Nunca he hablado aquí de mi amigo Dani. Tal vez porque ya no sea mi amigo, y no porque nos peleáramos. Simplemente fue una de esas amistades intensas y breves como el fogonazo de una cerilla. Él era de Madrid y nos conocimos en Viena, en el Erasmus. Era, como yo, estudiante de filosofía, más bien bajito, y tenía una mirada, entre melancólica y opiácea, que a las chicas les resultaba irresistible. En cierta ocasión, me contó una historia que ejemplificaba perfectamente su carácter: resulta que vivió un año alojado en una familia norteamericana profundamente religiosa. Era muy divertido escucharle contar cómo él no quería participar en la vida religiosa de la familia, pero era incapaz de decir no y de mostrar desagrado. Un psicólogo diría que tenía un problema de asertividad. En todo caso, sin querer ni saber cómo, una templada mañana del invierno tejano, Dani fue bautizado en la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días.
Puedo decir entonces, estrictamente hablando, que conocí a un mormón licencioso, bebedor y mujeriego. Pero yo quería contar otra anécdota que me recordó la entrada anterior. Un día -ya no recuerdo de qué mes- nos fuimos a Budapest los dos. No reservamos hotel, y compramos los billetes en la estación unas horas antes de la salida del tren. Cuando llegamos a la capital húngara, y tras esquivar una docena de guías turísticos, fuimos a buscar alojamiento, encontramos habitación en una pensión que me ahorro describir, y nos lanzamos a la ciudad a la caída de la tarde. Mientras paseábamos junto al río, se nos acercaron dos chicas (rubias, por supuesto) y empezaron a charlar con nosotros. Mi inglés era bastante peor que el de Dani, a pesar de lo cual "me tocó" la más guapa y la más comprensiva con mi incompetencia lingüística. Reconozco que por un momento creí que nuestro magnetismo ibérico fue lo que las atrajo a nosotros, pero pronto me di cuenta de que tenían también algo de interés en nuestro dinero. Yo sabía que Dani no se había dado cuenta, así que se lo dije tal cual: "Dani, yo creo que son putas". Él me miró con sus ojos opiáceos: "Ah, ¿síiiii?".
Ahora venía lo difícil: cómo hacer entender a aquellas chicas, de un modo cortés y sin ofenderlas, que queríamos prescindir de sus servicios. Para mí era difícil, porque mi inglés era tan refinado como el alemán de un vendedor de kebaps en una estación de tren de Berlín. Todo dependía de Dani. Pero si fue incapaz de negarse a su bautismo mormón, pedirle que se negara a dos rubias del Este en minifalda, era poco realista. Así que, cuando nos quisimos dar cuenta, estábamos a las puertas de un local, vigilados por la mirada de dos enormes expresidiarios tatuados.
Nos sentamos dentro. La sala estaba más bien oscura y en la mesa había una lamparita de color rojo. A mí me sudaban hasta las pestañas. Dejando al margen otro tipo de consideraciones, realmente no teníamos dinero y estábamos a punto de pedir una copa, así que me veía empeñando el reloj que me regalaron mis padres para evitar que un gorila me rompiera la cabeza contra una acera de Budapest. Supliqué a Dani:
-"Tío, di algo ya, lo que sea, pero vamonos de aquí".
Entonces escuché cómo salía de su boca una frase que, en su precisión, era justo lo que requería el momento:
-"We have no money"
Fue perfecto. No negaba nada, no rechazaba nada, no se oponía a nada. Simplemente describía un estado de cosas, como las proposiciones atómicas de Wittgenstein. Además, la chica no tuvo tantos problemas de cortesía y su respuesta, también exacta, fue tranquilizadora:
-"Ok. Bye!". Ambas se levantaron.
Salimos detrás de ellas. Mientras las dos se alejaban hacia el Danubio en busca de mejor suerte, "la mía" se volvió un instante. Vi sus ojos azules brillar fugazmente en la noche de Budapest. Fue lo más poético de aquel viaje.
2 comentarios:
Divertida historia. He podido sentir tu embarazo.
Hola, Alejandro. Pecasteis de ingenuos, tan jóvenes, al permitir que la negociación se desarrollara bajo cubierto, en la jurisdicción de los ex-milicianos kosovares. Si todo hubiera seguido al aire libre es posible que el final de la historia hubiera sido más romántico (o menos romántico, según se quiera ver).
Creí que todos los mormones eran ricos.
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