jueves, 17 de diciembre de 2015

Breves enseñanzas providenciales

El otro día me ocurrió algo ridículo. Había quedado con unos padres en el instituto para hablar de su hija. Fui en bici, que es el vehículo que usamos los que agotamos la treintena, confirmando que hemos dejado muy atrás la época veloz y contaminante de los veinte. Tras la reunión, me fui al gimnasio (así, sin esperar a los propósitos de Año Nuevo) y, al terminar, volví al instituto para recoger la bici. Era ya de noche. Abrí lentamente la pesada puerta de metal azul, y luego la pesada puerta de metal blanca, y por último la liviana puerta de aluminio y cristal. Entonces vi los sensores de la alarma colocados en la pared y comenzó a sonar un timbre estridente. Inmediatamente me imaginé rodeado por la policía nacional. Pero no desistí en mi empeño de recoger la bici. Me adentré por los pasillos oscuros y fantasmales del instituto, con mi mente asediada por viejas imágenes de terror cinematográfico. Imaginé lo que diría a los policías cuando, al salir en chándal y con una bicicleta en la mano, me encañonasen con sus armas reglamentarias. Decidí que gritaría "¡soy profesor de filosofía!", porque cualquiera podría comprender que los rateros del barrio no saben decir "filosofía" correctamente. Imaginé el tono de voz que debía poner para evitar que el agente más novato, en un movimiento nervioso, acabase esparciendo mis sesos por la puerta trasera del instituto. Definitivamente, no quería morir en un centro educativo andaluz. Recordé a Def Con Dos y sentí pánico a una muerte ridícula. Abrí cuidadosamente la puerta exterior y, frente a mí, el semáforo emitía un sonido estridente. No era la alarma lo que sonaba, sino el aparato que guía a los ciegos para cruzar la calle. En solo un instante, una pequeña gota de realidad diluyó historias y miedos que se extendían como una telaraña por mi mente. Pensé en cuántas veces nos ocurrirá esto, cuánto ruido psicológico impidiendo escuchar lo obvio cada día. 
Hoy andaba igual, esta vez con la política, imaginando escenarios apocalípticos y discursos inexistentes, cuando abrí mi correo electrónico. La Providencia, que no se cansa de intentar enseñarme, había dejado en mi bandeja de entrada un mensaje de spam que decía: "Keep calm and love, Alejandro". Y, dentro de mí, sentí vergüenza. Y gratitud.