De entre los
aburridos filósofos que, a lo largo del siglo XX, se dedicaron a la ciencia y
al lenguaje científico, hay uno que me resulta muy simpático. Se trata de Karl
Popper, judío austriaco, converso al liberalismo, apóstata del comunismo y el
psicoanálisis, y nombrado sir por la
reina Isabel II. Popper decía que el criterio para definir una teoría como
científica y racional es la falsabilidad, es decir, que la teoría esté
formulada de tal manera que se pudiera encontrar al menos un hecho que la
desmintiese. Consecuentemente, la racionalidad no consiste en intentar confirmar
nuestras teorías, sino en intentar refutarlas. Ello implica, además, que nunca
estamos en posesión definitiva de la verdad: la ciencia, la racionalidad, es un
proceso siempre incompleto, una aproximación infinita. Así, la física de
Einstein es científica porque predice un montón de acontecimientos que, de no
suceder, refutarían completamente la teoría. La teoría arriesga y en ese riesgo
asumido revela su racionalidad, pues solo se mantiene en la medida en que,
exponiéndose a la crítica, no sucumbe a ella. También el marxismo es una teoría
científica: describe las leyes que determinan el funcionamiento de la realidad
histórica y, como consecuencia de ese funcionamiento, predice tendencias y acontecimientos
que no se han cumplido. La teoría de Einstein es una teoría científica no
refutada de momento, mientras que la teoría de Marx es una teoría científica
que ya ha sido refutada. Como el geocentrismo, el galvanismo o la creencia en
el éter supralunar.
Popper decía que
el marxismo murió de marxismo: fue una buena teoría que predijo el advenimiento
de la dictadura del proletariado y la posterior disolución del estado como
expresión del dominio de una clase social privilegiada. Pero con la dictadura
del proletariado llegaron el hiperestatalismo, la dominación brutal, el
exterminio, la guerra, la bancarrota. Stalin, Mao Zedong, Castro, refutaron a
Marx. Por eso hizo bien el PSOE cuando, en el año 79, abandonó el marxismo como
ideología del partido y lo transformó en un mero instrumento discursivo más.
Ocurre, sin
embargo, que cuando una teoría es refutada, la inmensa estructura de poder
montada a su alrededor se rebela para evitar su propio declive. Siempre ha sido
así: la Inquisición contra Santo Tomás, los dominicos contra Galileo, los
creacionistas contra Darwin. Quienes viven del chiringuito de una teoría se
resisten a reconocer su ruina. A partir de ese momento, el carácter científico
de la vieja teoría desaparece completamente. Se la intenta apuntalar con los
modos de un fanático enfervorecido que quisiera reconstruir con sus propias
manos un templo arruinado. Es difícil mantener la honestidad cuando uno asiste
al crepúsculo de sus propios ídolos.
Ya no queda nada del marxismo como teoría científica. Entonces, sociológica
y políticamente hablando, lo que hay es el marxismo como espacio simbólico al
que referir un cierto sentido de la identidad, el marxismo como etiqueta, como
estética ideológica, como postureo. Es decir, el marxismo degradado a ideología
en el sentido marxista. El marxismo como sacralidad, como templo, como Kaaba,
como pueblo elegido, más allá del cual están los infieles, los impuros, los
idólatras. Y dentro de ese universo intelectual y emocional se dan cita todas
las actitudes reaccionarias que precisamente el marxismo combatió con las
herramientas críticas del hegelianismo: los sentimientos identitarios, la falsa
conciencia de clase, la victimización arbitraria, el desconocimiento del
sistema económico. Y entonces lo que tenemos es un marxismo degradado que
continúa insistiendo en las nacionalizaciones, en una errónea concepción de las
relaciones con las confesiones religiosas, en la estatalización, en
el control político de los medios, en la alienación ideológica, en el discurso
de la lucha de clases. Y así es como algunos siguen viviendo del marxismo en la
política española, insistiendo en el error como si no hubiera pasado nada, como
si no supiéramos ya adónde conduce y como si no se hubiera convertido, por la
evidencia de la sangre y de la bancarrota, en el fantasma de una ciencia
fracasada.
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