Corría el año 2011 y la crisis era más que incontestable. Tras un final de legislatura socialista desastroso, Rajoy ganaba las elecciones con 10,7 millones de votos y 186 escaños. Los españoles pensaban que era tiempo de cambiar, de dar a los conservadores la oportunidad de enderezar todo aquello que parecía desmoronarse: la prosperidad económica, la cohesión social, la integridad territorial, y no sé cuántas cosas más. Por aquellos entonces, Rajoy daba la sensación de ser un tipo inteligente, de discurso ágil, con una gran capacidad política. Cuatro años después, a muchos se nos presenta como un presidente incapaz, jefe de un partido político corrupto hasta la médula, que deja atrás terribles leyes medioambientales, un elevado desempleo y mucho trabajo en condiciones precarias, una ley contra la libertad de expresión, subidas generalizadas de impuestos, una ley de educación para olvidar pronto y un catálogo memorable de desplantes institucionales. Resulta ilustrativo escuchar uno tras otro dos discursos de Rajoy -en el debate sobre el estado de la nación de 2011 y, ya como presidente del gobierno, en el mismo debate de 2012- para comprobar hasta dónde puede llegar el cinismo, la manipulación, la mentira como sistema.
Sin embargo, el PP de Rajoy ha ganado las elecciones. Lo ha hecho, además, por segunda vez, y de modo aún más contundente que la anterior. No importa qué horrible pueda parecerles a algunos este hecho: su victoria es incuestionable. Con quinientos setenta y tres mil votos más que las elecciones de 2015 y con más de dos millones de votos por encima del segundo partido, el PP ha sido el único que ha mejorado su resultado respecto a la vez anterior: más de cien mil ha perdido el PSOE; un millón, la suma de Podemos e IU; más de cuatrocientos mil, Ciudadanos. Los partidos políticos tuvieron la oportunidad de presentar a la sociedad las propuestas que consideraron oportunas y, por primera vez en la democracia, tuvieron también la oportunidad de mostrar cómo conciben la conformación de mayorías parlamentarias y de acuerdos de gobierno. Después de todo ello, España ha votado mayoritariamente al PP. No importa cuánto me apene esta situación. Personalmente, hubiera preferido que Ciudadanos, un partido reformista y situado ideológicamente en el centro político, tuviera mucha más fuerza de la que tiene hoy. Mis preferencias no importan, como tampoco importan las pataletas de los que solo creen en la democracia cuando sirve para poner a sus pies las instituciones. Hay muchas cosas que aprender de lo ocurrido. Una de ellas es que hay una España que desconocemos, que está más allá de la algarabía de Twitter, de los editoriales de los periódicos, de los debates televisados, de las charlas en la Universidad. Hay muchas Españas que han votado por astucia, por miedo, por rabia, por esperanza, por fidelidad, por hastío, por convicción, por contraste, por quién sabe qué cosas. Un amigo me decía hace poco que no podía votar a Rivera porque le parecía "demasiado pulcro": el corazón del votante es inescrutable. El número de votos, por suerte, no lo es.
Rajoy debería gobernar, y los partidos que no han ganado las elecciones deberían facilitarlo. Por supuesto, ganar no es suficiente y, en una democracia parlamentaria, el PP tendrá que hacer lo que no ha hecho durante cuatro años: construir puentes. Espero que esos puentes impliquen reformas, concesiones que tendrá que hacer a cambio del gobierno, proyectos a medio plazo y políticas ambiciosas. No las que ellos, nuestros políticos, tal vez hubieran querido, sino las que España, que ha hablado por segunda vez, necesita.
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