Las
fiestas de una ciudad son, de algún modo, las fiestas de su fundación. Una
ciudad se crea –y se recrea– en sus fiestas. Por eso la Semana Santa de Sevilla
es una dramatización de sí misma, cuyo escenario lo constituye la ciudad
entera, jerarquizando los espacios según un orden moral históricamente
impuesto, recreando las condiciones originarias de la fundación, reuniendo a
los ciudadanos fuera de los límites del orden económico convencional (marcado
por la división del trabajo) e intensificando los lazos sociales por medio de
una sorprendente y genial catarsis estética.
Mircea
Eliade hizo famosa la idea de que la religión era, ante todo, la erección de un
tiempo y un espacio sagrados. En nuestro caso, el centro de la ciudad,
normalmente destinado a los edificios públicos y al comercio, se convierte en carrera oficial, y las zonas más
históricas de la urbe se vuelven escenario de un espacio de sacralidad
compartida. Otro gran teórico de las religiones, Rudolf Otto, interpretó la
religión prescindiendo de categorías morales y racionales, y se centró en
aquello que dio en llamar “lo numinoso” (una especie de emoción ante lo
sagrado, la fuerza que late oculta bajo los objetos santos). Si unimos ambas
definiciones, la religión vendría a constituir una división simbólica del
espacio y el tiempo por medio de una experiencia de aquello que escapa a la
razón y “sobrecoge”. En cierto sentido, ambas posiciones, la de Eliade y Otto,
nos colocan en los límites: pues el espacio y el tiempo se racionalizan solo en
la medida en que erigen fronteras más allá de las cuales no hay espacio ni
tiempo, sino naturaleza, oscuridad, caos, o divinidad.
¿Sirve todo esto para clarificar y
comprender lo que ocurre en la Semana Santa de Sevilla? ¿O aquí estamos, sin
más, ante una performance propia de
una ciudad en la que se suceden sin conflicto la Semana Santa, los conciertos
de rock, la feria de Abril y la Cabalgata del Orgullo Gay? ¿O es que se trata
de la pervivencia de un rito rural en una ciudad aún no plenamente consumida
por la industrialización? ¿Debemos decidirnos entre autoridad tradicional u
ocio urbano? ¿Entre coacción religiosa o libertad hedonista?
Es
curioso, para empezar por lo aparentemente anecdótico, que aquí se celebre la
Pasión y la Muerte de Cristo, pero apenas haya referencias al misterio
cristiano celebrado por la Iglesia estos días: el Domingo de Resurrección pasa
relativamente desapercibido. Ese día no culmina el sentido de la Pasión, pues
la Pasión se explica por sí misma. El sacrificio mismo es lo que conmueve y, de
acuerdo con los esquemas de la religión natural, lo que compensa la culpa y la
salda. Lo que se persigue aquí es únicamente participar en el drama estético de
la Pasión: la emoción (la conmoción) ante el Señor sufriente es la única
redención, pues el que sufre injustamente por nosotros es digno de máximo amor,
de máxima reverencia. En cierto modo, no es la Resurrección lo que diviniza la
figura de Cristo, sino el sufrimiento que inmerecidamente sufre, por un lado, y
su majestad estética sobre el paso y sobre la ciudad entera, por otro.
Estamos ante la construcción colectiva de
una obra de arte total: la gente acaricia el paso antes o después de
persignarse, la ciudad huele a incienso y a azahar, los cirios se reflejan
sobre el ladrillo rojo de los viejos edificios de Triana y sobre los muros de
la Catedral. En cierto modo, podría decirse que el aspecto más teológico de la
Semana Santa de Sevilla es el hecho de que reactualiza el misterio nuclear de
la fe cristiana: la Encarnación. Todo el ritual estético-religioso en que
consiste está encaminado a encarnar lo sagrado en formas sublimes y numinosas,
y hacer de este un foco de emotividad y cohesión colectiva.
Hace unos años se publicó en España “Obra
de arte total Stalin”, de Boris Groys, donde el autor germano-ruso retrataba el
devenir del arte soviético desde el punto de vista de su aspiración
totalitaria: el arte debía manifestar estéticamente la plenitud moral de la
utopía socialista. Aquí, en una Sevilla que crece entre lo sagrado barroco y lo
profano postmoderno, la obra de arte total es la representación colectiva de
una ciudad que se reconoce a sí misma en el espejo de la Pasión con mayúsculas
y de las pasiones con minúsculas. La ciudad de Sevilla está indisolublemente
unida a un trato estético-festivo con lo divino, en el que este deja de ser una
instancia judicial ante la que pedir (y rendir) cuentas, transformándose, en
consonancia con el proceso mismo de la “modernidad líquida” (Bauman), en un
objeto de contemplación, de disfrute estético y de consumo social. Una
contemplación que tiene la forma de un contacto físico, corpóreo con lo
sagrado. Es el modo como la ciudad de Sevilla realiza social, estética,
artísticamente, la afirmación de Cristo: “Este es mi cuerpo”.
(Sevilla Report, 2014, actualmente inaccesible)
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