Era de noche y
llevábamos ya un par de copas. Parecía un relato de Carver en el que los interlocutores cambiaban de tema de conversación como cambiaban de mano el gintonic. Una chica se puso a hablar de poesía. Decía ella que un poeta tiene que decir
siempre la verdad, que si el poema dice algo que al poeta no le ha ocurrido, miente, y por
tanto es un impostor. Para mí estaba claro que la verdad no es un hecho biográfico ni un dato empírico. Pero el asunto me dejó pensando en qué significa en general, para un poeta,
decir la verdad. Y de pronto, por estos giros rápidos que hace la mente a veces, me vi en un
aula de la facultad de filosofía, delante del profesor César Moreno, que para enseñarnos
la fenomenología de Husserl hacía este experimento mental al que yo he
recurrido muchas veces luego: “Imaginad un árbol” –decía–. “Y ahora imaginadlo
existiendo”. Tras unos segundos se empezaban a escuchar murmullos y los
estudiantes nos mirábamos unos a otros. Podíamos pensar un árbol imaginario, pero si intentábamos pensarlo existiendo, no conseguíamos añadir nada a la
imagen que ya teníamos. Comprendimos por primera vez algo tan increíble como
que no podemos tener un concepto de la existencia. Podemos conceptualizar y
representar el verde, las hojas, el árbol, la altura… Pero la existencia misma
(esto ya lo decía también Santo Tomás) no podemos pensarla, pues es distinta de
la esencia. Entendemos las cosas, pero no entendemos aquello que las hace reales.
Algo así ocurre con la cuestión de la poesía: la vida, la existencia, es
algo tan denso y, paradójicamente, tan sobrenatural, que no puede ser dicha. Por la misma razón que no puede ser pensada. Es el viejo misterio de que sea el ser y no la nada. De
hecho, las palabras sirven para disminuir la realidad, para empequeñecerla hasta un punto en que sea inteligible. Una palabra es un flatus vocis que sirve sólo para referir
el hecho de que ciertos seres comparten ciertos rasgos. Porque la existencia,
en su absoluta individualidad, no puede ser pensada ni dicha. Por eso todo
lenguaje es reduccionista. Y por eso la poesía sólo es lenguaje en la medida en
que intenta ir más allá del lenguaje. Como la escalera de Wittgenstein, que se
sube para luego tirarla. Cuando la poesía encuentra el ser, es cuando ha roto
el lenguaje y lo ha dejado atrás. De ahí que, desde el punto de vista realista del pensamiento natural, la poesía sea mentira. Lo que dice es siempre menos que lo real. Y lo
real es aquello que no termina de decir. Un balbuceo o una imagen velada apenas
entrevista. Ese es su juego de ramera seductora. La metáfora es fea. Pero, al fin y al cabo, toda poesía es erótica precisamente
porque seduce, porque enseña y oculta, y sobre todo porque promete algo que ella, por sí
sola, nunca podría dar.
3 comentarios:
Me alegra que hayas vuelto en tan excelentes condiciones.
Tu texto ha hecho renacer en mi mente unas viejas palabras de René Char: "Hay días en que uno no debería tener miedo a nombrar las cosas imposibles de describir."
Un saludo.
P.D.: Te seguiré leyendo.
Gracias por la cita, Rubén. Me la copio. Gran Suso, un saludo y gracias por estar por aquí.
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