miércoles, 1 de julio de 2015
Grecia, Rousseau y la superstición plebiscitaria
En este mundo nuestro, mediático y apresurado, ciertas ideas se imponen por lo obvio de su apariencia inmediata, a pesar de que se desmoronarían en cuanto uno abordase el más básico análisis de sus consecuencias. Es lo que ocurre, por ejemplo, con la idea de democracia. Se ha impuesto la creencia de que la democracia consiste en que la gente decida sobre todo lo posible. En consecuencia, el acto de votar deja de ser una herramienta de control democrático y se convierte en una actividad totémica, una especie de liturgia incuestionable a través de la cual se manifiesta la voluntad del Bien en la Tierra: tal es la superstición plebiscitaria. Mientras que, por norma general, todo el mundo acepta que los puentes deben ser construidos por arquitectos e ingenieros y que las personas deben ser curadas por médicos, hay quienes se niegan a aceptar que una sociedad necesita un tipo específico de expertos. La gente no tiene por qué decidir continuamente y, por lo general, no sabe hacerlo. De la misma manera que no le decimos al mecánico cómo tiene que arreglar el coche sino que simplemente esperamos que lo repare a cambio de dinero, los ciudadanos democráticos queremos que nuestros representantes -a quienes hemos elegido por su ideología, por su perfil técnico o por un discurso y una imagen inspiradores- resuelvan los problemas propios de su profesión. Así que hacer votar, por ejemplo, al pueblo griego sobre un acuerdo económico cuyas implicaciones son imposibles de valorar por la mayoría de la gente no es un gesto democrático, sino un acto de mala fe política y una dejación de la responsabilidad ejecutiva. Y ya que estamos en Grecia: fue Pericles, en su famoso discurso transmitido por Tucídides, quien explicó que la democracia no era solo el gobierno de la mayoría, sino la igualdad ante la ley, la preeminencia del mérito sobre el linaje, la prosperidad comercial, la representación... Siglos más tarde, el gran padre intelectual de nuestras democracias lo resumió en unas líneas transparentes: “en pocas palabras, el orden mejor y más natural es aquel en el que los más sabios gobiernan a la multitud, cuando se está seguro que la gobernarán en provecho de ella y no del suyo particular; no hay que multiplicar inútilmente la competencias ni hacer con veinte mil hombres lo que pueden hacer todavía mejor cien hombres escogidos” (Rousseau, El Contrato Social, III, 5).
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