viernes, 21 de agosto de 2009

Perros y gatos

Me gustan mucho los gatos: su pose aristocrática, su elegancia y su independencia. Parecen no tener exigencia alguna; lo que dan, lo dan porque quieren, y lo que reciben, lo agradecen sin humillación. Establecen con los hombres una armoniosa relación que no daña la independencia de nadie. Acostumbrado a sus maneras, se me olvida a menudo todo aquello de que carecen y que caracteriza a sus enemigos más íntimos: los perros. Hoy, en la calle, me he quedado mirando un perro atado a la cadena de un tipo enorme. Al observarlo, ha ocurrido algo extraordinario: me ha devuelto la mirada. Los perros te miran, lo hacen con frecuencia, y reaccionan a los gestos y matices de nuestros ojos. Este choque inesperado con un fenómeno tan trivial me ha llenado de una extraña alegría. Fue como si, al mirarnos, perteneciéramos por un momento a un mundo de iguales, y aquel hermoso perro de color castaño y orejas colgonas hubiera alcanzado, en ese gesto fabuloso, la dignidad de los hombres. Casi se me escapó de la boca: "¿ah, pero tú también?".

4 comentarios:

Máximo Silencio dijo...

Me recuerda a esa escena en la que en "Rebelión en la granja" Los hombre y los cerdos se pareces y ya no se es fácil distinguir las distinciones.

Aunque no tiene nada que ver me recuerda a eso... A Animales y hombres que se funden... Un post exquisito. Saludos.

Jesús dijo...

Precioso, precioso, precioso.

Tengo pendiente una entrada sobre Nusa, nuestra gata. También a mí me encantan los gatos, siempre aristogatos.

Sin embargo, de mirada a mirada, es siempre el animal, el perro en este caso, el que no aguanta la mirada, el que cede. No podía ser de otra manera, claro.

Anónimo dijo...

yo hablo con mi serpiente, me dice que haga cosas malas.

Adaldrida dijo...

El otro día di de cenar a un gato. Estábamos mi madre y yo en la cervecería Europa, ella con una Leffe roja como Dios manda y yo con una Coca cola (vaya por Dios), y apareció un gatito diciendo miau. Le tiré un pedacito de pan y ahí es cuando vi que tenía hambre, porque los gatos no son muy amantes del pan y se lanzó a por él como un rayo. Estaba metido bajo un coche y cuando se le acababa el trozo de pan o patata frita que le enviaba, sacaba la cabeza. Decidí llamarlo Embrujo, pero luego me pareció muy cursi y le llamé Brujo. De repente vinieron unos clientes con un perrazo lobo que casi se lo come. Así que se fue corriendo y sin decir miau.