lunes, 10 de octubre de 2011
El cuidado de sí
Desde que la filosofía se diluyera, a lo largo de la modernidad, en una multitud de ciencias positivas, el filósofo profesional ha buscado su sitio entre el ideal metacientífico, el ideólogo ético-político y el pensador desencantado que se limita a levantar acta de todas las defunciones metafísicas. Rara vez la filosofía ha vuelto a buscar su sitio en ese lugar que Foucault describiera en sus célebres lecciones universitarias -"la inquietud de sí" (epimeleia heautou)-, sobre todo desde que se impusiera la interpretación de esa "inquietud" como un "conocimiento" teoréticamente diseñado. La cuestión que inaugura el siglo V a. C. como una nueva etapa post-cosmológica de la filosofía tiene que ver con la experiencia del "sí mismo" como una realidad no resuelta, como algo que necesita atención, un detener la mirada, un cuidado, y el diseño de una estrategia resolutiva. Foucault llama la atención sobre la ambigüedad del término "therapeuein", usado por Epicuro para designar esta misma cuestión, que se refiere a los cuidados médicos tanto como al servicio del siervo al amo, como igualmente al culto divino. Un cuidarse, pues, que es a la vez un servir y un rendir cuentas a lo sagrado. Ya dicen los místicos que el alma es aquello que se oculta bajo las múltiples máscaras del ego. De muchas maneras, el ser humano despliega su existencia tapando aquellas partes de su "sí mismo" que no le gustan y esforzándose por mostrar las que sí. La experiencia del "sí mismo" como una pantalla que oculta un significado decisivo. Pero esa pantalla está ahí por algo, cumple una función. Ya decía Robert L. Frost: "no tires una barrera hasta que no sepas para qué ha sido puesta". ¿Qué papel cumple la ocultación? -tal es la primera cuestión de la inquietud de sí. Por eso, la determinación emancipadora del autoconocimiento va unida a la aceptación de un sufrimiento: tal es el precio que paga el prisionero por abandonar la caverna. La actitud natural, no filosófica, es la opuesta: para evitar el sufrimiento, el hombre, con una sutileza pavorosa, renuncia a su libertad y al conocimiento de su verdadero rostro, asumiendo el guión de una película que no ha escrito. En los rasgos manifiestos del ego se evidencian siempre nuestros miedos más profundos: la pérdida del amor y la dicha, temida en una experiencia de soledad inicial que hemos aprendido a ocultar con la charlatanería, el perfeccionismo, la ironía o cualquier otro mecanismo enmascarador. El cuidado de sí exige una distancia y la aceptación de un vacío que provoca angustia, pues ¿y si nada nos espera bajo las múltiples máscaras del ego? En la experiencia mística se trata siempre de esa dialéctica entre el recuerdo de lo esencial y el olvido de la máscara, como en aquel canto sufí que dice: "De tal manera, con Tu recuerdo, me perdí a mí mismo, que le pregunto por mí a quien encuentro en el camino". Pero si la "terapia" (por traducir así el término de Epicuro) es cuidado, servicio y liturgia, ello es porque, en ese vacío último en que el hombre ha perdido todo cuanto creía ser, se encuentra la verdad, que es siempre sagrada. Y sólo así se entienden, tal vez, las palabras del Salmista: "vacate, et videte quoniam ego sum Deus".
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