precisamente en cuanto sistema material del lenguaje y no en cuanto sistema ideal de los contenidos. Es decir: lucha por la tradición con argumentos vanguardistas. Florenski es un postmoderno avant la lettre. Sus famosos textos sobre el icono bizantino (La iconostasia y La perspectiva invertida) son postcubistas, si no incluso postsuprematistas. Sus análisis del lenguaje bíblico y del ritual cristiano-bizantino (Pensamiento y lenguaje) es postfuturista.
Leyendo los textos de la tradición cristiana oriental, Florenski se concentra en la interpretación por medio de un análisis parasemántico de las palabras y nombres aislados, autónomos, y al hacerlo, vincula explícitamente esa praxis interpretativa con los experimentos con palabras que hacían los futuristas rusos. En distintas ocasiones describe el entero rito de la Iglesia oriental como una especie de obra de arte total, que no puede ser amenazada en ninguno de sus detalles sin que se desmorone irrevocablemente la totalidad. Florenski es un conservador por razón del principio de responsabilidad estética que ha aprendido de la vanguardia artística.
Veinte años tuvieron que pasar tras la muerte de Florenski para que sus escritos fueran divulgados por el samisdat[i] y cada vez más leídos. Sobre todo tuvieron una recepción entusiasta en los círculos artísticos: Florenski abrió para muchos el camino que permitía unir la vanguardia rusa con la tradición reprimida de la espiritualidad rusa, y liberar así la “verdadera esencia” de la pintura y la poesía vanguardistas frente a las aspiraciones del socialismo utópico que condujeron a la vanguardia a la cercanía de la ideología soviética y a comprometerse con ella. Hoy en día, Florenski es honrado en Rusia como pensador y mártir, y asumido ideológicamente por todos lados: también por quienes quieren comprender y valorar sus convicciones conservadoras, pero no sus preferencias y opiniones estéticas. La obra de Florenski combate principalmente una interpretación ruso-nacionalista de la tradición cultural bizantina que pervive en la Iglesia rusa ortodoxa. Florenski tenía una instintiva animadversión contra toda concepción nacionalista de la fe ortodoxa, porque ésta podría en cuestión la universalidad del cristianismo bizantino".



[i] Samisdat: palabra empleada en la antigua Unión Soviética y otros países socialistas para designar difusión de una literatura no oficial por medio de canales no oficiales.

sábado, 19 de marzo de 2011

Entre el laicismo y la magia

El episodio de la capilla de Somosaguas me parece un ejemplo perfecto de la incapacidad del laicismo ibérico -de la que ya hemos hablado en otras ocasiones aquí- por aceptar la religión y su práctica como un hecho social más. Que en la Universidad no se planteen dudas acerca de la presencia de sucursales bancarias o asociaciones anarquistas, pero sí se cuestione la existencia de un lugar de culto, muestra la naturaleza totalitaria y excluyente de estos adalides de la libertad. Con todo, lo que más me ha llamado la atención de la noticia es la organización de una "misa de desagravio". Desde luego, si yo estuviera rezando en una capilla y entrasen de pronto unas universitarias descamisadas, me parecería una maniobra reivindicativa más agradable que ver a los barbudos de UGT y CCOO tocando el tambor por la calle. En todo caso, la distracción podría irritarme si yo fuese un señor con problemas cardiacos o una señora poco agraciada. Lo que en ningún caso podría pensar es que Dios deba ser desagraviado por semejante ofensa, y que deba serlo nada menos que por mí (!) y mis compañeros de oración. La misa de desagravio me parece un incomprensible residuo de paganismo mágico absolutamente ajeno al espíritu del cristianismo. Éste no posee lugares sagrados sensu stricto. Tampoco concibe a Dios como una fuerza cuya ira -provocada por los malvados- deba ser aplacada por los ritos de los buenos. Más bien, pone a los "malvados" en el centro de su mensaje y desprecia la autocomplacencia moral de los "buenos". El episodio de la capilla de Somosaguas nos deja de nuevo la imagen de una sociedad idiota, dividida entre el radicalismo intolerante de unos y la histeria supersticiosa de otros.

jueves, 3 de febrero de 2011

Sobre víctimas, cristianismo y secularización

"...una intuición que ya había sido elaborada parcialmente por Max Weber, y argumentada más recientemente por Marcel Gauchet, a saber, que la secularización -y por tanto el laicismo- son sustancialmente productos del cristianismo; es decir, que el cristianismo es la religión de la salida de la religión, y que la democracia, el libre mercado, los derechos civiles y la libertad individual, han sido, no diremos inventados en sentido absoluto, sino facilitados por las culturas cristianas -hasta tal punto que incluso un filósofo escéptico y alérgico a todo lo religioso como Richard Rorty admitió hace poco. (...)

Desde la perspectiva de Vattimo (...) la muerte de Dios es encarnación, kenosis: un debilitamiento de su potencia trascendental que nos ha conducido históricamente a la consiguiente desestructuración de todas las verdades ontológicas que han caracterizado la historia y el pensamiento del hombre. Para Girard (...) la muerte de Dios es la muerte real de una víctima inocente, de la víctima inocente por antonomasia, Cristo: aquel que es capaz de revelar, precisamente a través de su muerte, las cosas ocultas a los hombres desde la fundación del mundo. (...)

El nexo entre religión y violencia, tan evidente hoy, no nace porque las religiones sean intrínsecamente violentas, sino porque la religión es ante todo un saber sobre la violencia de los hombres. (...) La muerte de Cristo, y su rememoración a través de los evangelios y los instrumentos litúrgicos, ha contribuido a la percepción gradual de la actitud persecutoria adoptada por los hombres y las sociedades en el curso de los siglos. (...)

El cristianismo representa el momento en que el hombre se libera de la necesidad de recurrir a los chivos expiatorios y a su inmolación para resolver los conflictos y las crisis comunitarias, y reconoce la inocencia de esas víctimas y la arbitrariedad de su culpabilización. (...)

El horizonte ideológico de la cultura contemporánea está construido por completo en torno a la centralidad de las víctimas, las víctimas de la Shoa, las víctimas del capitalismo, las víctimas de las injusticias sociales, de las guerras, de las persecuciones políticas, del desastre ecológico, de las discriminaciones raciales, sexuales, religiosas. Y, sobre todo, la tradición judeocristiana ha colocado esta víctima inocente en el centro de nuestro horizonte discursivo".

(Pierpaolo Antonello, "Introducción" a: Girard, R., y Vattimo, G., ¿Verdad o fe débil? Diálogo sobre cristianismo y relativismo, Barcelona, Paidós, 2011, pp. 10-25)

sábado, 25 de diciembre de 2010

Feliz Navidad

Ninguna religión -y especialmente la cristiana- debería ser tratada meramente como un conjunto de juicios o proposiciones acerca de cosas, de tal manera que analizarla consistiera en mostrar si cada una de esas proposiciones describe, o no, un hecho. Siempre me parecerá más interesante, y más justo con relación a su objeto, que la filosofía trate de entender, en nuestro caso, qué puede significar que lo máximamente trascendente se haya hecho (y sea, por tanto, en todo tiempo y antes de todo tiempo) carne: y pensarlo precisamente hoy, en un mundo máximamente metafísico (es decir, máximamente abstracto) donde parece consumarse la división platónica entre dos mundos. Del mismo modo, asumir, pensar e interiorizar, con el cristianismo, que el hombre tiene una vocación, y que esa vocación no es, como me sugirió en cierta ocasión un amigo teólogo, otra cosa que el deseo: hacer sitio a ese deseo íntimo que trata de ser tapado por el autodesprecio, las idealizaciones de nosotros mismos, las exigencias morales y sociales, etc. Confiar en ese deseo y no dejar todas nuestras decisiones en manos de la previsión y del control: conocer esa moral cristiana que está más allá del discurso sobre el resentimiento. Por último (por ir a lo que creo esencial), comprender que existe una forma de autoafirmación que no sólo no es incompatible con el reconocimiento del otro, sino que tiene lugar en y por él: que el hombre se hace efectivamente humano cuando renuncia a afirmarme a sí mismo negando al otro y descubre la alegre afirmación de la caridad: la servidumbre da paso al servicio, y el otro es reconocido como igual ("hermano").

Así que creyentes y no creyentes -todo aquel que ha sido tocado por la palabra del Evangelio- tenemos motivos para alegrarnos: ¡Feliz Navidad! Hodie Deus natus est!

sábado, 2 de octubre de 2010

Cristianismo y nazismo (y, de paso, otros ismos)

El estupendo blog Pensamiento del vacío nos propone una genealogía cristiana del nacionalsocialismo. La serie de entradas que Anti-Pensador dedica al tema están bien argumentadas y documentadas. Me interesa especialmente el énfasis que pone en el tema de la educación violenta de los niños, al hilo de la película La cinta blanca, inquietante asunto al que se ha dedicado la famosa Alice Miller. Sin embargo, para ser justos analizando este tema, además de leer la tediosa literatura epilogal de la propaganda comunista de los sesenta, no estaría de más tener en cuenta también lo que dicen en sus cartas los prisioneros demócratas franceses, belgas e ingleses encarcelados por los nazis: también ellos creían tener a Dios y a Cristo de su lado, lo que no convierte al cristianismo en el origen de la democracia. Estaría igualmente bien releer los testimonios sobre Josef Müller, católico activo en la resistencia antinazi y contacto con el Vaticano; lo que dicen del papel de la Iglesia en los años del nazismo gente como Isaac Herzog, Leo Kukowitzki, o el propio Einstein, no sospechosos precisamente de catolicismo. Tampoco está de más repasar las indicaciones contenidas en la Encíclica Mit brennender Sorge acerca del pecado de idolatrar la raza, el Estado o las autoridades públicas, leída en el 37 en todas las iglesias católicas alemanas. Plantearse también por qué el Programa del Partido Nazi defiende explícitamente la libertad religiosa, y señala claramente el problema judío como una cuestión exclusivamente racial, desvinculada de toda connotación religiosa. No está de más tampoco pensar en la condena vaticana a la invasión de Polonia, así como en las ejecuciones de clérigos por parte del gobierno nazi (desde el gran Bonhoeffer al famoso y beatificado obispo de Münster Clemens August Graf von Galen). Por último, sería bueno plantearse por qué países protestantes y católicos (como Reino Unido y Polonia) no produjeron un movimiento nacionalsocialista. Y, sobre todo: por qué movimientos de masas autoritarios y genocidas como el comunismo bolchevique o el imperialismo nipón, que responden a las mismas características de sadismo, exterminio, autoritarismo, obediencia ciega, etc., no responden sin embargo a ninguna de esas supuestas fuentes cristianas que con tanta facilidad se ponen sobre la mesa para explicar la génesis del nazismo. Sospecho que cuando uno tiene una teoría que demoniza las propias obsesiones personales, los hechos acaban volviéndose sorprendentemente selectivos.

sábado, 14 de agosto de 2010

El círculo de la fe postmoderna

La postmodernidad es, en muchos sentidos, hija de la modernidad. La herencia que recibe es, al menos, altamente moderna: la sospecha universal... [Más, en la taberna.]

martes, 11 de agosto de 2009

El cristianismo, "nuestra moral" y los ateos


La blogosfera, como las librerías, está llena de un tipo intelectual muy interesante, que me anima a salir de mi indolencia vacacional y escribir algo: se trata de aquél que, a falta de precisión, llamaría el “ateo cientifista”. Como todo ser humano, este individuo está sumamente convencido de algunas cosas. Por ejemplo, considera que el pensamiento científico constituye la única forma de pensamiento digna, aunque casi nunca se aclara con qué narices es eso del pensamiento científico. Además, se siente parte de una secta que se remonta a los tiempos de Lucrecio y, aunque de ella fueron activistas gentes de cien mil raleas, cree que esta secta encuentra su momento álgido en la Ilustración y, últimamente, en Richard Dawkins, a quien venera como Ángel de Oriente. Suele saber poco de teología, aunque habla todo el tiempo de ella, repitiendo los lugares comunes más pedestres en un lenguaje refinado. Su psicología es peculiar: aunque detesta el apostolado religioso y lo considera fuente de odio y barbarie, casi nunca renuncia a esa voz que, en su interior, le susurra: “Id por todo el mundo y enseñad la Buena Nueva a toda criatura…”.

En esos círculos se discute últimamente mucho sobre el papel de la religión cristiana en nuestra moral, y por lo general acaban resolviendo que su papel es, o bien muy limitado, o bien decididamente adverso. Esa cuestión es, en realidad, imposible de resolver sin aclarar antes el sintagma “nuestra moral”, aunque realmente el lugar decisivo de esa reflexión es el “en”. Así, pues, en primer lugar: ¿Qué quiere decir “nuestra moral”? Es decir, ¿quiénes somos “nosotros” y a qué llamamos moral? ¿Nos referimos al Marqués de Sade poetizando las torturas a la madre de Eugénie de Franval, o también consideraremos a Kant enredando su cuerpo en mantas antes de dormirse para evitar la tentación del onanismo? ¿El monje trapense y el director porno? ¿Rouco Varela y Almodóvar? ¿Hablamos de la moral que empuja al 25,6 por ciento de los varones españoles a contratar los servicios de una prostituta o de la que empuja anualmente a 5 millones de personas a peregrinar al Santuario de Fátima? Y luego: ¿qué quiere decir “en nuestra moral”? Es decir: ¿la religión cristiana influye en nuestra moral y luego se retira?, ¿influye y la determina radicalmente quedándose en ella?, ¿influye pero no más que otras doctrinas?, ¿influye negativamente en ella, oponiéndosele?

Primera cuestión: cuando hablamos de “nuestra moral” nos referimos a Occidente, claro. Pero en Occidente no hay virtud ni vicio que no haya tenido lugar en cualquier otro lugar y época del mundo. En realidad, después de la Cristiandad no hay ya casi nada que sea “nuestra moral”. No hay un conjunto de cosas consideradas buenas o malas que se diferencie mucho del conjunto de cosas que otros han considerado buenas o malas. Pero sí hay un espíritu de Occidente, que tiene memoria y que ha alcanzado conciencia de sí a través de un proceso complejo y contradictorio: una historia que nos ha conducido a lugares comunes, maneras de enfrentar los problemas, y sobre todo, a un estado de cosas (en el arte, la ciencia, la política, la sociedad…). Quizá no haya normas de conducta “nuestras”, pero sí hay un espíritu occidental: la civilización, sin más. Esa historia es sólo una de las muchas historias acontecidas en el mundo desde que el hombre lo pisa. Pero es una historia peculiar, porque se trata de una historia de emancipación y liberación que sólo ha ocurrido aquí (esto es: en el Mediterráneo judeocristiano, Europa después, y que ha terminado por extenderse con mejor o peor suerte por todo el mundo), y que es una historia eminentemente religiosa.

No tengo tiempo ni espacio para profundizar en esto, pero en líneas generales esa historia comienza en el Génesis, cuando el mundo se presenta como algo hecho y sometido a un logos que el hombre puede pronunciar. Se deja ver en la literatura sapiencial, en los profetas, en la mentalidad mesiánica, histórica, liberadora, y ¡científica! (que tan bien refleja no recuerdo qué libro sapiencial, mandando a los hombres “ir al médico” cuando enfermen, mientras las culturas circundantes consideraban las enfermedades una maldición de los dioses a la que no cabía oponerse). La Encarnación, la relativización de lo ritual y la Ley, el mensaje de la caridad, el Sermón de la Montaña… todo ello crea las condiciones míticas de nuestro pensamiento. Los conceptos del pensamiento occidental (moral, científico…) no son sino el producto de una reflexión cuyo origen son los mitos judeocristianos. A estos mitos se incorporaron, por supuesto, las filosofías griegas, pero en un modo radicalmente transformado, en el que ni “mundo” ni “hombre” podían significar ya lo mismo. La historia se vuelve más divertida en el siglo XVIII, donde los ateos cientifistas creen encontrar su particular Edad de Oro. Pero lo cierto es que los tipos más anticlericales de la Ilustración francesa (como Voltaire) o los más amorales (como Sade), fueron todos de letras, salvo el tipo más ateo, el médico La Mettrie, formado –no es un chiste– en la teología jansenita. Por el contrario, los nombres de la ciencia triunfante (como d´Alembert) están unidos a la fe cristiana. En cuanto a la filosofía: existe una línea continua que une las heterodoxias medievales (Hus, milenaristas, etc.) con los grandes nombres de la filosofía moderna, especialmente, del siglo XVIII, a través de la Reforma y de grupos como los pietistas, los rosacruces, etc. Algún día contaré este asunto más despacio.

Pero, en fin: fieles a su propio dogma de que la religión es ajena al avance moral y científico de Occidente, los protohombres del ateísmo cientifista continúan su particular cruzada contra la oscuridad: el caso más triste de toda esta historia es la lamentable campaña contra Francis S. Collins. Ya no importan sus cualidades como científico: doctor en química, médico, director del Proyecto Genoma Humano... Su declaración de fe cristiana le ha costado ser el centro de una campaña de ateos ilustrados –sobre todo el tal Steven Pinker, cuya contribución a la ciencia real es, comparada con la de Collins, limitada y tremendamente especulativa– que se han puesto en pie de guerra para protestar por su nombramiento como director del Instituto Nacional de Sanidad de EEUU. Al parecer, no les basta que, a pesar de sus estúpidas creencias, Collins sea una figura irremplazable en la decodificación del genoma humano. Siguen pensando que los prejuicios religiosos son barreras al conocimiento, mientras que los prejuicios antirreligiosos son instintos saludables en el avance del saber. Esto es lo que hace de ese ateísmo cientifista, no sólo algo poco elegante, sino lo que revela finalmente su lado más falso, fanático, y peligroso.