viernes, 21 de enero de 2011

Walking T.

Me llega por correo electrónico un breve relato digno de lectura. He pedido a su autor -al que, por su santidad y compasión hacia todas las bestias, llamaremos Francisco de T.- que me deje reproducirlo aquí. Y así lo hago. Es un poco extenso, pero yo lo he disfrutado mucho, y merece la pena si queréis haceros una idea de cuán dura es la vida que llevamos los exiliados in hac lacrimarum valle llamado T. Ahí va:

WALKING T.

Hoy he ido al médico. Me llevó mi cuñada en coche. Me bajé en la rampa del ambulatorio, frente a las escaleras que dan acceso a la puerta de entrada. La puerta no es automática. Entraba y salía gente. Yo con mis dos muletas me acerqué y esperé con la inseguridad de que no podía resistir un leve empujón, ni de la gente ni de la puerta con muelle. Nadie me cedió el paso ni se ocupó de abrirme la puerta.
La salida fue penosa, comprobé que la distancia que puedo recorrer no va más allá de un pasillo de un piso normal. Después de veinte metros noto la dureza del suelo golpeando mis muñecas que empuñan las muletas, y el peso muerto de mi cuerpo sobrecargando la pierna buena. Me fui a desayunar a una cafetería cerca del ambulatorio. Me dispuse a sentarme en una mesa más amplia que estaba al fondo del local, apenas ocupado, sólo por mujeres. Al otro lado de la barra un hombre grande, con cara de amargado. Pedí mi cruasán y un café con leche. No vi un atisbo de amabilidad ante la torpeza de mi invalidez. Parsimoniosamente me levanté a coger la prensa. Un Interviú y la Razón era la prensa nacional que había, cogí los dos. Quise disfrutar de pequeños placeres del pasado. Una cafetería aceptable, un cruasán, prensa, tiempo libre. Como en los tiempos de Procurador, mucha cafetería rellenando, entre estrés y estrés, la espera de los juicios. Ojeo el Interviú sin atreverme a detenerme en la chica semidesnuda, los artículos hablan de la Eta y de que Fraga permitió las negociaciones con la banda; que el “sinfein” aconsejaba a los batasunos tener tres hijos por aberchale y así en veinte años ganarían las elecciones; el escándalo del dopaje en el atletismo; que si un hijo de un nazi protegido por Franco es un corrupto de Málaga... Llego a las páginas de la chica desnuda del todo y ni me atrevo a abrirlas del todo, además me gustaba más la actriz... Se van todas las mujeres como si hubiese sonado una sirena. El local queda vacío. Sigo con mi cruasán y con la Razón. La portada no me seduce mucho. La paliza del consejero murciano. Dice que fue alentada por la izquierda... No me suena a noticia reciente. Miro la fecha del periódico ¡y es de hace tres días! La ilusión del pequeño placer de mi desayuno casi urbano se desinfla, no sé muy bien porqué. Tampoco ha pasado nada objetivamente malo. Pido la cuenta y me da el cambio sacándolo del bolsillo y lo deposita todo de un golpe en mi mano. No sé tampoco porqué me entristece la situación. No sé si me hacía ilusión que me hubiesen puesto la nota en un platillo con la vuelta. No sé si se trata de los detalles y no del cruasán, que estaba bueno, pero es todo extraño, sin sabor, triste. La cara ausente del camarero, ni una palabra recitada de su oficio. De su rito. Del rito obligado.
Llego penosamente a la puerta tampoco automática y con torpeza, la justa, salgo a la calle. La niebla en vez de levantarse se ha caído aún más, a plomo sobre la acera y mis hombros. Antes de levantarme de la mesa llamé por el móvil a un taxi.
-Buenos dias, quería un taxi. Estoy en Don Gelato en la calle Antonio Huertas. -Es que voy a Ciudad real, pero usted a dónde va? No entiendo bien el diálogo, pero le respondo. -Voy al Aldi, enfrente. -Es que estoy conduciendo, tiene usted el otro número? -Sí, sí, lo tengo. -Pues llame a ese, es que yo ahora no le puedo atender. Me habla como si estuviese muy ocupada y no logro imaginármela en la autovía que lleva a Ciudad Real, que es monótona y recta como un desierto. Salí del local y a pesar de la niebla y de las muletas me pareció bien caminar un poco. Los pasos pronto se me hacen interminables. Me detengo en una esquina fácil para que se detenga el taxi sin alterar el tráfico. La acera desierta. Sólo una señora con un andador de anciana se cruza conmigo. Los dos torpes nos cruzamos lentamente. No sé porqué espero una mirada de complicidad. Apenas me mira, pero por un instante lo hace. Su mirada es entre torva e inexpresiva. Me viene a la cabeza la serie walking dead. Apenas sería preciso maquillarla. La niebla ya me pesa el corazón. Me apoyo en la esquina del Soho, pasan dos magrebíes -dos moros, de mauri, los llamaban así los romanos, no es despectivo-. No sé por qué imagino que me dan una paliza al verme indefenso. Pero la verdad es que ni los miro, y ellos a mí tampoco.
Llamo por el móvil al otro número de teléfono. No se oye bien. -Por favor me puede mandar un taxi a la calle Monte esquina Don Antonio Huertas? -Usted cómo se llama? Me sorprende la pregunta pero hace tiempo decidí adaptarme a este pueblo, al menos no oponer resistencia, así que la acepto y dócilmente le respondo. -Francisco. Insisto. -Me puede mandar un taxi a la calle Monte? Me responde como estresada y le reconozco la voz. Es la misma mujer de antes. -Pero no estabas en otro sitio? Me sorprende la pregunta y que sea la misma mujer. -Perdone creo que he hablado con usted hace un momento. -Sí, es que tengo yo los dos teléfonos. Me pareció que lo decía entre una sonrisa como si le hiciese gracia, o es una proyección de mi lógica. Ella insiste. -Pero no estabas en otro sitio? Sigo sin entender el interés de la pregunta e insisto en dónde estoy. Finalmente me rio, pero sarcásticamente y digo: Esto es increíble, coger un taxi en T. es imposible. Se acelera a responderme, ya no le interesa dónde estaba antes, y me parece un poco ofendida por mi espontánea exclamación. -Ya me ocupo y le mando un taxi. Sigue con un tono de urgencia, como de prisa o estrés. Y yo vuelvo a imaginar la autovía a Ciudad Real, desierta, recta, sin más movimiento que los mojones monótonos que van quedando atrás como a cámara lenta. Yo le digo que llevo dos muletas. Se me ocurre darle ese detalle, aunque en la calle Monte no hay nadie, ni parece que lo vaya a haber.
Bueno, pues ya está. A ver cuánto tarda en venir. No tengo prisa. Observo algún coche que pasa. Noto cada vez más la humedad de la niebla. Pasa un buen rato. Deseo que los coches que pasan de tarde en tarde sean mi taxi. Al rato suena mi teléfono. Pienso que será mi mujer. Pero no, es la mujer otra vez. -Cuanto lo siento, no hay ningún taxi en las paradas, lo lamento además estás cojo, no? Me lo dice como si fuera una tendera que quiere que vuelvas al día siguiente. Yo me despido con amabilidad. -No se preocupe, no importa, no importa, adiós. Buf. Me alivia que no voy a volver a hablar con ella. Que se acabó el trance.
Qué más me da. No tengo prisa. Voy a caminar, quizá poco a poco... Pero cada metro que avanzo es una victoria costosa. Es imposible. Vuelvo sobre mis pasos. La cafetería de origen me parece que está lejísimos. Me sobrepongo. Ahora entiendo el reproche de la empresaria de taxis. Quién me mandó a mí moverme de sitio. Poco a poco. Se me ocurre que en el ambulatorio, al pie de la rampa hay una marquesina de bus. No está lejos, me sentaré y ya veremos, porque estoy un poco cansado. Ahora que es mi destino la miro con detalle. Quizá vengan las líneas y los horarios. En realidad no lo espero, pero no sé, uno a veces quiere creer. No hay nada, ni un letrero ni una pegatina. La mayoría de los cristales están rajados, y todos emborronados con espray de grafitero sin pulso y opacos de letreros arrancados. Nada que se parezca a un horario. Intento sentarme como puedo. El asiento es un madero estrecho, como una traviesa de tren de vía estrecha, por la espalda me entra frío. El cristal que parecía limpio sencillamente no está. Llamo a mi mujer. -"Lo siento, a ver si puede ir mi hermano a recogerte. Mi madre dice que a y veinte o a y media pasa el autobús, refúgiate en algún sitio mientras tanto". La niebla me había calado poco a poco y estaba aterido. Así que subo la rampa, las escaleras, la puerta manual. Esta vez me la abre un pedigüeño rumano que ha empezado su jornada en la puerta del ambulatorio. Reconozco que no tengo intención de darle una propina. Me mira con amabilidad de marketing, pienso. Otra vez la sala de espera. Y la calefacción. Observo a la gente. Un pesimismo difuso me inunda como la niebla, por dentro. Esas miradas. Esos hombres de faz tan dura. Pienso en la Guerra Civil, en el odio y las muertes que aquí ensangrentaron la tierra de forma más despiadada. Pienso que los imagino fácilmente empuñando un arma y disparando. Llega la hora. Vuelta rampa abajo. Vuelta a la marquesina. No hay nadie. Al poco llega un hombre. Se va a sentar; parece que va a saludarme. Me adelanto y le saludo yo. -"Buenos días". Silencio. Pasan segundos. Cuando ya no espero respuesta espeta: -"Los cojones de buenos días". No me altero, creo que he comprendido lo que quiere decir. Le respondo. -"Ya, la niebla. Me mira el pie sin zapato, abultado por la venda". -"Cuidado con la escayola, el frío es muy malo, yo llevé escayola, mi madre es de Salamanca...". Yo intenté por un momento pensar que no era de aquí, que sería de Salamanca, que aunque tosco sería amable. -"Diecisiete bajo cero, tuvieron que ponerme bolsas de agua caliente para calentar la escayola". Pensaba que podría decirle que yo no llevaba escayola, que era una venda. Pero ya no dejó de hablar. Vino otro señor a la parada, su retahíla cambió de destinatario y de tema. Ahora era la política. -"Zapatero vale poco, pero los otros.... son hijos y nietos del franquismo. ¿Para qué quiere Rajoy ganar si hay cinco millones de parados? Tienen el poder económico y ahora quieren el político". Yo hace tiempo que ni le miro ni le asiento, apoyo la cara en las muletas.... Llega el autobús. Casi todos llevamos bastón o muleta. El conductor va dejando a la gente en sus portales. Parece que todos son habituales. Hay una mujer coja que no habla, es como muda o demente, pero da gritos agudos de vez en cuando. Es anciana, me cedió el paso con otro grito. No me gustan los gritos, pero me agarro a él para no desfallecer. Me siento triste. No sé si es por la niebla, cada vez es más espesa aunque son las doce del mediodía. El autobús da vueltas y vueltas, aunque casi no hay pasajeros, y no hay paradas. Sale del pueblo, para en el hospital, y sigue dando vueltas y vueltas. Finalmente voy reconociendo las calles. Ha pasado mucho tiempo. Llega mi esquina. Abre las puertas. Echo de menos un escalón bajo que tienen los autobuses, hoy realmente lo necesito -me dijeron que lo tiene pero que nunca lo tienden, será parte de la rehabilitación, pienso-. Ha parado justo encima de un parterre embarrado, entre una alcantarilla y el bordillo muy alto del parterre. Me paro concentrado en decidir dónde voy a poner mi pie sano. Lo logro con alivio. Me alegra verme en mi acera. Paso a paso. A mi refugio, a mi invalidez, a no salir de casa. Poco a poco, llego a casa. Mi casa. Qué cansado estoy, y qué triste.

2 comentarios:

Ariel Elea dijo...

Tiene el trasfondo pesimista (realista) de la nausea sartriana.
Una lectura de la cotidianidad realizada sin anteojos.
Buen relato.

Charo dijo...

Genial. Felicidades a Francisco de T. Queremos más relatos.