Hoy he leído una noticia que me ha conmocionado, a pesar de que cuando uno vive un tiempo en Dos Hermanas tiende a alcanzar cierta insensibilidad ante lo inverosímil: a uno llega a parecerle normal Melody o Carlos Jesús y hasta se acostumbra a escuchar reguetón saliendo de las ventanas de un carro tuneado en las horas más profundas de la madrugada, o el pasodoble de organillo sonando a todo volumen desde el centro de la plaza hasta la cama. Pero, en fin, a lo que iba: me ha conmocionado la noticia de que el papa del Palmar de Troya, Su Santidad Gregorio XVIII, haya abandonado tan alta dignidad para fugarse con una funcionaria granaína. Lo que me conmociona no es que la mujer sea funcionaria, ni granaína, sino constatar que incluso el más férreo defensor de una creencia ortodoxa pueda perder su fe y abandonarlo todo por una historia -aparentemente bastante corriente- de amor postmoderno. Me ha hecho recordar a la figura del papa jubilado que aparece en la cuarta parte de Así habló Zaratustra: tras largos años sirviendo a Dios, el papa nietzscheano descubre que ha dejado de creer en él. No sé si Gregorio XVIII llegará a tanto. De momento está viviendo una historia de amor mundano que imagino acompañada de cierta angustia en alguien que, hasta ayer mismo, dirigía una Iglesia que considera santos a Hitler y a Franco. Y fue pensando estas cosas como tuve mi última conmoción: me imaginé cuántas personas habrá en el mundo creyendo firmemente una tontería mayúscula en la que podrían dejar de creer por otro motivo aún más tonto. Lo que me conmociona no es que creamos tonterías -que todos lo hacemos- sino que las creamos firmemente sin más motivo que esa conciencia subjetiva de poseer la verdad, conciencia que carece de valor más allá de nuestro propio orgullo. Recordé, impresionado, un texto de Nietzsche que siempre he considerado un bello Evangelio. Al fin y al cabo, son a menudo los apóstatas, y no los conversos, quienes pulen las aristas soberbias de toda fe. “En algún apartado rincón del universo centelleante, desparramado en innumerables sistemas solares, hubo una vez un astro en el que animales inteligentes inventaron el conocimiento. Fue el minuto más altanero y falaz de la “Historia Universal”: pero, a fin de cuentas, sólo un minuto. Tras breves respiraciones de la naturaleza, el astro se heló y los animales inteligentes hubieron de perecer. Alguien podría inventar una fábula semejante y, sin embargo, no habría ilustrado suficientemente cuán lastimoso, cuán sombrío y caduco, cuán estéril y arbitrario es el estado en el que se presenta el intelecto humano dentro de la naturaleza. Hubo eternidades en las que no existía; cuando de nuevo se acabe todo para él no habrá sucedido nada, puesto que para ese intelecto no hay ninguna misión ulterior que conduzca más allá de la vida humana. No es sino humano, y solamente su poseedor y creador lo toma tan patéticamente como si en él girasen los goznes del mundo. Pero, si pudiéramos comunicarnos con la mosca, llegaríamos a saber que también ella navega por el aire poseída de ese mismo pathos, y se siente el centro volante de este mundo”.
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