jueves, 14 de enero de 2010

Pensar totalitariamente (de Vic al gobierno mundial huxleyano)

Siempre he defendido que no es necesario justificar los sentimientos, pues son algo sobrevenido. Todo aquello que nos atrae o nos repugna, desde el sexo a la patria , es producto de una sofisticada interrelación de causas genéticas, históricas y biográficas que, en sí misma, no merece más valoración que el puro azar. Pero los pensamientos sí requieren justificación. Por eso sentirse sólo catalán es algo en sí mismo legítimo (consecuencia, si se quiere, de una historia de malentendidos), pero pretender desplazar los centros de poder según un ideario político concreto es algo que requiere aclaración y fundamentación.

El nacionalismo separatista, originado en una sentimentalidad étnica, justifica su discurso sobre la conjunción de dos conceptos: autodeterminación y territorialidad. Pero es justamente esta justificación racional la que falla: pues o bien demarcamos a priori un territorio para que sus habitantes ejerzan la autodeterminación (y entonces, por ejemplo, los vascofranceses tendrán que verse arrastrados, sin quererlo, a un Estado vasco si lo desean una mayoría de vizcaínos y guipuzcoanos) o bien el territorio lo constituye, a posteriori, el ejercicio de autodeterminación, pero entonces, ¿quiénes se autodeterminan (los guipuzcoanos, los vascos, los españoles...)? Esta paradoja manifiesta el origen totalitario de un planteamiento que parte de la premisa de que el poder es uno y de que el sujeto del poder también es uno: un pueblo que, inevitablemente, tiene que terminar definiéndose por caracteres étnicos, religiosos o idiomáticos. Pues si no, ¿cómo podría ser uno?

Por eso creo que el pensamiento nacionalista es una de las últimas inercias de un modo de pensamiento del pasado. Por el contrario, es evidente la ventaja que tiene, con respecto a esta visión típicamente moderna, el desarrollo de nuestras sociedades que ya no son sólo modernas: nosotros no creemos en la identidad del poder ni en la existencia de un sujeto colectivo. Creemos en individuos que entretejen diversas identidades relativas. Y creemos, sobre todo, en la diversificación del poder, porque hemos visto los peligros de su uniformización. Ahora hay poderes municipales, autonómicos, nacionales, europeos, limitados por tratados internacionales, organizaciones cívicas, sindicatos, lobbies, iglesias, etc. El poder no es uno, sino múltiple. Esto tiene desventajas, desde luego: en cualquier proyecto político colisionan muchas fuerzas. Todo se hace lento. Todo produce conflictos. La vida política agota.

Pero es mejor así: el poder ha sido siempre sagrado, porque es demoníaco. Demasiadas cosas están en su tablero de juego. Cuando ha sido único, su capacidad de acción era grande, pero también su capacidad de destrucción. Ahora, todo debe ser negociado, disputado. Por eso es bueno que España sea multada cuando incumple la legislación mediambiental europea. Por eso es bueno que el gobierno de Vic, incluso contra la voluntad de la mayoría de sus habitantes, tenga enfrente un poder que le obligue a empadronar inmigrantes. Porque a la vista está que el poder, local o mundial, se vuelve totalitario cuando en él se congregan, como en el Leviatán, todas las fuerzas físicas de una sociedad. Se vuelve absoluto y, con ello, divino. Y por eso hoy en día ser demócrata no significa tanto defender el sistema sufragista, como aceptar la tediosa realidad de un poder fragmentado, valorarla como el verdadero espacio en que es posible nuestra libertad.

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