viernes, 25 de marzo de 2016

Política y racionalidad

De entre los aburridos filósofos que, a lo largo del siglo XX, se dedicaron a la ciencia y al lenguaje científico, hay uno que me resulta muy simpático. Se trata de Karl Popper, judío austriaco, converso al liberalismo, apóstata del comunismo y el psicoanálisis, y nombrado sir por la reina Isabel II. Popper decía que el criterio para definir una teoría como científica y racional es la falsabilidad, es decir, que la teoría esté formulada de tal manera que se pudiera encontrar al menos un hecho que la desmintiese. Consecuentemente, la racionalidad no consiste en intentar confirmar nuestras teorías, sino en intentar refutarlas. Ello implica, además, que nunca estamos en posesión definitiva de la verdad: la ciencia, la racionalidad, es un proceso siempre incompleto, una aproximación infinita. Así, la física de Einstein es científica porque predice un montón de acontecimientos que, de no suceder, refutarían completamente la teoría. La teoría arriesga y en ese riesgo asumido revela su racionalidad, pues solo se mantiene en la medida en que, exponiéndose a la crítica, no sucumbe a ella. También el marxismo es una teoría científica: describe las leyes que determinan el funcionamiento de la realidad histórica y, como consecuencia de ese funcionamiento, predice tendencias y acontecimientos que no se han cumplido. La teoría de Einstein es una teoría científica no refutada de momento, mientras que la teoría de Marx es una teoría científica que ya ha sido refutada. Como el geocentrismo, el galvanismo o la creencia en el éter supralunar.

Popper decía que el marxismo murió de marxismo: fue una buena teoría que predijo el advenimiento de la dictadura del proletariado y la posterior disolución del estado como expresión del dominio de una clase social privilegiada. Pero con la dictadura del proletariado llegaron el hiperestatalismo, la dominación brutal, el exterminio, la guerra, la bancarrota. Stalin, Mao Zedong, Castro, refutaron a Marx. Por eso hizo bien el PSOE cuando, en el año 79, abandonó el marxismo como ideología del partido y lo transformó en un mero instrumento discursivo más.

Ocurre, sin embargo, que cuando una teoría es refutada, la inmensa estructura de poder montada a su alrededor se rebela para evitar su propio declive. Siempre ha sido así: la Inquisición contra Santo Tomás, los dominicos contra Galileo, los creacionistas contra Darwin. Quienes viven del chiringuito de una teoría se resisten a reconocer su ruina. A partir de ese momento, el carácter científico de la vieja teoría desaparece completamente. Se la intenta apuntalar con los modos de un fanático enfervorecido que quisiera reconstruir con sus propias manos un templo arruinado. Es difícil mantener la honestidad cuando uno asiste al crepúsculo de sus propios ídolos.


Ya no queda nada del marxismo como teoría científica. Entonces, sociológica y políticamente hablando, lo que hay es el marxismo como espacio simbólico al que referir un cierto sentido de la identidad, el marxismo como etiqueta, como estética ideológica, como postureo. Es decir, el marxismo degradado a ideología en el sentido marxista. El marxismo como sacralidad, como templo, como Kaaba, como pueblo elegido, más allá del cual están los infieles, los impuros, los idólatras. Y dentro de ese universo intelectual y emocional se dan cita todas las actitudes reaccionarias que precisamente el marxismo combatió con las herramientas críticas del hegelianismo: los sentimientos identitarios, la falsa conciencia de clase, la victimización arbitraria, el desconocimiento del sistema económico. Y entonces lo que tenemos es un marxismo degradado que continúa insistiendo en las nacionalizaciones, en una errónea concepción de las relaciones con las confesiones religiosas, en la estatalización, en el control político de los medios, en la alienación ideológica, en el discurso de la lucha de clases. Y así es como algunos siguen viviendo del marxismo en la política española, insistiendo en el error como si no hubiera pasado nada, como si no supiéramos ya adónde conduce y como si no se hubiera convertido, por la evidencia de la sangre y de la bancarrota, en el fantasma de una ciencia fracasada. 

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