Llevo varios
días dándole vueltas a un tema, o a varios temas, en los que querría poner un
poco de orden. Así que lo cuento. Todo empezó con un mensaje de una antigua
alumna contándome que estaba haciendo un trabajo en la Universidad sobre el
tema de la mujer en Nietzsche. El hecho en sí me sorprendió (¿por qué la mujer?
¿por qué precisamente Nietzsche?), y la curiosidad me empujó a revisar los
textos en los que el buen Fritz trataba el tema. Después decidí hacer un
experimento (con riesgo de mi propia vida) y compartir con amigos un famoso
fragmento de la Gaya Ciencia (§363)
llamado “Cómo cada sexo tiene sus prejuicios acerca del amor”. El resultado fue
el esperable: la defensa nietzscheana de una diferencia radical entre el amor
masculino y el femenino, su afirmación de que la fidelidad no es consustancial
al amor masculino, etc., todo eso son cosas que indignan.
Un par de aspectos
me llaman la atención: en primer lugar, que el modo que tenemos, en general, de
acercarnos al pensamiento de los otros es puramente computacional (verdadero / falso, ceros / unos) y facebookiano (me gusta / ya no me gusta)
y que de esta manera se pierde justamente lo más interesante del pensamiento
racional: el “pensar con”, lo que los
románticos llamaban symphilosophieren,
utilizar el pensamiento ajeno como un motivo para aligerar el propio. El hecho
de que Nietzsche indigne no debería ser motivo para rechazarlo, sino justamente
para preguntarnos por qué molesta, contra qué alto muro de nuestro ego embiste,
y qué se esconde bajo la brillante armadura de la indignación.
Y es que lo
preocupante es constatar cómo, una y otra vez, antes que razonar, juzgamos. Es
decir, filtramos las opiniones ajenas en función de si nos parecen buenas o
malas. No estamos dispuestos a aceptar una verdad que contradiga nuestras más
íntimas convicciones morales, o que no esté redactada según los cánones éticos
de la ideología dominante. En esto no hemos progresado gran cosa respecto a los viejos
inquisidores: como ellos, podemos ser muy razonables hasta que el juicio ajeno
traspasa la frontera de lo que consideramos sagrado. Y mientras la filosofía
sea una actividad minoritaria, casi elitista, eso no cambiará. Las sociedades
democráticas modernas siguen pensando inquisitorialmente, por mucho que sus
tabúes ya no sean religiosos, sino éticos o políticos. Recuerdo un caso que ya
he citado en otras ocasiones: cierto científico norteamericano, genetista,
afirmó hace un par de años que los negros eran menos capaces que los blancos para
determinadas actividades intelectuales. En seguida lo insultaron desde todos
los medios, incluso personas que no tenían ni la más remota idea de genética, ni de neurología, ni probablemente de nada, lo
tildaron de mentiroso y racista. Dado que la afirmación era racista, no podía ser verdad. Y esto es lo inquietante.
Porque la cuestión es: ¿y qué si fuera cierto? ¿Qué haríamos ante una verdad
que socavara nuestras íntimas convicciones morales? ¿Acaso el mundo está
obligado a comportarse según el modo como nos gustaría que lo hiciera?
Nietzsche afirma una diferencia entre el modo en que hombres y mujeres se aman.
¿Y qué? Tal vez nos iría mejor si, en lugar de enfadarnos ante la indignante
afirmación de una desigualdad originaria, observásemos la realidad y dejáramos
que fuera ella la que, sin filtros morales, nos mostrara lo que en verdad es. Y
la verdad –la del amor, como la de todo lo demás– no es la que defienden los
prejuicios religiosos, ni tampoco la que propaga la ideología del
sentimentalismo burgués a través de Hollywood y los bestsellers. Las personas creemos cosas, y el mundo es otra. Por
supuesto, también creemos cosas sobre nosotros mismos, pero nosotros mismos
somos otros. Esto ha sido siempre así: somos hábiles maestros del autoengaño.
Habría que
añadir a esto que, en todo caso, la cuestión moral viene luego, como un
suplemento. Que hombres y mujeres fuéramos diferentes (cuestión de hecho) no
impediría que juzgásemos necesario tratarnos todos como iguales (cuestión de
derecho). Desde Freud, al menos, deberíamos saber que nada hay peor que negar
la naturaleza humana, pues la verdad del hombre, de sus pulsiones y
necesidades, siempre vuelve a la superficie, en formas distorsionadas y
monstruosas. Tal vez la crisis de la pareja moderna y sus instituciones
tradicionales tenga que ver, precisamente, con un profundo y prejuicioso
desconocimiento del otro y de uno mismo. Nietzsche no siempre acierta, desde
luego, pero nos acerca a la parte odiosa de la realidad: ésta no es necesariamente como nos
gustaría que fuera. Y eso es duro de aceptar. Pero el evangelio de Zaratustra
promete algo: que si uno logra mirar el mundo sin juzgarlo, verá en él un
espectáculo maravilloso y fascinante; y entonces será fácil pensar y crear,
transformar la realidad en una obra en la que podamos reconocernos, como niños
artistas jugando en la inocencia del devenir.
4 comentarios:
Muy preciso eso del pensamiento facebookiano...
Me gusta ;)
olé!!!
(por cierto, hasta lo de demostrar que no eres un robot, habla en alemán; ¿lo has hecho a propósito? :-P)
Alejandro, escribiendo cosas como esta siempre tendrás en contra una realidad: !el rebaño!
¿Acompañó el señor genetista su afirmación de una fundamentación racional y científica? Las afirmaciones, o por lo menos ciertas afirmaciones, si quieren ser algo más que meros y escuetos voluntarismos, deben explicar lo que afirman, cosa que no siempre pasa. De otro modo, estamos en el "porque yo lo digo", cosa que ocurre muchas veces. Yo me revelaré siempre contras estes "lo digo yo y es así".
Todo lo anterior no obsta para que esté muy de acuerdo con todo lo que dices, obviamente.
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