domingo, 11 de febrero de 2018

Cincuenta sombras de totalitarismo

En 1795 se publicó de forma anónima la obra de Sade Filosofía en el tocador. La fecha es importante, porque coincide con la publicación de otra obra crucial para el desarrollo filosófico de la Ilustración: La educación estética del hombre, de Schiller. En su libro, el Marqués de Sade nos cuenta la historia de una joven, Eugenia, instruida por Dolmancé en los dolorosos placeres del BDSM y en los principios de una filosofía materialista cuyo fundamento es la idea de que los instintos -recibidos de la naturaleza- no pueden verse reprimidos por preceptos morales. Ambas obras, la de Sade y la de Schiller, constituyen -vistas desde lejos- dos formas de reivindicación de la naturaleza en el hombre: Sade, a través de la desinhibición sexual y el cuestionamiento materialista de la moral tradicional; Schiller, a través de la reconciliación entre la libertad y la naturaleza en la obra de arte. Ambos comprenden que no hay liberación, que no es posible la emancipación, si la naturaleza no recupera su papel en la vida del hombre: un papel que le ha sido arrebatado por la cultura, la razón y la moral.

Viene todo esto al caso de que, desde el año 2015, no dejo de encontrarme en las redes sociales con intentos de boicot -a veces simples memes- vinculando la historia de E. L. James (Cincuenta sombras de Grey) al machismo, el heteropatriarcado y la violencia de género. La suerte en este caso es que la autora del libro sea una mujer; porque, de lo contrario, se añadiría a la polémica la responsabilidad del hombre en la propagación de estereotipos falocéntricos. Por lo demás, algo parecido ocurrió hace años con la polémica en Alemania con el Tribunal Constitucional: la izquierda feminista ponía en cuestión su legitimidad con el argumento de que todos sus miembros eran hombres. Cuando las leyes igualitarias equilibraron los sexos, el argumento pasó a ser el de la alienación femenina y el problema del machismo en las mujeres. Porque aquí se funciona igual que en el comunismo o en el nacionalismo, y el hecho no es casual: el pueblo alienado es enemigo del verdadero pueblo, igual que son enemigas de la liberación de la mujer las mujeres que se empeñan en no ser liberadas. Ay.

A lo que iba: Ilumina cruelmente la faz decadente de nuestra época el hecho de que el rechazo a la obra no se deba a motivos estéticos (el espanto ante la mala literatura), sino a reparos de moralidad sexual. La obsesión del totalitarismo por meterse en la cama de los ciudadanos ha sido una constante en la historia. Por ejemplo, en el capítulo de La ciudad del sol dedicado a la procreación, Tomasso Campanella detalla los días de la semana en que está permitida la unión carnal, la higiene requerida, los permisos a las autoridades, la asignación de mujeres y hombres en función del temperamento individual, y un sinfín de preceptos que hoy consideraríamos, en el mejor de los casos, ridículos. Lo mismo puede decirse de la Cristianópolis de Andreae, donde explica que no existe delito peor que el de la impureza. El desorden sexual lo contamina todo: “La impureza (…) difunde los vicios, confunde las dotes, esparce las efermedades, extiende la maledicencia, propaga la infamia, vacía la conciencia, provoca la saciedad, cubre de inmundicias, dilapida los bienes, amontona las amenazas del Señor, siembra la desesperación y trasfunde la pena”. Por supuesto, el propio Platón tiene instrucciones claras sobre lo que hace cada uno en la cama y -en su caso- la obsesión moral va unida a un rechazo explícito a la poesía, a la escritura de ficción que aleja de la verdad y de la virtud. Incluso Aristóteles, tan poco dado a las utopías, se enreda en las cuestiones sexuales y se empeña en describir edad, forma, carácter y hasta vientos favorables al ayuntamiento sexual (v. Política, libro IV). Y por supuesto lo encontramos -¿cómo podría no ser así?- en el camarada Lenin, para quien el amor libre era una reivindicación burguesa y el exceso de sexualidad, un signo de degeneración.

La obsesión por la moral sexual es el contrapunto necesario de una obsesión por el poder: El tabú como base del control político. Cómo en tan pocas décadas se ha pasado del "prohibido prohibir" a una sociedad moralmente histérica es una historia que alguien debería escribir algún día. Casi cualquier práctica reivindicada y conquistada por el progresismo clásico es ahora impugnada por los reaccionarios y las reaccionarias a sueldo de partidos y medios, por los gurús del puritanismo laico y los santos guardianes de la fe que se dice feminista: desde el lenguaje a la pornografía, de la prostitución a los roles sociales, prácticamente todo lo que implica dominio individual del propio cuerpo es malo. Hay una policía religiosa, repartida por las portavocías de los partidos políticos, las instituciones públicas, las escuelas y las columnas de los periódicos, caracterizada por un absoluto desconocimiento de todo cuanto puede considerarse científico en relación con el comportamiento humano (psicología, etología, neurobiología...) y que ha asumido la tarea de solucionar los problemas de la desigualdad y la violencia basándose en una metafísica infantil, que no solo es incapaz de corregir lo que pretende, sino que además oculta una perversa voluntad de dominio político. Una única idea simple (el heteropatriarcado) como explicación de toda la realidad social y sus defectos y como justificación de una moralidad puritana y antiliberal que extiende sentimientos de culpa y tabúes como si tales cosas hubieran solucionado alguna vez un solo problema social.

Es verdad que la convivencia cívica exige aguantar las ocurrencias absurdas de tu prójimo, igual que uno espera de los demás comprensión con las estupideces propias. Pero entramos en el terreno de lo intolerable cuando alguien pretende legislar sobre lo que hacemos en la cama. Y si personas adultas y responsables quieren fantasear con jaulas y esposas, azotes y vendas, pues amén y aleluya. Concluyo -pues el espíritu de la época no se lleva bien con textos demasiado largos- con una cita del Marqués de Sade, mártir de la emancipación, noble revolucionario y defensor del papel liberador de la literatura y la fantasía: “¡Renuncia a las virtudes, Eugenia! ¿Hay uno solo de los sacrificios que pueden hacerse a esas falsas divinidades que valga lo que un minuto de los placeres que se gustan ultrajándolas? Bah, la virtud no es más que una quimera, cuyo culto sólo consiste en inmolaciones perpetuas, en rebeldías sin número contra las inspiraciones del temperamento. Tales movimientos, ¿pueden ser naturales? ¿Aconseja la naturaleza lo que la ultraja? No seas víctima, Eugenia, de esas mujeres que oyes llamar virtuosas. No son, si quieres, nuestras pasiones las que ellas sirven: tienen otras, y con mucha frecuencia despreciables... Es la ambición, es el orgullo, son los intereses particulares, a menudo incluso sólo la frigidez de un temperamento que no les aconseja nada” (Filosofía en el tocador).

3 comentarios:

Moy Michel dijo...

Concuerdo y amplío tu tesis: juzgar el valor de cualquier obra de arte desde una visión meramente moral denota manipulación.

vivici dijo...
Este comentario ha sido eliminado por un administrador del blog.
Víctor del Moral dijo...

Alejandro:

He conocido recientemente tu obra y tu blog. Esta entrada, la primera que leo, me parece lúcida y precisa; un regalo. Espero que sigas escribiendo muchas más de estas meditaciones.